Como quien no quiere la cosa, hace 20 años que se plantó la semilla que separaría a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (los Redondos para todo el mundo, que, no en vano, es redondo). O al menos por esa época nació la razón que sus protagonistas esgrimieron cuando sacaron la ropa sucia. En diciembre de 1998 presentaron su por aquel entonces reciente disco, Último bondi a Finisterre, con dos shows repletos en el estadio de Racing de Avellaneda, que fueron filmados con estándares internacionales para, algún día, ser publicados en CD, DVD o lo que fuera. La custodia de ese preciado material quedó a cargo de dos miembros de la Santísima Trinidad Ricotera: Skay Beilinson –guitarrista, compositor– y La Negra Poli –su esposa y mánager del grupo–, pero no de Carlos Alberto Indio Solari, la voz cantante, compositor, y la otra pieza del tridente. A partir de entonces, el Indio mostró en varias oportunidades sus ganas de obtener una copia del material. Dale que va, dale que va. No le dieron cabida. En 2001, después de un toque en Córdoba –que a la postre sería el último del grupo–, ante otra negativa de Skay y Poli, el Indio se dio cuenta de que estaba frito, angelito. Varios años después, por fin Solari pudo ver el material, pero porque alguien lo filtró en Youtube, donde todavía sigue estando. Completito.

Sea por los videos o no, lo cierto es que los Redondos llevan 17 años separados, y en ese tiempo Skay lanzó seis discos como solista y el Indio sacó cinco, es decir, 11 álbumes en total, que ya son más que los que editaron con su antigua banda. Pero, claro está, el tema es la calidad, no la cantidad. Por eso sigue siendo imposible analizar cualquier disco de un ex redondo sin que lo tape la sombra de su antigua banda, que fue grande, muy grande. Y hablamos de su obra, no de todo lo demás, que muchas veces parece más grande que la música (algo que resulta extraordinario de los Redondos es que eran realmente brillantes, más allá de la cantidad de gente que los iba a ver y decía que eran brillantes).

A grandes rasgos, la diferencia entre los estilos de Beilinson y Solari como solistas radica en que a cada uno le falta lo que tiene el otro, que es lo que hizo que la música de los Redondos fuera tal. A saber, por más que se codee con buenos guitarristas, el Indio no tiene la capacidad arreglística y riffera de Skay –capaz de crear infinitas líneas de guitarra pegadizas y coreables–, y este no tiene la habilidad letrística y melódica del primero –capaz de crear melodías vocales igual de pegadizas y versos con mucha información condensada y destino de eslogan–. Una frase archiconocida como “si no hay amor, que no haya nada entonces”, de “El tesoro de los inocentes” –incluida en el homónimo primer disco solista de Solari–, se puede inmortalizar en paredes y ropas; en cambio, un riff como el de “El gourmet del infierno”, del segundo disco de Skay, no se puede escuchar en una remera ni lo puede escribir en mi pared la tribu de mi calle. Es por lo de siempre, que la música es abstracta y las letras no –por más que se las quiera enturbiar hasta la más absoluta oscuridad–, que eternamente se habló más de la palabra ricotera que de sus acordes. La música es voluntad; la letra, representación. Un sintagma se puede interpretar para todos los gustos (existe un libro titulado Filosofía ricotera –2014–, en el que su autor engancha las letras con Karl Marx y Friedrich Nietzsche...); en cambio, la música, vaya empresa (¿cuántos libros conocen de semiótica musical?).

Es por esto de la inaccesibilidad de los riffs, sumada a que el Indio siempre fue la cara visible de los Redondos –paradójicamente, menos visible que la de cualquier otra banda– y a que suele incluir numerosos temas ricoteros en sus shows como solista, que quedó como la continuación espiritual de Patricio Rey. Pero en sus discos siempre se notó que faltaba la mitad de aquel espíritu (aunque los álbumes solistas del Indio se asemejan bastante a algunos pasajes de los dos últimos de los Redondos, en los que Skay pareció perder un poco de peso gracias a la obsesión del Indio por las chucherías electrónicas).

