Una flecha que nace del garabato “Bob Dylan’s Dream” (aquel tema nostálgico del bardo de Duluth que dice que pagaría 10.000 dólares por volver a vivir momentos con sus amigos y todo eso) y va derecho a la manija de la cisterna de un piojoso wáter sobre el que descansan un jabón milenario y una petaca vacía. Más garabatos, de distintos tamaños y caligrafías, algunos muy poco protocolares, como “Peter is a faggot” (“Pedro es maricón”, sería la traducción uruguaya), adornaban la mugrienta pared del baño de una estación de servicio –o quizá un taller mecánico– de Los Ángeles. Pero había unas palabras grafiteadas que sobresalían del resto por su gran tamaño y su furioso color rojo: The Rolling Stones. Esa imagen fue la que la banda inglesa eligió para que ilustrara la portada del disco Beggars Banquet.
Hoy no haría sonrojar a nadie, pero hace medio siglo al sello británico Decca le pareció demasiado provocadora. Por lo tanto, hubo un tire y afloje con la banda que llevó a que el lanzamiento del disco se retrasara y, en vez de editarse a mediados de 1968, viera la luz el 6 de diciembre de ese año, con una tapa blanca, con sólo el nombre del grupo y el título del disco, como si fuera la invitación a una fiesta –o a un banquete– (la portada original aparecería en las posteriores ediciones en CD y en las reediciones en vinilo). Como salió dos semanas después del “álbum blanco” de The Beatles y la tapa era similar, no faltaron los que pensaron que, otra vez, los Stones andaban tras los pasos del cuarteto de Liverpool, pero nunca estuvieron tan equivocados.
Antes de empacharnos con el banquete de pordioseros, vale repasar el menú discográfico previo de los liderados por Mick Jagger y Keith Richards para entender la importancia de Beggars Banquet. Desde la fundación de la banda, en 1962, hasta 1966, los discos de los Stones eran básicamente rejuntes de singles exitosos junto a lados B y temas para rellenar –en los que solía haber covers–, al punto de que la lista de temas variaba según de qué lado del océano Atlántico se editaban (al revés que con The Beatles, se suele ver la discografía editada en Estados Unidos como la “oficial”), por lo tanto, es difícil percibir a esos discos como una totalidad, cuando, por ejemplo, la versión inglesa de Out of Our Heads (1965) no incluye gemas como “Satisfaction”, “Play with Fire” y “The Last Time”. En 1966 se fueron acercando más a la globalidad de un álbum con Aftermath, el primero compuesto íntegramente por temas originales, pero aun así había dos versiones con repertorio distinto.
Para finales de 1967, cuando el LP ya empezaba a tener una relevancia artística y conceptual sin precedentes gracias, en parte, a Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, de The Beatles, los Stones editaron su inefable respuesta, Their Satanic Majesties Request (el título era una paráfrasis burlona del enunciado “her Britannic Majesty requests and requires”, que aparecía en los pasaportes británicos), el primer álbum de repertorio único en todas sus ediciones, pero con el que terminaron de alejarse del rock más ortodoxo que tocaban y componían como nadie para meterse en el viaje pop y psicodélico que reinaba en parte de la música inglesa. Por eso en el álbum satánico se encuentran desde cosas voladas y bastante infumables como “Sing this All Together (See What Happens)” hasta la hermosa y nunca bien ponderada “She’s a Rainbow”, pasando por la floydeana “2000 Light Years from Home”.
1967 había sido un año bastante turbulento para los Stones. Arrancó con una visita sorpresa de la Policía a Redlands, la casa de campo de Richards, para buscar drogas –encontraron de todo menos aspirinas–. Hubo juicios, un poco de cárcel, algo de color y debate en los medios sobre la legislación británica en torno a la posesión de drogas. Esto más el desbarajuste artístico hizo que Andrew Loog Oldham, mánager, “descubridor” y productor de los Stones, no los aguantara más y desertara. Pero su huida no tuvo relación con la bajada artística del grupo en Their Satanic Majesties Request, ya que Oldham era más un marketinero vendedor de poses y titulares que un productor musical –compararlo con el rol de George Martin en los Beatles le daría calor hasta a él–.
