Hace unos días, el humorista político Bill Maher hizo enojar a mucha gente con sus comentarios sobre la muerte de Stan Lee, el cocreador de decenas de superhéroes de Marvel Comics, que había fallecido el 12 de noviembre. En el el blog de su programa Real Time with Bill Maher el cómico escribió: “El tipo que creó a Spider-Man y Hulk ha muerto, y Estados Unidos está de duelo. Un duelo profundo por el hombre que inspiró millones a, no sé, mirar una película, calculo”. También: “Cuando yo era chico, todo el mundo asumía que los cómics eran para los niños y que cuando crecías pasabas a leer libros para grandes, sin dibujitos. Pero hace 20 años, más o menos, algo cambió: los adultos decidieron que no tenían que dejar las cosas de niños. Entonces hicieron pasar a los cómics por literatura sofisticada. Y como Estados Unidos tiene más de 4.500 universidades –lo que quiere decir que tenemos más profesores que gente inteligente– algunos tontos llegaron a profesores escribiendo tesis con títulos como ‘Otredad y heterodoxia en el Surfista Plateado’.” Y remataba: “No creo que sea disparatado sugerir que Donald Trump sólo pudo ser elegido presidente en un país que cree que los cómics son importantes”.

La primera oleada de reacciones fue, como correspondía en días de luto, emocional. Fue la propia compañía de Lee, Pow! Entertainment, la que compiló los argumentos más racionales contra la postura de Maher: que los cómics son literatura en cuanto aspiran a representar y a mejorar la comprensión de lo humano, que la literatura popular, desde William Shakespeare a Charles Dickens, fue tildada de poco sofisticada, que Lee complejizó su tradición al ampliar la cantidad y calidad de los colectivos –mujeres, adolescentes, afro, gay– que pudieron identificarse con sus personajes.

Ahora, ¿son puros disparates lo que dijo Maher? ¿No es evidente que hay algo aniñado en el culto y en la masividad de las historias de superhéroes?

El mismísimo Lee debe haber visto algo infantil en los superhéroes de su época, dado que su gran tarea fue llevarlos a la adolescencia. Muchos de sus primeros personajes, los de los años 60, enfrentan problemas de la primera juventud. Por eso experimentan dolorosamente el asunto de la “doble identidad” (que no afectaba a sus antecesores), los rodea la obvia metáfora de “lo mutante”, tienen complicadas relaciones afectivas y –esto es realmente innovador en su campo– sienten el paso del tiempo: crecen. Pero estos, que fueron sus grandes aportes a la renovación del género superheroico, son elementos que la industria del cine actual adopta lenta y parcialmente. Lo que prima en industria audiovisual es lo puramente aventurero y, en algunos casos (Black Panther el más claro), el condimento identitario. Lo que se ve en las pantallas –donde tiene lugar el verdadero fenómeno cultural masivo– no suele ser la versión más adulta, “sofisticada”, elaborada de los héroes, sino la más... pueril.

¿Y qué hay de ese nuevo derecho a la persistencia en los gustos infantiles que nombra Maher? Las legiones de consumidores de productos superheroicos, y de otros como Star Wars, están integradas en buena medida por personas que continúan, o retoman, una costumbre adquirida en sus primeros años. El concepto de “fidelización”, utilizado en el marketing, es perfectamente aplicable a las estrategias emotivas que nos llevan a volver, acompañados por niños o no, a asistir a cada estreno de esas sagas que ya adivinamos más largas que nuestras vidas. (Esa fidelización también es retroactiva: cada vez hay más versiones dirigidas a preescolares de personajes y obras originalmente orientadas a jóvenes). Después de todo, la prolongación de los hábitos juveniles no se restringe a los consumos culturales; más bien es consecuencia del desarrollo general. Lo notan los demógrafos cuando apuntan a la creciente edad de independización de los padres, reproducción, muerte.

Ahora, quisiera elevar un poco la apuesta de Maher. ¿En qué medida toda la industria del entretenimiento no apela a nuestras conexiones infantiles? Dejemos de lado a las obras protagonizadas por personajes que usan los calzoncillos por afuera y preguntémonos qué porcentaje del cine o la música pop es realmente “adulto”. ¿Qué buscamos en una serie atrapante? Si contestara el rating, la respuesta sería: una que abunde en dragones, espadas e intriga romántico-bélica, con una pizca de alusiones a Shakespeare.

Sí, hay mucho de infantil en Game of Thrones, como es infantil poner la imaginación al servicio de un relato desconectado de toda urgencia real. ¿Y no es eso acaso todo acto de la ficción? El lujo de la literatura es posible gracias a la persistencia de tal imaginación pura, inmotivada, pueril. Vive en la tensión entre la fuga especulativa y la vuelta a la realidad. Cuando la tensión se rompe, perdemos la literatura. El Surfista Plateado puede ser un representante del sujeto marginado y, a la vez, un aventurero espacial. Podremos buscarle su costado político; siempre será infantil.

Esa posibilidad, esa “doble identidad”, está en toda ficción. Reconocerla es fundamental para probar que, al menos en cuanto a lo de Trump, Bill Maher tiene que estar equivocado.