La única ópera que compuso el húngaro Béla Bartók en 1911 se basó en el célebre cuento de hadas que popularizó Charles Perrault a fines del siglo XVII: El castillo de Barbazul contó con el libreto de Béla Balázs, uno de los primeros teóricos de cine, poeta y amigo cercano del compositor –y del filósofo Georg Lukács–. La ópera dura poco más de una hora, cuenta con un solo acto y un dúo protagonista que acaba de fugarse: el duque Barbazul y su nueva esposa Judith, que, convencida de que puede redimirlo, le pide a Barbazul las llaves de siete puertas misteriosas.

La temporada de ópera 2018 se iniciará con este estreno, que cuenta con la dirección musical de Ligia Amadio, la dirección escénica de Marianella Morena, y las interpretaciones de la uruguaya Adriana Mastrángelo y el argentino Hernán Iturralde, ambos distinguidos con importantes reconocimientos de la fundación Konex: a Mastrángelo la eligió como una de las cinco mejores cantantes femeninas de la última década, y a Iturralde como el mejor cantante masculino de la década 2000-2010.

En sus últimas puestas, la directora y dramaturga Marianella Morena (Las Julietas; No daré hijos, daré versos; Rabiosa melancolía) ha comenzado a acercarse a lo musical. En cuanto al estreno del jueves, adelantó que en esta ópera la música no ocupa un plano distinto, sino que está totalmente fusionada con la propuesta escénica, y que se trata de una obra que cuenta con muchas incursiones atípicas dentro del género, ya que no hay un coro ni una orquesta, sino sólo dos cantantes; “además de la complejidad que tiene en sí misma la pieza”, que también presenta una concepción escénica distinta de la tradicional.

“Lo interesante es salir del lugar de confort y trascender los límites propios; eso es lo que más me atrae, y tiene que ver con el universo genuino de la creación”, dice Morena. Agrega que esto es lo neurálgico, “porque es con lo que tenés que lidiar, con lo salvaje, lo oscuro, lo desconocido. Y cuando vos decidís enfrentarlo, corrés riesgos. El desafío es cómo no repetirse a sí mismo, no apelar a lo conocido, y que la experiencia realmente sea un desarrollo sensible e inteligente, y no el desarrollo de una fórmula”.

Cree que en la actualidad la dirección escénica en ópera ha avanzado porque se le comienza a asignar un lugar importante. Y en este caso, si bien la fábula no es lo fuerte del texto, sí lo es el desarrollo argumental de ciertas cuestiones que plantea Barbazul, y que se basan en el cuento original. “Me gustó limpiar esa idea del malo como el monstruo. Lo llevé a un thriller psicológico, articulado a partir de una pareja contemporánea y manteniendo las patologías, las tensiones. Judith es una mujer desafiante, y ese poder le juega en contra porque cree que todo lo puede resolver, porque está acostumbrada al desafío en su mundo profesional y desoye los rumores que hay sobre él. Está convencida de que es una superwoman. Mientras tanto, en él trabajamos con una patología más anclada en lo sexual, y eso es lo que lo lleva a lo criminal”.

Sobre la puesta dice que se trata de un montaje hiperrealista, ya que comienza con una pareja que se encuentra en un espacio acotado y a partir de esto se produce la estructuración de la historia, “hasta que concluye en un estado salvaje que no se asocia al mundo realista, y el realismo da paso al extrañamiento. En el relato, que es muy fantástico, aparecen siete puertas que no existen. No hay una literalidad simbólica, sino un paralelismo sobre qué es esa puerta de sangre, esa puerta de un jardín, de su reino, que está llevado a elementos concretos y objetos realistas de un dormitorio”, plantea. La directora admite que lo musical cuenta con una particularidad que le resulta fascinante, ya que propone un relato “muy hipnótico, muy seductor y muy envolvente, que tiene que ver con el juego de la oscuridad. De lo contrario, el mal no seguiría imponiéndose tanto sobre el bien”; o, al menos, no se seguiría jugando con su atractivo.