Hay algo extraño en Juan Stoll cuando entra al bar semivacío. El tipo es igual al de siempre, como esos dibujos animados que mantienen la indumentaria capítulo a capítulo. Sin embargo, detrás de su conocido caminar un poco desgarbado, la boina desgastada, la chaqueta alemana y la barba desprolija, hay algo que no cierra. Se sienta. La luz de la plaza Cagancha brilla en la visera plástica de su boina y ahí me doy cuenta: es la primera vez que me cruzo a Juan Stoll de día.

Todas las versiones del inclasificable vocalista de Genuflexos son nocturnas: conocido habitué de Clash City Rockers, dueño de abrazos que bordean la violencia y frases que la mitad de las veces se entienden a medias. O también, uno de los más extraños casos de presencia escénica en Uruguay: el cuerpo erguido como una tabla dando pequeños saltitos, el puño cerrado sobre el micrófono tapando parcialmente la voz como David Yow, de Jesus Lizard, cantando desde el interior de una bolsa gigante, como un niño burbuja que podría contagiarse al mínimo contacto con el exterior, o como si fuera un espermatozoide que se hubiera autofecundado y crecido en el interior de un condón abandonado, como un bonsái dentro de las paredes de látex. “Había dejado afuera la bolsa porque la había meado un gato. La tenía separada porque la iba a usar en este toque, pero hace unos días fui a buscarla y creo que mi vieja la tiró. Ahora tengo que ir a comprar un pedazo de nailon y volver a hacérmela a medida de nuevo”.

Esa no es la única preocupación de Stoll: desde que se levantó tiene un pinzamiento en la espalda que a veces hace que se le cierre el pecho por el dolor, hasta perder súbitamente la voz, algo que no sería preocupante salvo porque mañana se presenta el último disco de Genuflexos (junto a las bandas Ácido Canario y Tangente) en Bluzz Live.

La herida viene de la época en que trabajaba en una panadería, a 20 pasos de la casa de sus padres, a 150 pesos el jornal. “El dueño me mandó cargar una bolsa de 50 kilos de harina, y sentí un crac”. Desde entonces el dolor ha ido yendo y viniendo, acompañando a Juan en diversos laburos, casi siempre mal pagos. “Ahora estoy trabajando poniendo la membrana con soplete en un techo en una casa de Carrasco. Todo bien con la mina que me contrató, pero yo tengo vértigo. Ahora ya medio que le agarré la mano a trabajar en las alturas. Meto el arnés, pongo la cuerda en un gancho y es como si estuviera jugando a Indiana Jones, yo qué sé”. 35 años, trabajo en altura, con vértigo y con la espalda jodida, pero lo realmente importante es el toque del sábado.

Entre otros laburos, Juan trabajó en el catering de algunas películas, como Whisky –insigne obra de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, su hermano–. Fruto de ese trajín laboral, su vida y los proyectos de su hermano terminaron entrecruzándose: Pablo, luego de la muerte de su compañero de fórmula, decidió hacer una película experimental, prácticamente muda y levreriana, en la que su hermano menor sería el protagonista. Hiroshima (2009), pese a ser un proyecto pequeño que tuvo la inteligente idea de ser exhibido sólo los fines de semana en unas pocas salas –como si fuera, más que una película, la presentación en vivo de una banda–, tiene uno de los comienzos más contundentes del cine nacional: Juan sale tempranísimo de trabajar en una panadería, se coloca los audífonos y la cámara lo sigue de espaldas en un lento travelling rumbo a su casa, mientras se oye una composición instrumental de Genuflexos. La caminata dura cerca de seis minutos y retrata a la perfección ese universo medio autista del protagonista, pero también de una juventud entera (el slackerismo uruguayo también retratado en 25 watts, pero menos verborrágico y más raro).

“Había pasado lo de Rebella, y entonces fue una cosa introspectiva de mi hermano. Creo que la idea era un cacho de Rebella; Juan tenía una banda de rock, quería ser rockero, pero medio que se cagaba, y había tenido varias ideas de una película sobre gurises que quieren formar un grupo. Fue ahí que nos eligieron a nosotros. Después, el personaje está basado en varias cosas que me pasaron. Había trabajado en esa panadería, que quedaba re cerca de mi casa; en la película está mucho más lejos y es toda esa escena del comienzo. Pero también me pasó que fui el primer número que salió en ese concurso para trabajar en AFE. Era un trabajo que tenía que ver con algo de los rieles de los trenes. Cuando me presenté caí con terrible resaca, hecho mierda, jediendo a vino, autoboicot total, y no me agarraron. Tengo un amigo que también había quedado en ese concurso y sigue trabajando en AFE hasta el día de hoy”.

