"Una historia de Star Wars", nos aclaran, como si la película anduviera un poco perdida dentro de la megasaga de la familia Skywalker. Y un poco lo está, aunque no es necesariamente algo malo ni quiere decir que esté desconectada de la línea principal. El asunto es que no pertenece al grupo de películas y series que hace avanzar la gran narrativa, ni al otro, el que va hacia atrás para develar el surgimiento de personajes, conceptos, misterios.

Maticemos un poco: Han Solo sí cuenta un origen –obviamente, el del carismático héroe epónimo– y sí responde algunas preguntas, pero son absolutamente menores: por qué su apellido (no tiene familia), cómo logró recorrer el Corredor de Kessel en 12 parsecs (cortó camino), cómo consiguió su nave (ganó el Halcón Milenario en una apuesta), por qué es tan buen piloto (le gusta desde chico y entrenó con el Imperio), cómo conoció a su compinche, el peludo Chewbacca (bueno, eso sí es interesante). La enumeración habrá dejado claro que es una película de aventuras, y en eso no es distinta del resto de las de la saga. El tema es que es sólo eso: falta el componente místico/religioso (la orden de los Jedi, la veneración a la Fuerza) que, más que la política o los afectos, alimenta tanto la continuidad emotiva de secuelas y precuelas de Star Wars como el culto renovado de su público, que ya acumula tres o cuatro generaciones de fieles.

Es más: en inglés Solo aparece frecuentemente descrita como un space western, lo que en una traducción apurada sería “una de vaqueros en el espacio”, aunque para los usuarios frecuentes de la etiqueta en realidad designa al campo común entre la ciencia ficción y los relatos del avance hacia el Oeste de los emprendedores cowboys estadounidenses: expansión territorial, desplazamiento de otras civilizaciones, mucha acción. En lo último, justamente, está lo mejor de Solo: el segmento del robo a un tren, tan de película de vaqueros, posiblemente sea su escena más recordable, por lo menos en lo inmediatamente visual. Pero la ciencia ficción –que la tiene, y en mayor medida que el resto de las películas de Star Wars– no está relacionada con el western, sino con la inteligencia artificial, y de manera bastante problemática.

Tal vez para sintonizar con la oleada de películas y series que exploran las fronteras entre la conciencia humana y la de los androides (Blade Runner 2049 (2017), Ex Machina (2015), Westworld (2016), Black Mirror (2011), en Solo aparece L3, una robot modelada en una mujer afro, que milita por la igualdad de las máquinas. Esta causa, que alcanza para dotar de impulso épico a las series y películas recién mencionadas, acá aparece ridiculizada, y el sacrificio final de L3 resulta apenas un apoyo lateral para los personajes protagónicos. Que los robots sean chatarrescos y que su liberación dependa de la quita de un enchufe tal vez ayude a ver sólo el costado cómico del asunto, y ciertamente en modo comedia se aborda la relación romántica entre la androide y un personaje humano (el pícaro Lando Calrissian), pero en todo caso, se trata de un tratamiento bastante pobre del debate –cada vez menos especulativo– sobre la relación entre la inteligencia artificial y la otra.

Aunque pensándolo mejor, una reflexión de ese tipo tal vez hubiera sido un agregado demasiado arriesgado al temario de Star Wars. Solo no fue concebida para expandir el universo sembrado por George Lucas hace 40 años, sino para entretener a los fans sin complicarlos. En este sentido es bastante singular: si en los últimos años la compañía Lucasfilm (propiedad de Disney) ha buscado ordenar la proliferación de cómics, novelas y series animadas de Star Wars en una trama coherente –pautada por grupos de trilogías fílmicas–, hasta ahora lo normal era encontrar (o buscar) en cada una de esas historias, fueran “canónicas” o no, algún elemento que aportara sentido al relato macro. Acá, en cambio, no se suelta un dato relevante ni se presenta personaje alguno con posibilidades de desarrollo. Incluso Rogue One (2017), la primera película oficial que escapa a las sacrosantas trilogías vertebrales, cuyo final era más obvio que el de Titanic (1997), se las arreglaba para dotar de sorpresas –y mucho dramatismo– a la saga.

En ese plan de no perturbación de la Fuerza –perdón, del fan–, Solo funciona. Tampoco despertarán grandes quejas los actores elegidos: Donald Glover, el artista estadounidense del momento, redondea un aceptable Lando Calrissian joven, mientras que Alden Ehrenreich tiene la gestualidad y el aura bandida de Harrison Ford, el Han Solo original. No sólo por esto el espectro de Ford atraviesa el film, sino porque en su pura vocación por la aventura preadolescente Solo recuerda a Indiana Jones y los cazadores del arca perdida (1981), una película que él protagonizó y que fue una creación de Lucas y Lawrence Kasdan; este, que también coescribió El imperio contraataca (1980), el punto alto de la trilogía original de Star Wars, así como otras entregas de la saga, delegó sus responsabilidades para Solo en su hijo Jonathan. Total: todo en familia y todo bastante conservador, aun para el contenido esquema general de Lucasfilm. El ecléctico Ron Howard, convocado como director de emergencia, no ingresará al mausoleo de Star Wars como un sacerdote destacado, pero tampoco como un hereje.

Han Solo: una historia de Star Wars | Dirección de Ron Howard Estados Unidos, 2018.