La Muestra de Cine Coreano es una gran iniciativa de la Embajada de la República de Corea (del Sur) junto al Korean Film Council, asociados con la cadena Life. Las funciones son en el Alfabeta con entrada gratuita. La muestra contornea los directores de mayor circulación internacional, y no hay ningún título de los pocos autores coreanos cuya obra haya estado medianamente representada en pantallas uruguayas (Hong Sang-soo, Kim Ki-duk, Park Chan-wook, Lee Chang-dong, Lee Jeong-hyang). Con una excepción, este es nuestro primer contacto con seis directores de distintas generaciones de una de las cinematografías más potentes de la actualidad. La muestra se extiende hasta mañana, miércoles, así que todavía hay oportunidad para asistir a algunos de sus seis títulos.

Una fantasía en pleno verano (Han yeo-reum-ui pantaji-ah, de Jang Kun-jae) es la única coproducción de la muestra. Partió de un encargo de la prefectura de Nara, Japón, para realizar, en un plazo mínimo y con presupuesto exiguo, una película original en esa región japonesa. En la primera parte, en blanco y negro, un director de cine explora la ciudad de Gojo y una aldea cercana, entrevistando personas y recogiendo insumos en entrevistas con los lugareños, que hablan a la cámara en estilo documental. De pronto todo cambia a color y empieza otra historia que, poco a poco, nos percatamos que podría ser la realización concebida a partir de ideas sugeridas en la primera parte. Esta sección es una historia de amor fugaz de viaje entre una turista coreana y un joven de Gojo, que combina las extensas caminatas con conversaciones, a la manera de Antes del amanecer (1995), pero en forma más quieta e irresuelta, como en Perdidos en Tokio (2003). El esquema de la segunda parte no es tan original, pero la realización es sensible y afectiva, y los personajes son entrañables. Pero lo más interesante es la manera en que elementos de la primera parte –una locación, una foto, un sueño, una anécdota– dan origen a elementos de la película de la segunda parte, en forma siempre impredecible. El aspecto más evidente es el vínculo del director ficticio con su bonita traductora/asistente: todo es muy educado y cordial, pero la despedida escueta de ellos en la puerta del hotel se transmuta, en la segunda parte, en un momento de gran sensualidad y emoción amorosa. Ambos personajes femeninos están interpretadas por la misma actriz, sugiriendo que el director de la ficción eligió a su asistente como actriz para su película. La gran directora japonesa Naomi Kawase es una de las productoras e impulsoras de esta obra conmovedora y delicada. (Hoy a las 19.30).

La primera vuelta (Cho-haeng) es la segunda película de Kim Dae-hwan, y fue reconocida en el último Festival de Locarno con el Leopardo al mejor director emergente. Seguimos a la pareja de Su-hyeon (él) y Ji-young (ella), dos jóvenes que viven juntos hace siete años. No tienen hijos, pero ella quizá esté embarazada: qué momento. Hacen visitas (algo incómodas) a los padres de ella en un barrio lejano de Seúl, luego a los de él en un pueblo costero. Los planos son extensos y con cámara en mano, y cada uno equivale a una secuencia (nunca hay cortes en una misma escena). Las escenas parecen ser recortes caprichosos de momentos de la vida: Su-hyeon se percata de que no recuerda dónde dejó el auto y se ponen a buscarlo; corta y los vemos adentro del auto en pleno viaje. Están en la carretera y se dan cuenta de que no están seguros de qué camino tomar; corta y ya llegaron a destino. Desde el punto de vista estrictamente narrativo, la pérdida del auto o el desubique en la carretera son desperdicios anecdóticos. El efecto principal es llamar la atención sobre el corte y la elipsis. El espectador aprecia la película en dos canales paralelos: sigue qué ocurre con los personajes y, al mismo tiempo, contempla cierta “deliberada falta de propósito” (la expresión es de John Cage) en la composición de la obra. El vínculo vago entre escenas es un pretexto para un juego temporal intrigante: hacia la mitad de la película hay una escena en que suena un llanto de bebé fuera de campo y Ji-young se para, quizá para atenderlo. ¿Es un flashforward –afirmando que finalmente sí tendrán el bebé–? ¿Es alguna otra cosa? ¿Me habré perdido de algo? El recurso está tan por fuera de todo que tenemos la tendencia a desconsiderarlo. La película construye un clímax casi al final, en la bonita escena con el auto parado en la mañana fría: los personajes salen del auto pero la cámara permanece, y el diálogo lo tendremos que inferir por sus gestos y actitudes. Como impresión más general y antropocéntrica, queda la visión muy tierna de una pareja especialmente compenetrada, en la que los dos personajes siempre tienen cosas para decirse y siempre se escuchan y buscan comprenderse. Queda claro que nada de eso es suficiente para evitar roces e insatisfacciones (la inseguridad de Su-hyeon con respecto al embarazo sobrepasa la necesidad de contención que siente Ji-young), pero, en definitiva, hay un bello optimismo en la idea de dos personas que están entregadas a hacerse compañía y seguir la vida juntos. (Mañana a las 22.00.)