Con Hiroshima pasa algo interesante. La voz de Juan Stoll no se escucha hasta la escena final, cuando, luego de derivas levrerianas por balnearios y hoteles semivacíos, cae al toque de su banda y comienza a cantar. La voz descubierta recién a esa altura del metraje tiene un doble efecto: por un lado, su revelación tiene el golpe de un twist asombroso de película de terror; por otro, que no haya diálogos o intervenciones suyas antes hace que la particularísima forma de cantar de Juan sea, efectivamente, su voz.

Tratar de explicar la voz de Stoll es complicado. Casi todos los vocalistas tienen una o dos formas de cantar, y lo que hacen es estirar su estilo dentro de cierto rango para adaptarse al tema o al tono de lo que están cantando. Con el vocalista de Genuflexos pasa lo contrario: más que jugar dentro de cierta cartografía de su rango, cambia de estilo y voz no sólo canción a canción, sino dentro del mismo tema. Casi se podría ir anotando un cast de los personajes que aparecen en un mismo tema, como si Stoll fuera un medium jugando a la ouija en una casa llena de fantasmas. A veces gutural, a veces mefistofélica, a veces chillona, a veces aniñada, otras melodramática, y casi siempre en una especie de protoinglés que parece un dialecto o una auténtica glosolalia, Genuflexos parece invertir el sojuzgamiento de la forma de cantar por la letra, haciendo que esta –o, más que la letra, las palabras– esté al servicio de las expresionistas inflexiones y de los microclimas.

Uno de los temas más representativos de este estilo se encuentra en “Cagancha”, la mejor composición de su último disco, Comienzo y fin del espacio. En un momento la canción entra a un vórtice en el que se superponen un montón de voces que, a primera oída, parecen de varias personas, pero que salen sólo de la garganta de Juan. De pronto, una de esas voces –de las pocas que parecen hablar español– dice: “Con un cadenazo en los dientes, te parto la cabeza”, y uno juraría que lo que acaba de escuchar fue una gentil colaboración de Pedro Dalton detrás del micrófono, pero al preguntarle a Stoll dice que no, que Pedro es un referente pero no colaboró en el disco. Lo mismo puede decirse de algunos interludios en los que parece invocarse a Adrián Garza Biniez. Ambos músicos, desde su primer álbum, Ex cine Trocadero, han sido influencias innegables de la banda. Por el lado de Dalton y Buenos Muchachos, por momentos parece que Genuflexos se hubiera metido en “Grabaciones del cuarto rojo” (esa serie de bonus tracks experimentales que aparecen en el disco Aire rico) como si fuera una especie de Black Lodge lyncheano en el que montaron campamento para no salir más. En ese sentido, Genuflexos no sería la primera banda uruguaya que tiene a Buenos Muchachos como influencia de cabecera, pero sí la que lleva a mayor grado exponencial su costado experimental, incluso más que la banda de Dalton y compañía. El otro elemento heredado de los Buenos se puede escuchar en las guitarras de Guillermo Stoll y Manuel Rilla, con efectos y arpegiados medio milongueros que deben un montón en sonido y técnica al dúo Topo Gustavo Antuña-Marcelo Fernández.

Sin embargo, la referencia que aparece una y otra vez es Biniez, casi miembro de la banda, del que varios integrantes eran fanáticos. “Mi hermano me mostró aquel primer disco de Reverb [banda de Biniez en Argentina] y le pregunté: ‘¿esta banda qué es?’. Me sorprendió porque tenían una forma de cantar que nada que ver. Al poco tiempo, fui a verlos en vivo y me hice fanático: me sabía todos los temas de memoria y me partió la cabeza. Ahí el Garza se empieza a hacer amigo de mi hermano Pablo y en un momento se junta con Guillermo a ensayar. Un día entro y ahí, en el fondo de mi casa, está mi ídolo, y fui metiéndome de a poco a ver los ensayos”. La inclusión de Juan no fue inmediata: “Yo estaba medio reacio a formar una banda. Había pasado por una mutación, entré a fumar porro, de un día para el otro me aparté de toda la gente del barrio; mis otros hermanos eran mucho más sociales. A mí no me gustaba todo el detalle de las banditas, me gustaba lo de cantar pero me rechinaba toda la movida. Y no me gustaba casi nada de música. Excepto Reverb”.

Es en ese proceso que comienza a probar suerte detrás del micrófono. “Al principio éramos dos que cantábamos y los temas estaban hechos a dúo. Si vos escuchás nuestro primer disco, Ex cine Trocadero, tiene algo raro, que es que todos los temas están grabados por mí, pero en realidad son composiciones en conjunto con el Garza. Y como el Garza se fue alejando [estuvo al principio en los ensayos, pero no llegó a grabar con la banda], yo las reinterpretaba”. Efectivamente, en este primer álbum se nota la influencia de Adrián casi al punto de la mímica, pero en esta extraña imitación se encontraría el germen de mucho de lo más interesante del estilo de Stoll, así como de Genuflexos como banda.

