Si se pretende reflexionar sobre el “estado” de la música al borde de la tercera década del siglo XXI, además de leer unos cuantos libros ya clásicos (Más brillante que el sol, de Kodwo Eshun; Retromanía, de Simon Reynolds; Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher), una buena idea es ver All Things Must Pass (Colin Hanks, 2015), sobre la (desaparecida) cadena de disquerías Tower Records.

Explicitar en detalle por qué esto es así implicaría reseñar el documental aludido, y esa no es la idea, de modo que, simplemente, digamos que la pregunta de cómo seguir vendiendo la misma música a nuevas generaciones (que atraviesa la historia Tower Records), o, por qué no, a las mismas, es central al asunto.

En los 80 el futuro del sonido estaba en los CD, que se vendían como el formato con mejores prestaciones para eso llamado “alta fidelidad”. Tampoco nos vamos a poner a discutir eso, y menos considerando que implicaría pasar una vez más por el agotador debate analógico versus digital; nos importa, en todo caso, que para comienzos de los 90 no pocos se habían desilusionado con el sonido que salía de sus “compacteras” (como se decía entonces), que no pocos consideraban chato, deslucido y opaco (al menos en el rock y el pop: en la música llamada “clásica” las cosas eran, y son, un poco diferentes) en comparación con lo que recordaban o creían recordar de sus queridos LP. La respuesta de los mercados: añadir valor extra a una nueva iteración de esos álbumes cuyo sonido en CD había desilusionado. ¿Cómo se lo llamó? Remasterización. Y todavía más: se problematizó la transferencia de la señal analógica (las viejas cintas de cuarto de pulgada usadas a modo de master de aquellos álbumes clásicos) a digital y empezó a hablarse de los nuevos –y por lo tanto “mejores”– “transfers a 24 bits”.

Hay que decirlo: en muchos casos, al menos para nuestros oídos “de ahora”, esos remasters y nuevos transfers sí que sonaron mejor. Pero pronto el consumo masivo de la música se desprendería del formato físico y, a la hora de vender “cosas” u “objetos”, empezó a ser necesario apelar a una nueva mano de barniz: a algunos se les vendieron (y se les venden) vinilos, con todo el gusto retro y la presunta “autenticidad” del sonido analógico y blablabla; a otros se les ofrecieron nuevos box sets, cajas lujosamente habitadas por un nuevo remaster, material extra, conciertos nunca lanzados en vivo, parafernalia de coleccionista y etcétera.

Un hito en esa historia corresponde al trabajo de Steven Wilson (líder de la banda neoprog Porcupine Tree y también solista, músico talentoso y aplicado), a quien le fueron confiadas en 2009 las cintas multipista de In the Court of the Crimson King, el álbum debut de King Crimson, para que las “limpiara” y volviera a mezclar con el objetivo de producir una nueva versión (una remezcla no radical, una “reconstrucción”) del álbum original. El resultado tuvo tanto éxito (entre una minoría interesada en estas cosas y en esta banda, convengamos) que Wilson siguió remezclando la discografía de King Crimson y de otras bandas que se sumaron a la tendencia: en orden cronológico, Caravan, Jethro Tull, Emerson, Lake & Palmer, Hawkwind, Yes, Gentle Giant, XTC, Simple Minds, Steve Hackett, Chicago, Marillion, Rush y Roxy Music.

Pero no fue Wilson el único responsable de este fenómeno de las remezclas sutiles y estudiosas. En 2017, para coincidir con el aniversario número 50, Giles Martin creó una nueva mezcla de Sgt Pepper’s Lonely Hearts Club Band, incorporada a una preciosa edición del álbum, que incluyó, además, una buena colección de rarezas, demos y tomas alternativas, además de la mezcla mono original. Ahora, un año más tarde, le tocó a The Beatles, también llamado El Álbum Blanco.

Otro lugar al que podés ir

Este artículo no se ocupará del mítico disco doble, cuya historia y relevancia a toda prueba puede encontrar el lector en más o menos cualquier parte de la red. En lugar de eso, se trata de pensar en la remezcla y la edición que la incluye, su relación con el original y, de paso, la manera en que escuchamos ahora esa música imbuida del aura de lo clásico y lo históricamente fundamental (de hecho, no vamos a discutir si The Beatles merece tal distinción: doy por sentado que es así).

Las conclusiones, en todo caso, pertenecen a cada beatlemaníaco, a cada melómano, a cada amante de la música de los 60, del rock, del pop. Pero hay, sin duda, algunas líneas básicas de reflexión. Por ejemplo, la comparación con Sgt. Pepper’s parece inevitable: donde el disco de 1967 buscaba la sofisticación al máximo del sonido, la apuesta por la “elevación” del rock/pop a la categoría del arte, la conceptualidad, la voluptuosidad sonora más inequívoca y el baño del rock/pop en la parafernalia cultural de su época, Stockhausen y Aleister Crowley incluidos, el Blanco, por el contrario y en contraste, pareció una apuesta por lo esquemático, lo visceral, la desprolijidad, la asimetría, el desequilibrio, lo heterogéneo y dispar, lo sucio. Una suerte de “vuelta a las raíces” que, al final, se volvió un panorama tan retro (“Martha My Dear”, “Honey Pie”) como profético (“Helter Skelter”, “Everybody’s Got Something to Hide Except Me and My Monkey”), por no mencionar que gracias al Blanco una audiencia masiva y pop escuchó seguramente por primera vez una pieza de música concreta (“Revolution 9”).

