“Es difícil vincularse con la literatura cuando uno navega ocho horas diarias entre las góndolas de un supermercado. Pero yo lo intento”, dice Luis do Santos, el desconocido escritor artiguense que sorprendió con El zambullidor, una novela ensamblada al vaivén esquivo e imprevisible del río, y protagonizada por personajes a la intemperie, que van trazando su camino entre cañaverales, chalanas y secretos del monte. Un mundo proletario desde el que se compone un conmovedor discurrir del silencio, que logra condensar el miedo, las preguntas, los afectos. Con la dignidad de los olvidados, el narrador repasa su infancia en fuga, marcada por la tensión de los vínculos: su padre, como casi todos en el pueblo, era changador y trabajaba en una empresa de riego, pero carga con el don –o la maldición– de encontrar ahogados. Así, la historia retoma la tradición de los sacerdotes que encuentran ahogados con el pan bendito (a la que Osiris Rodríguez Castillo también evoca en su “Romance del malevo”: “no me halla ni el pan bendito / si no me sacás, Malevo”), lo que fascina a su hijo, que intenta comprenderlo. “Muchas veces intenté preguntarle sobre su don increíble de encontrar ahogados, pero un muro se levantaba entre nosotros, dejándolo impenetrable y lejano”. Su madre era severa, flaca y alta, con “esa fragilidad de la dureza” y el encanto del silencio “pocas veces roto”. Ambos, desde la distancia y el rigor, establecen un marco atípico de estima, que añade a la historia una irrenunciable periferia de frontera: su hijo avanza a ciegas y reconstruye un sentido perdido, rastreando indicios de su propio destino en los bagres de la mañana, las mojarras fritas y los espineles, el agua mansa, la rebeldía, y esa “sensación de hastío que desprende la mayoría de los inviernos cuando no son extraordinarios”. Que, en definitiva, lo orientan en ese laberinto de marcas en el que se encuentra atrapado, y en el que vive, se equivoca, establece alianzas y lo traicionan. Un escenario propio que se despliega con la materia de las siestas, las travesuras, los recreos y los juegos, y desde el que se incorpora a un mapa literario alejado de los grandes centros urbanos, que en los últimos años ha sido rearticulado por la secuencia de propuestas narrativas de autores como Gustavo Espinosa, Damián González Bertolino, Martín Bentancor y Fabián Severo, quienes, desde un mundo periférico, construyen un espacio propio, distanciado de la sistematicidad del burgués e, incluso, del trabajador, y asumen un imaginario propio, con un espesor eminentemente masculino, que reconfigura la tradición –campera, de cultura de masas– y se sustenta en personajes que comparten el desamparo y la soledad, que dan cuenta de una compleja y malograda realidad, entre su entorno, su territorio y su tiempo.

Dentro de este registro, El zambullidor no tiene nada de cuento edulcorado ni visión consoladora, sino que se construye como una criatura anfibia capaz de condensar su medio acuoso y multiplicarlo en múltiples fracciones movedizas, desde la que se transforma en un dispositivo lúdico, de ejercicio de memoria, de identidad perdida, que se puede volver una geografía de la melancolía, o el efecto externo de una inquietud interior. Y que sigue a maravillosos personajes que, por una u otra razón, nunca resultan funcionales al mundo que los rodea.

En primera persona

Desde hace muchos años, Luis do Santos trabaja en una cooperativa de consumo, donde se vende “desde mortadela hasta motos”, contó hace un tiempo a Hoy Canelones. Y agregó: “Algunos quizás puedan verme como un bicho raro haciendo literatura entre góndolas de arroz y muebles brasileros, pero trato de llevarlo bien. Para algunos soy un trabajador que escribe y para otros soy el escritor que trabaja en Cosalco. Si algo he aprendido en la vida es a disfrutar de lo que tengo”.

En un intercambio por correo electrónico, el escritor le recordó a la diaria que llegó a Salto en 1990, y en esa época “hizo de todo”: trabajó descartando naranjas, en la construcción, en una oficina de promoción de cooperativismo, como repartidor, y hasta dio clases de geografía y tecnología en un liceo rural. “Ahora, desde hace 25 años, trabajo en la cooperativa, y después de haber pasado por casi todas las secciones –la época en que más escribí sobre la muerte fue cuando estaba en la sección de fiambrería, por ejemplo–, actualmente soy encargado de compras del supermercado”.

Dice que escribió desde siempre, pero lo primero que recuerda es de sexto de escuela, cuando “le redactaba cartas de amor por encargo, con letra despatarrada e infantil, a un primo mayor que impresionaba a su novia con mis metáforas floridas sobre el futuro y los sueños. Después seguí en el liceo hasta encontrarme con mi primer cuento, una copia descolorida de Pelota de trapo [Leopoldo Torres Ríos, 1948], una película argentina que me había impactado mucho por aquellos días”.

