Me puse a buscar en Google Maps la esquina entre Arcos y Monroe, en el barrio Núñez de Buenos Aires. Quería verificar que el edificio estuviera todavía allí, y que no se hubiera ido con él. Parece que pasaron siglos, pero hace apenas un año y medio estuve en aquella intersección concurrida entre las dos calles, y vi la puerta verde y la placa en el centro con el nombre amarillo: El Tugurio. Alrededor de la puerta había –y hay, como pude averiguar gracias a Google Maps– una explosión de colores que cubre el gris del cemento: animales, caras, instrumentos musicales. A la izquierda, en la parte superior, una frase de José de San Martín, “Nuestros paisanos los indios”, y en la parte inferior, en el contexto de una wiphala, la bandera multicolor de los pueblos indígenas, un hombre y una mujer que se abrazan formando el continente latinoamericano. En el otro lado, una mujer con un sombrero de paja observa el vuelo de un cóndor. En El Tugurio, nombre inspirado por su amigo Osvaldo Soriano, vivía el anarquista, el pacifista, el escritor, el periodista, el historiador, el militante. Todo esto y mucho más era Osvaldo Bayer, nacido en 1927 y fallecido hace unos pocos días, en vísperas de Navidad.

Fui a verlo en el mes de abril de 2017. Sabía que don Osvaldo había tenido la suerte de toparse con Ernesto Che Guevara en Cuba en los comienzos de los años 60, y que había un relato muy divertido sobre ese encuentro. Quería entrevistarlo para poner el cuento en un libro sobre el Che en el que estaba trabajando en aquel momento.

Llamé a su casa y él mismo me contestó. Había preparado un discurso para explicar lo que necesitaba, pero don Osvaldo casi no me hizo hablar. Me citó para el día siguiente en la tarde y tuve que apuntarme rápidamente la dirección. Cuando colgué, me quedó el temor de no haber entendido bien.

Al día siguiente a las seis en punto de la tarde mi amigo Omar y yo estábamos tocando el timbre de la puerta de El Tugurio. Nos abrieron dos mujeres, que nos indicaron que teníamos que caminar hasta el fondo.

Al final de un corredor se abrió un patio en el que, entre libros y plantas, estaba Osvaldo Bayer, la barba gris y los profundos ojos azules de un niño. Nos observaba sentado en su sillón. A su lado, una mesita con un vaso de vino tinto. Su inteligencia disidente estaba apenas velada por los 90 años; sus ideales estaban intactos y su naturaleza más profunda se revelaba en la disposición para contarnos su vida.

Resultó que había viajado a Cuba en el primer aniversario de la revolución. Guevara lo recibió con una delegación de argentinos y comenzó inmediatamente a instruirlos sobre cómo hacer la revolución en Argentina. Básicamente, se trataba de crear un foco de guerrilla en las montañas alrededor de Córdoba, que habría unido a las masas hasta la insurrección en las ciudades y la toma de Buenos Aires. Ante el estupefacto silencio de la delegación, Bayer, como me dijo esa noche, se sintió incómodo y fue “traicionado por sus orígenes alemanes”: pidió más detalles y señaló que el Ejército argentino era muy fuerte y estaba preparado. Finalmente, preguntó cómo la guerrilla argentina podría haber enfrentado tal represión. El Che lo miró con tristeza durante mucho tiempo y le respondió en tres palabras. “Son todos mercenarios”.

De esa tarde con Ernesto Guevara, a una distancia de 57 años, Bayer recordaba, además del “arrepentimiento y la vergüenza por esa pregunta tan racional a alguien que realmente había hecho la revolución”, la belleza y la poesía que rodeaban al Che Guevara: “Un hombre hermoso, que tenía hondos ojos negros y algo poético en la forma en que hablaba, en su acento argentino y cubano, y en las cosas que decía y en cómo las decía”.

De mi tarde con Osvaldo Bayer, en cambio, recuerdo la sensación de familiaridad que sentí al entrar en sus cuartos, su extrema gentileza, el peso liviano de su mano de hombre mayor tomando la mía, el convite a beber juntos, sus ojos velados que se esforzaban en recordar para mí. Tampoco puedo olvidar su voz ronca, la invitación a volver a verlo, que no pude cumplir, la emoción de haber entrado en su mundo especial.

En el tiempo siguiente hablé varias veces con Ana, su hija, que conocí aquella tarde y que vive en mi país. Ella misma me contactó, porque a los días de mi visita, haciendo orden en El Tugurio, encontró un librito sobre el Che y se acordó de mí. Don Osvaldo había escrito una nota en ese libro y Ana quedó impresionada por esas tres páginas. Quería enviármelas, pero nunca pudo porque El Tugurio decidió tragárselas. Ana, que a esa altura ya había regresado a Italia, se acordaba hasta de la ubicación del libro, en “los estantes de libros en el patio”. Ni ella, ni la señora que cuidaba a don Osvaldo, ni Esteban, el hermano de Anna, ni mi amigo Omar, que fue hasta El Tugurio a buscarlo, pudieron recuperar el libro que desapareció sin dejar huellas. Hasta los libros fueron rebeldes en la casa de Osvaldo Bayer.

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