En este contexto sin rumbo aparente, los Stones contrataron al productor y músico estadounidense Jimmy Miller, que trabajaba con Traffic, para que les diera una mano. En mayo de 1968 se dejaron de pavadas psicodélicas y lanzaron el single “Jumpin’ Jack Flash”, quizá la canción stone por excelencia. Guitarras acústicas saturadas, riff insistente e invasivo, bajo bombardero, melodías vocales arrastradas y estribillo compartible. No en vano, antes de arrancar el tema, Jagger grita “watch it!” (“¡mirá esto!”), como si anunciara una nueva era.
Al diablo
Para ser una vuelta a las raíces, lo que se mandaron Jagger y compañía en el arranque de Beggars Banquet fue bastante jugado y raro, ya que tumbadoras, maracas y gritos diabólicos agudos no tenían parangón en el rock guitarrero que dominaba en 1968 (Jimi Hendrix, Cream y The Jeff Group, por ejemplo). El piano le daba paso a la voz más madura de Jagger, y el resto es historia: “Please allow me to introduce myself, / I’m a man of wealth and taste. / I’ve been around for a long, long year, / stole many a man’s soul to waste” (“Por favor, permitime que me presente, / soy un hombre de riquezas y buen gusto. / Ando rondando desde hace muchos, muchos años, / les robé el alma y la fe a muchos hombres”).
“Sympathy for the Devil” es una canción mayormente de Jagger, que la empezó en plan folk a lo Bob Dylan, con guitarra acústica de rasgueo anodino (esa versión primigenia se puede ver en el documental One Plus One, de Jean-Luc Godard) y que a sugerencia de Richards pasó a tener ritmo de samba. La guitarra se eliminó, y por eso Keith se encarga de la adictiva línea de bajo, para luego colgarse la viola eléctrica –una Gibson Les Paul, de sonido bien gordo– y mandarse uno de sus mejores solos con sus recursos de siempre –hacer lo justo y más que necesario con la escala pentatónica menor–. La atmósfera rítmica del tema se va cargando a medida que avanza, con detalles como el coro “uh uh” –que se volvió su leitmotiv en las versiones en vivo–, mientras Jagger acompaña el subidón de intensidad cantando cada vez de forma más agresiva, llegando al cenit con la interpretación diabólica, aguda y sacada, que contrapuntea con la guitarra de Richards e interpela al escucha: “Tell me, baby, what’s my name” (“decime, nena, cuál es mi nombre”).
La letra suele considerarse un ejercicio clásico de satanismo asustaviejas, pero esa interpretación a la carrera es bastante errónea, o, al menos, no es la única posible, ya que, además de “simpatía”, “sympathy” tiene una acepción similar a “solidaridad” y “compasión”. Jagger relata célebres hechos sanguinarios de la historia y ostenta su autoría, pero bajo el triple juego de que es Lucifer, Dios y todos nosotros. Eso se hace carne cuando canta “I shouted out / who killed the Kennedys? / When after all, / It was you and me” (“grité ¿quién mató a los Kennedy? / Cuando, después de todo, / fuimos vos y yo”). La letra original hablaba de un solo Kennedy –John–, pero como mientras grababan el disco su hermano Robert corrió la misma mala suerte en el hotel Ambassador de Los Ángeles, lejos de esquivar el bulto, Jagger le agregó el plural al apellido. En el fondo, la canción nos dice: “Pobre Diablo, le endilgan todas nuestras atrocidades”.
Brian Jones –el fundador y primer líder del grupo– ya estaba en otra cuando los Stones grabaron Beggars Banquet (en el documental de Godard se ve cómo Jagger intenta enseñarle “Sympathy for the Devil” en la guitarra y no caza una). Era el principio del fin, por lo tanto su aporte está lejos de la orgía multiintrumentista de la que había sido capaz en discos anteriores, aportando el toque definitivo a grandes canciones (la marimba en “Under my Thump” y la flauta dulce en “Ruby Tuesday”, por nombrar sus aportes más emblemáticos). Pero aun así hay chispazos de brillante destreza, como los de la guitarra tocada con slide –el tubito que se desliza por las cuerdas– en “No Expectations”, una balada madura –no en plan pop radiable como algunas anteriores–, íntima y bajonera, de esas que los Stones sacarían a montones –a cual mejor– y que se convertirían en otro de sus sellos.