Ya en su vida salteña, se animó a publicar Tras la niebla, un “librito audaz” en el que recopilaba cuentos y poesías. Para él se trató de un proyecto de búsqueda, que ahora ve como un montón de hojas amarillentas, a las que “a veces vuelvo para encontrarme con mi literatura de la emoción y el encantamiento. En esos años escribí mucho para murgas, hice canciones (alguna hasta se cantó en Cosquín), participé en concursos literarios, escribí discursos por encargo, postales para el día de la madre, epitafios, cartas viejas, en fin, fui buscando sin querer una identidad literaria que, pienso, tuvo su primera semilla con la publicación en el año 2008 de La última frontera, una novela que editó la Intendencia de Salto y tuvo una circulación casi doméstica”. Se trata de una obra cercana a la atmósfera de Gabriel García Márquez, que cuenta la historia de Abaite (“pueblo de historias ajadas y difuntos”) desde su fundación, a la vez que se relata la vida de un personaje central, Pedro Serpa, “que termina siendo parte fundamental de esa historia. La novela está empapada en ese realismo mágico de la frontera, donde una niña puede tener poderes de sanación hasta convertirse en santa, o un pai moribundo que trajo el río una tarde memorable puede cortar una tormenta con una cruz de sal sobre la tierra”.

El autor cree que hay un proceso de continuidad entre La última frontera y su nueva novela, además de que comparten temas como la soledad, la tensión, “la presencia a veces agobiante de la naturaleza que forma ciertos caracteres y hasta personajes que aparecen en las dos. Aunque tienen construcciones distintas, en el fondo la voz es la misma, porque ambas tienen el propósito absolutamente inocente de pelearle –aunque sea un pedacito de tierra– al olvido”.

Su motor de búsqueda siempre ha sido la memoria. A partir de ella, y de ser “un trabajador que escribe” a medio camino entre “la pasión y el instinto”, lo más importante es “intentar convertir en historia ese instante sublime” que a veces tienen algunos momentos.

Los supervivientes del río

Pocas veces un entorno ha logrado filtrarse con tanta fuerza en la vida de sus habitantes como en estas páginas. Tal vez por eso mismo, el autor siempre ha reconocido al río como una presencia constante tanto en su literatura como en su vida. “Desde niño, en ese pueblo que se recuesta como un perro manso a la orilla del río Uruguay, rodeado de cañaverales de cañas a veces amargas, que alguna vez cambió de nombre [en 1984 se pasó a llamar Mones Quintela] pero que yo sigo empecinado en llamar Calpica, crecí en el respeto y la devoción por aquel misterio que siempre me evocaron las interminables aguas, y creo que recién ahora soy consciente de eso. En las dos novelas es, sin duda, un personaje más, con oscuridades y trampas y alegrías y sorpresas y sueños, lleno de vidas luminosas y pozos insondables, a veces indescifrable y extraño, como un humano cualquiera”.

Con una lograda narración del jadeo, desde el epígrafe (“La vida istá cosida con pequeños momento y uno intenta encontrar dónde istá la punta del hilo que descosió el resto”, de Viralata, de Fabián Severo), en El zambullidor fluyen imágenes brutales, como el abandono de los pobres a su suerte, y la insistencia en una silenciosa solidaridad entre ellos, que tienen densidad y cambios de dirección, y que, incluso, se confunden con nuestra propia historia, que siempre se convierte en la quejumbrosa historia de los lugares y las personas, como proponía Haroldo Conti.

De la mano del ronroneo vertiginoso del río, cierto balanceo inestable gravita en una constante austeridad de la forma, ya desde el primer párrafo: “El río seguía turbio como en los primeros días de creciente, encrespado por el viento norte, ya con pocos camalotes que bajaban temblando pero vistiendo aún su irresistible marrón de luto [...]. Desde mi alto escondite del monte pude apreciar el vuelo errático de las dos chalanas, los hombres que se hundían en el río y aparecían al cabo de unos minutos resollando sórdidos todos, la cara desfigurada por la desolación y el frío”.

Panoramas

Desde su tiempo orillero, Do Santos dice que ha tenido la suerte de poder presentar en Salto “esa obra increíble que es El inglés”, la última novela de Martín Bentancor (2015), Pensión de animales, de Pablo Silva Olazábal (2015), y Entusiasmo sublime, de Juan Estévez (2017), con quienes comparte más que letras y charlas entrañables. En general, trata de estar atento a lo que se escribe: “Leí a González Bertolino, a Valentín Trujillo, conocí a Pedro Peña –que presentó El zambulluidor en San José–, Espinosa, que es un hombre de río, a quien considero el gran maestro, y tuvo la deferencia de leer el libro y decirme que su lectura le había resultado conmovedora como pocas en mucho tiempo. En fin, soy un poco orejano acá en Salto porque no frecuento los ambientes literarios, pero la publicación de la novela en Montevideo me ha dado la posibilidad de ir creando nuevos vínculos. Hasta me llaman de liceos y escuelas, donde tengo que hacer de escritor casi en serio”.