La remezcla de 2017 del Pepper’s avanzó en la línea trazada por el original y produjo un disco más “perfecto” aun, más limpio, desplegado más claramente en su espacio sonoro; cabe preguntarse entonces si los mismos criterios serían válidos a la hora de remezclar un disco pretendidamente “feo” como el Blanco o si otros distintos deberían ser invocados (y si en efecto lo fueron, por supuesto).

Así, Julián Ubiría, director editorial de Penguin Random House Uruguay, editor de Literatura Random House, músico y notorio beatlemaníaco, señala que en la remezcla “en general todo el sonido crece y se expande, adquiere más brillo, centra la parte rítmica y dispara a ambos lados del estéreo los detalles y los matices; sin embargo, en casos como ‘Helter Skelter’, lo diáfano del sonido juega en contra de la canción, porque es una pieza construida para incomodar, con un riff maligno y un sonido general ominoso. La claridad hace que esa esencia se pierda”.

Otro beatlemaníaco, el escritor y periodista Luis Fernando Iglesias, tiene una visión diferente: “La remezcla, al igual que en Sgt Pepper’s, es muy buena. Todo se escucha limpio, separado (aunque no aislado) y con un sonido que nunca deja de ser cálido. Muy buena fidelidad y buen gusto para hacerla. Si se respeta el espíritu, y aquí se lo respeta mucho, todo lo que lo haga escuchar mejor o descubrir matices es bienvenido”.

Quizá resulte saludable pensar que en ningún momento se pretende remplazar la mezcla original sino, simplemente, aportar una posibilidad nueva de disfrute: desautomatizada, libre de la intrusión permanente de la memoria que anticipa variables del sonido fijadas en el original. En esta línea de reflexión, el escritor argentino Juan Manuel Candal señala que “la mezcla suena mucho mejor de lo que yo esperaba, siendo que no se trata de un disco que busca una pureza sonora cristalina, como el Sgt. Pepper’s, sino al contrario; artísticamente se respeta el sentido de la obra original, pero a la vez se logra incorporar con más cuerpo los graves, más definición en los medios, y si bien la mezcla final es respetuosa, igual da la posibilidad de escuchar el disco de otra forma. Cuando lo escuchaba pensaba que el Blanco bien podría ser un disco indie de los 90”.

A través de una cebolla de vidrio

La otra parte de la propuesta es la música añadida al álbum original, que para muchos es lo realmente interesante de esta nueva edición. En su edición más completa son incluidos tres discos de “sesiones” (con jams de estudio, tomas truncadas, canciones abortadas y más; parte de este material pudo escucharse por primera vez, oficialmente al menos, en la compilación Anthology 3, de 1996) y un CD completo con los “Esher demos”, llamados así por la propiedad de George Harrison en Esher, al sur de Inglaterra, donde la banda recién vuelta de India se reunió a fines de mayo de 1968 para trabajar en algunas canciones nuevas. Se trata de 27 pistas que incluyen versiones primitivas de las canciones del Blanco y otras tantas que fueron descartadas: “Sour Milk Sea”, de George Harrison (grabada después por Jackie Lomax), “Junk”, de Paul McCartney (que aparecería en el álbum McCartney, de 1970), “Child of Nature”, de John Lennon (incluida en Imagine, de 1971, como “Jealous Guy”), “Circles”, de Harrison (que esperó 14 años antes de aparecer en el álbum Gone Troppo), “Mean Mr. Mustard” y “Polythene Pam”, de Lennon (se las puede escuchar en su versión definitiva en Abbey Road), más “What’s the New Mary Jane”, de Lennon, y “Not Guilty”, de Harrison (que integraría el album George Harrison, de 1979). Además, un séptimo disco (un blu-ray audio) ofrece la remezcla en sonido de alta definición, en estéreo PCM, DTS 5.1, Dolby 5.1 y, para los puristas, una transferencia directa de la mezcla mono original de 1968.

“Más allá de coincidir en la espectacularidad del sonido que permiten las nuevas herramientas de grabación/edición/masterización y el talento de los productores”, señala la compositora y cantante Estela Magnone, “y de sentir cierta curiosidad en saber por qué hicieron algunos cambios (por ejemplo, en el tratamiento del estéreo), lo mejor es constatar que esa música sigue produciendo la misma incambiada felicidad. Y siempre la sorpresa. Aunque haya escuchado estas canciones centenares de veces, nunca dejan de emocionarme y sorprenderme. Pienso que lo mejor de esta reedición son los Esher Demos. Ahí ya estaba todo: son grandes canciones aun sin ninguna orquestación; recorren todas las emociones y los climas; todo es posible, todo está permitido. Y siempre el humor, que está presente, por supuesto, también en el álbum original: uno termina riéndose de verdad. El Álbum Blanco, en cualquier edición o reedición, es la libertad”.

Más allá de lo que se piense sobre la pertinencia de la remezcla, sobre sus criterios, sobre, en suma, esta nueva encarnación de uno de los discos más importantes de la historia del pop, difícilmente alguien capaz de resonar emocionalmente con la música (ya no digo de los Beatles, ya no digo del rock o el pop) y que haya pasado o esté pasando ahora mismo por las treinta canciones del Blanco podrá disentir con esa última oración.

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