Pasada la media hora de entrevista aparece Manuel Rilla, guitarrista de la formación, pero que de alguna manera es el amo de las tijeras, responsable de darles forma a muchos de los desvaríos del proceso compositivo. “Para nosotros, ensayar con el Garza fue como hacer las inferiores con [Juan Román] Riquelme. En esa época nos ponías al Garza y a Frank Black, uno al lado del otro, y no sabíamos con quién nos quedábamos”.

En algún sentido, si Juan Stoll encarna el ello freudiano de la banda, Rilla sería el superyó. Juan lo describe así: “Manuel es el tipo que va a jugar al fútbol 5 y, aun ganando, se va caliente porque el equipo jugó mal”.

Con respecto a la forma de componer, Rilla dice: “El proceso, más que de prueba de error, es más de grabar mucho caseramente y después escuchar y recopilar lo mejor de eso y armar. Como decir ‘ah, mirá esto, si lo combinamos con esto otro funciona mejor’. Está armado por partes, más que por canciones”. Stoll acota: “Por ejemplo, la versión original de ‘El último nefilim’ no la escuché hasta que salió. Era un tema que había hecho Portillo, y toda la construcción fue un recortado y montado en posproducción. Todo lo que hice yo con la voz y lo que cantaba fue montado y terminó apareciendo en otras partes. Ahí lo escuché y fue tipo ‘¿qué hice?’. Me dijeron: ‘No importa, ahora lo que tenés que hacer es esto’”.

Los temas de Genuflexos aparecen luego de que el cirujano da la última puntada, con el cuerpo bien cerrado, ya con todos los órganos reordenados. A diferencia de casi todas las bandas, en las que siempre se trata de componer, ensayar, ensayar y ensayar hasta tener algo digno para grabar, Genuflexos parte de mutar, grabar, grabar y grabar, para recortar y reordenar y, a partir de eso, saber qué forma tienen los temas. Recién después se empieza a ensayarlos propiamente. En ese sentido, Juan Stoll escucha su voz reordenada y segmentada como si fuese la primera vez, como si fuese un intérprete haciendo de sí mismo, tal como lo hizo en su momento con el Garza cuando dejó la banda.

“Nuestra forma musical tiene unas características raras, porque no somos tan buenos ejecutantes, y a veces las cosas surgen más del no entendimiento, porque cada uno está en su mundo. Es por eso que es difícil de componer en el ensayo. Lo hacemos grabando mucho, escuchando y viendo por dónde va. Capaz porque a mí no me gusta improvisar tocando en vivo. También se trata de saber nuestros errores y de ir reduciendo las posibilidades de cagarla. Todo lo que hacemos, en definitiva, es ficción”, dice Manuel, como si se fuera derritiendo sobre la mesa.

Escucharlos a ambos comentar la composición o la idea detrás de los temas es entrar en terrenos extraños, distintos de una conversación sobre compases, estribillos o puente. “Nosotros no tenemos mucha idea de lo que Juan está cantando; sólo nos interesa lo estético del sonido y cómo se pega a la canción”. Cuando uno ve a un loco gritando en la calle, pocas veces se detiene a escucharlo. Las canciones de Genuflexos son lo que empezamos a entender cuando les prestamos atención.

Le pregunto a Stoll cómo se ve, después de tantos años de estar en escenarios. “Ahora me produce placer, antes era más el placer de los ensayos que el de los toques. Ahora es al revés. Fue un poco con eso de empezar a jugar con lo que yo quería hacer para perder la vergüenza y el miedo. Antes decía que me gustaba tocar de espaldas o mirando el piso porque quedaba bueno, pero yo en realidad no quería hacer eso. El primer toque lo canté todo de espaldas porque quería concentrarme y quería acordarme bien de las canciones. El Garza dijo: ‘Dale, cantamos mirando para allá’, y yo canté mirando la pared, y de repente vi al Garza con la cabeza adentro de un tambor. Después empecé a descubrir cosas que me gustaría meter en el escenario, cosas que me gustaría ver, y empecé a utilizarlas, como aparecer envuelto en plástico en un tema, o con una máscara de ojo en otro, como si lo tuviera anotado. Ahí empecé a disfrutarlo más”.

Los dos se levantan y salen del bar. En una pequeña epifanía, Juan vuelve a la mesa, se roba 15 escarbadientes y se los mete en el bolsillo. Sale del bar y se acomoda la gorra. Es difícil preguntarle qué querrá escarbar, qué querrá sostener o qué querrá pinchar, pero allá va, 35 años, espalda jodida, una de las voces más extrañas de nuestra generación.

Genuflexos | Manuel Rilla (guitarra), Juan Stoll (voz), Jorge Portillo (bajo), Mauricio Ramos (percusión) y Guillermo Stoll (guitarra).