Contrabandistas y memorias de ticholos

Cuando se le pregunta por su origen fronterizo, dice que él, en verdad, viene de una frontera extraña, porque si uno se para en las barrancas de Calpica, frente al río Uruguay, lo que se ve del otro lado es Argentina, y, a su vez, a 25 kilómetros al norte está el río Cuareim y Brasil. “En ese entorno de monte erizado me crié yo, escuchando increíbles historias de contrabandistas que remolcaban barriles de caña en la inmensidad de la noche y cazadores que cruzaban el río para buscar carpinchos y yacarés, lejos de los focos de la temible Armada Argentina que custodia con saña la costa y las islas, en lanchones tan grises como una tempestad. Mi padre nació en los arrozales de Río Grande, en un pueblo que se llamó João Arregue, donde un día se incendió el Registro Civil y todos cayeron en la manía loca de cambiarse los nombres. Mi abuelo materno fue un vasco genial, el gran Ignacio Ardohain, que tocaba el violín y el saxofón con el alma y sabía escribir como nadie las músicas de la madrugada en el cuaderno pentagramado. Yo hoy apenas intento ser el humilde atizador de esa memoria de ticholos y olor a tabaco con arnique”.

Como si esto no fuera suficiente para justificar el intercambio, Do Santos insiste en el maravilloso balanceo de su historia: “Mi abuela era la reina de la pipoca. Nunca probé un pororó tan suave y sabroso como los que salían de sus reinos. Un día nos enseñó su secreto. Para lograr la mejor explosión del maíz se debía golpear la olla con una cuchara repitiendo en voz alta el nombre de la vecina más chusma del barrio. Entonces mi abuela cantaba: ‘Revienta pipoca María Ciririoca, revienta pipoca María Ciririoca’, y era una alegría para la gurisada escuchar aquella cuerda de tambores que empezaba a tronar dentro de la olla esmaltada. Yo no podía entender la rabia con que mi abuela cantaba aquel conjuro hasta que un día descubrí que la tal María Ciririoca, la muy ladina, era amante de mi abuelo”.

Así como Bentancor retoma la tradición de su padre y de los viejos payadores, Do Santos retoma, “acaso sin quererlo”, ese mundo emotivo, “con la pasión que todo ese territorio de la emoción me despierta. A veces pienso que escribir para mí es como andar sobre un campo de tumbas, donde es inevitable despertar algún fantasma. Entonces uno tiene dos opciones, huir o enfrentarlos. Lo que trato de hacer con la literatura es amigarme con esos fantasmas. Sé que siempre van a estar ahí, como una cuña entre la felicidad y el delirio, pero escribir me anima a faltarles un poco el respeto”.

Aunque pasó el tiempo, Calpica siempre sigue estando presente, y él, en verdad, nunca se fue del todo. Esto lo supo desde el primer día que volvió de San José, a donde había ido por las vacaciones de julio. En ese entonces llegó al pueblo, y, desde el último asiento de la Onda, vio aparecer despacito a los cañaverales. Entonces brotaron sus primeras lágrimas de destierro. “Creo que ese día descubrí dónde se aloja la verdadera soledad, ‘esa tenia enquistada a la izquierda de la segunda costilla, que duele en cada suspiro como una puñalada’, como dice uno de los personajes de mi novela. Eso lo explicó todo siempre. Creo que mientras escriba sobre la muerte y la alegría, sobre las palabras justas y los silencios largos, mientras escriba sobre la vida atrás de la vida, sobre el amor y los adioses y las cosas nunca dichas, voy a seguir volviendo a Calpica”.

Severo plantea que, en la frontera, uno no elige quién quiere ser. Por eso, sus narradores advierten que quien “no conhece la frontera / no sabe lo que es la soledad”. Do Santos coincide con que la frontera moldea. “Cuando pienso en la frontera intento despojarme de cierta nostalgia rara que me envuelve a veces. Entonces me acuerdo de la noche en que Celestino hizo inolvidable un baile que casi se suspende por falta de orquesta”, y fueron solo él y su armónica endemoniada. “Y me vienen a la mente los cuentos de mi abuelo Pedro, y las carcajadas de mi abuela Quita, fumando un tabaco brasilero armado con chala de choclo secado en la ventana, y vuelvo a cantar las canciones de la caña y agradezco a los empachos que alguna vez me curó la Ña Rufina, porque estoy seguro de que tienen algo que ver con ese misterio que a veces se devela en los hallazgos literarios”, dice, liberando una sucesión de resonancias y afanes de aventuras.

El zambullidor, de Luis do Santos. Montevideo, Fin de siglo, 91 páginas.