Un aspecto característico de esta muestra, al menos en sus dos últimas ediciones, parece ser el empeño en promocionar, a la par del cine “de arte” o “autoral”, el cine coreano de entretenimiento. Quizá el fenómeno del k-pop ayudó a pasar el mensaje de que los países asiáticos pueden ser exportadores globales masivos de entretenimiento. Y bueno, quizá sí. Selección nacional 2 (Gukgadaepyo 2, de Kim Jong-hyeon), por ejemplo, es tremendamente divertida y emotiva. Es, también, como mucho del k-pop, muy imitativa, sin el grado de originalidad que se puede encontrar en el cine arte coreano. Se trata, en sus líneas generales, de una clásica película deportiva. Está basada en la historia real del equipo nacional femenino de hockey sobre hielo. Según la película, el equipo fue formado como una especie de fachada, porque su existencia era requisito para que Corea pudiera candidatearse a albergar los Juegos Olímpicos de 2004. No había un solo equipo femenino de ese deporte en el país, y la “selección” se armó a partir de un llamado para el que fueron aceptadas mujeres con poca o ninguna calificación, algunas de las cuales nunca antes habían jugado hockey. Sin embargo, se partieron el lomo practicando y, cuando se enteraron de que en realidad no había un plan real de enviarlas a torneo alguno, se sintieron traicionadas y protestaron. Finalmente fueron enviadas a los Juegos de Invierno de Japón en 2003, y aunque no sacaron medalla, no hicieron un mal papel y ganaron apoyo popular como para seguir existiendo. (De hecho, en forma increíble, actualmente el seleccionado está calificado como el 16º del mundo en su categoría). Lo que la película tiene de más exótico para nosotros es quizá lo menos atractivo, es decir, un tipo de humor que nos resulta ingenuo e infantil: el entrenador alcohólico y torpe, la jugadora grandulona y bruta, la coqueta que sólo piensa en maquillarse, el niño que se hace caca encima y huele mal. Pero la película no se limita a eso. Como quien no quiere la cosa, se arma una historia bastante sólida y no tan simple con respecto a los vínculos humanos. La cinematografía de los partidos es espectacular, y sumada a la trama anecdótica que los pone en contexto, te guste o no te guste el hockey sobre hielo, querés saltar de la silla para hinchar por esas muchachas. Hay otra línea importante, además, que tiene que ver con la protagonista, Ji-won, una defectora norcoreana. La situación, cuidadosamente preparada en detalles que inicialmente parecen superfluos pero que veremos que fueron planteados en el guion como en un mecanismo de relojería, estalla en el partido de Corea del Sur contra Corea del Norte, y acá moviliza otras cuestiones: la de la lealtad, la de una nación partida al medio, la de los lazos familiares y el afecto entre hermanas. Y también puede llevar a las lágrimas. Esta película es mucho más divertida y emotiva que la mayoría de las cosas que hay en la cartelera. (Hoy a las 22.00).