Cosa de negros
Hay pocas bandas de blancos que toquen blues como si fueran negros –es decir, como se debe–, y una de ellas siempre fue The Rolling Stones, con la dosis sobrada de suciedad barriobajera y descarnada arrogancia que desprende lascivia en cada nota. Y es en Beggars Banquet donde terminaron de desarrollar por completo esa aptitud, que dejó en un juego de niños a sus propias grandes canciones bluseras anteriores, como “The Spider and the Fly”. “Parachute woman, land on me tonight” (“mujer paracaidista, / aterrizá en mí esta noche”), canta Jagger en “Parachute Woman”, llevado por el ritmo visceral e irresistible del blues más primario y auténtico. Al final del tema irrumpe una armónica que suena como el silbido de un tren y termina de pintar el cuadro de oscuridad blusera. 50 años después, se sigue sin tener una idea exacta de quién sopla esas notas –Jagger o Jones–, ya que a los Stones nunca se les dio muy bien eso de acreditar con detalle a los músicos en sus discos –y en las infinitas reediciones de Beggars Banquet la omisión sigue intacta; quizá no lo recuerden o no quieran hacerlo–.
Con reminiscencias a la introducción de “Heroin”, de Velvet Underground, empieza “Stray Cat Blues”, que curiosamente –o no tanto, teniendo en cuenta la moral imperante hace medio siglo– al impresionable sello Decca no le hizo ruido. Es un denso y guitarrero blues-rock en el que Jagger canta con total desenfado sobre una menor de edad, con versos letales como “I can see that you’re fifteen years old / No I don’t want your ID” (“puedo ver que tenés 15 años, / no, no quiero tu cédula”) o “I bet your mama don’t know you scream like that, / I bet your mama don’t know you can spit like that” (“apuesto a que tu mamá no sabe que gritás así, / apuesto a que tu mamá no sabe que escupís así”). ¿Dónde habrá quedado aquello de “ella es como un arcoíris”?
¿Conciencia social?
Una guitarra acústica pasada por un grabador de mano y un kit de batería casi que de juguete dieron lugar al particular sonido de “Street Fighting Man”, la que abre la cara B de Beggars Banquet, completamente influida por el mayo francés. Según la leyenda, la melodía vocal, que es una de las más arrastradas de los Stones, la ideó Richards basándose en el sonido de las sirenas de los autos de la Policía francesa. El tema llama a la rebelión pero aclara que “en la soporífera Londres no hay lugar para un luchador callejero”.
“Street Fighting Man” suele ser vista como la “canción política” de los Stones, pero no deja de tener algo de cinismo como para tomársela al pie de la letra. Lo mismo sucede con el tema que cierra el disco cumpleañero que hoy nos ocupa. “Salt of the Earth”, una balada negra con coro góspel incluido que invita a tomar una por “la gente que trabaja duro”, “el bien y el mal” y “la sal de la tierra”. Por si no quedaban dudas en todo lo anterior, el hippismo psicodélico terminó de quedar enterrado con una de las estrofas más nihilistas del cancionero Stone, en la que Jagger pide pensar en el votante que se queda en casa, mirando “un desfile de corruptos en trajes grises”, una elección “entre cáncer y polio”.
Beggars Banquet fue la consolidación de la obsesión de los Stones por los géneros de raíces estadounidenses, adornada por la arrogancia de la flema inglesa, que luego daría lugar a obras todavía más grandes, como Let It Bleed (1969), Sticky Fingers (1971) y Exile on Main St (1972), con este último en la cima del sonido yanqui. Y, hablando de Estados Unidos, hace pocos días la legendaria banda anunció una gira por el país del norte para 2019. Aquel chiste de un capítulo de Los Simpson de 1995 (“La boda de Lisa”) que auguraba una gira de los Stones “en silla de ruedas” para 2010 ya quedó un poco viejo.