Mañana a las 19.30 se exhibe también el drama histórico Dongju: el retrato de un poeta, de Lee Joon-ik, a la que no pude asistir. Las demás películas ya no se vuelven a dar, pero son, por suerte, las menos lucidas de esta muestra.

Detective 2: El secreto de la isla perdida (Joseon Myeongtamjeong: Sarajin nobeui ddal, de Kim Seok-yun) atrajo a casi cuatro millones de espectadores en Corea. Es la segunda entrega de una serie alrededor del detective Kim y su ayudante Seo-pil, y tiene una escena después de los créditos que prepara la tercera película (anunciada para este año). Kim es una mezcla de McGiver, Indiana Jones, Sherlock Holmes y Jack Sparrow (Piratas del Caribe). La acción transcurre a fines del siglo XVIII. La producción es vistosa: amplias escenografías, vestuarios elaborados, efectos especiales, montones de extras, movimientos de cámara llamativos, locaciones preciosas, mucha acción. Hay unos cambios de tono que, al menos para nosotros, extranjeros, suenan extrañísimos, porque esencialmente se trata de una comedia ligera con carreras desenfrenadas, y de pronto, sin anestesia, estaremos lidiando con asuntos trágicos, que tienen que ver con la miseria y la esclavización de mujeres. La imagen desgarradora del mar lleno de cadáveres de niñas flotando –poderosa alegoría feminista– convive con escenas circenses en que una mujer retratada como ridícula persigue a Seo-pil, que logra esquivarla porque es gorda y ya no es joven. Lo que no creo que sea imputable a diferencias culturales son los saltos lógicos de la historia: ¿por qué, luego de una misión exitosa, Kim es confinado al exilio? ¿Qué interés tiene el alto funcionario interpretado por Jung Won-joong en ayudar a Kim si, luego, veremos que eso va frontalmente contra sus intereses?

La directora Yim Soon-rye es la única de la muestra que ya había aparecido en la cartelera montevideana (su película El momento para siempre fue exhibida por Cinemateca en 2007). Su nueva realización, Pequeño bosque, está basada en un manga japonés conocido como Little Forest (2002). (El título coreano, Liteul poleseuteu, es una adaptación fonética del título en inglés, al igual que el original japonés Ritoru foresuto). Es una película feel good, sobre una muchacha que, desencantada con la vida en Seúl, decide regresar, luego de muchos años, a la propiedad rural familiar. Hay un elemento confuciano de integración social: en una nación cuyos aspectos más descollantes y mediáticos tienen que ver con el entorno urbano y la modernidad, la película pinta lo rural en forma positiva. El campo es precioso, no genera estrés, y también puede verse como juvenil. En vez de mostrarse como ignorancia, la cultura rural aparece como un riquísimo patrimonio de saberes y de técnicas que los jóvenes son desafiados a dominar. Todas las posiciones sociales están bien: el cartero es sabio, responsable y útil, y también la vendedora de la feria. La película se estructura en función de las estaciones del año, fuertemente caracterizadas. Pero quizá lo que tenga de memorable son las múltiples escenas de cocina, en las que Hye-won, la muchacha, prepara una cantidad de platos exóticos con algunos ingredientes que son, para nosotros, insólitos (flores fritas, madera raspada, caqui resecado), todo fresquito, plantado o recogido por la protagonista, y preparado con una cantidad de utensilios de calidad como para dar envidia a cualquiera que sienta una mínima afición por la culinaria. Es medio deprimente salir de ver esta película y comer, yo qué sé, una muzzarella. No hay conflictos ni antagonistas. Incluso el triángulo amoroso que se arma entre Hye-won, su amiga Eun-sook y el vecino Jae-ha queda sin resolución, asexuado, en nombre de la armonía. Recién hacia el final hay un pequeño apunte sobre las trampas tendidas por el clima y los dolores de espalda propiciados por algunos tipos de cosecha, pero todo es superable.