El ruiseñor

El ruiseñor, el amor y la muerte vio la luz hace dos semanas y es el nuevo disco de estudio de Solari. En el lustro que pasó desde su antecesor, Pajaritos, bravos muchachitos (2013), sucedió de todo un poco dentro y fuera del mito del calvo cantante. En el show masivo de Tandil (en marzo de 2016), junto a su banda, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, confesó que “Míster Parkinson” le andaba pisando los talones “hace rato”, pero que, de todas formas, no lo iban a bajar del escenario “así nomás”. Ese espectáculo fue parte de un documental producido por Vorterix, titulado Tsunami: un océano de gente, que mechaba parte del show con una entrevista de Mario Pergolini a Solari en la que, visiblemente emocionado, volvió a hablar de “traición” al referirse a Skay. ¿Tanto por unos videítos? Meses después, en marzo de 2017, el Indio dio otro de sus shows multitudinarios, esta vez en Olavarría, donde hubo confusión, avalanchas, infinitas interrupciones y dos muertos. Volvieron a acechar los fantasmas de las viejas misas ricoteras. Los medios masivos, para variar, se hicieron un festín. Parecía ser el último toque de la carrera del Indio. Por ahora, lo es. Pero el cantante, con 69 años, todavía puede cantar con la prestancia de un ruiseñor.

Pulso rápido. Acordes de eléctrica que se largan amenazantes y le dan paso a la voz del Indio, la de siempre, reconocible a 50 metros de un parlante y con tapones en los oídos. “Cuando ya abandone mi nombre / a merced de miserables, ¡ay, ay! / Tal será mi vergüenza / que enviaré mi fantasma / a librarme de ellos”, canta en “Pinturas de guerra”. Es un rock crudo, directo, sin adornos, que cabalga con hidalguía, ideal para el arranque del disco. Se hace difícil no pensar que habla de él, de su vuelta y de sus luchas, sobre todo cuando tira: “Con pinturas de guerra / volveré a dar batalla; / si la adversidad triunfa, / dolerá porque fui feliz”. El tema está dirigido a “todos esos jodidos” que “retienen la vida un poquito nada más” y “siempre tienen a mano / las más tontas razones / para mentir a gusto, / siempre a gusto del poder”. El Indio, ¿cuándo no?, y su oficio para condensar un concepto de Michel Foucault en un par de versos. La rabia por dar batalla que se desprende de su garganta termina de cuadrar en el solo del tema, donde las guitarras de Baltasar Comotto y Gaspar Benegas se prenden fuego, no sin la ayuda del pulso apurado de la batería de Martín Carrizo.

Pese al inicio guerrero y esperanzador del disco, por algunos temas se escabulle cierto olor a despedida. En “El ruiseñor, el amor y la muerte”, que por algo le da nombre al álbum, ya la música nos descoloca, con el tempo lento y el piano que pellizca notas de un arpegio bajonero. Al principio el Indio canta calmado, quizá como nunca antes, y también triste, nostálgico; suena como acodado a un mostrador con un vaso de whisky que llora. Solari le canta a alguien que embocó su sueño en su corazón. ¿No será él? Como siempre, polisemia por todos lados y algún oxímoron marca de la casa: “Mi lengua dice todo el tiempo tonteras. / Que vine a vivir con mi muerte también”. “¿Qué rosa oscura vive y florece en los pantanos? / Será que ya no puedo bailar /el ritual simple y gris de un soñador”, canta en el break, y ahora sí, seguro, habla de él. Al final, Solari se manda unos versos que son parientes del inicio de “Stefanie”, de Alfredo Zitarrosa: “El dolor más puro es el de haber sido tan feliz”.

El ruiseñor, el amor y la muerte, último disco del Indio Solari

El ruiseñor, el amor y la muerte, último disco del Indio Solari

El amor

“Quise estropearlo todo, / a eso me dedico yo. / Pero no pude, linda, / todo se dio bien. / Llamame porque sí, / Si no me necesitás, / por favor, llamame igual”, canta el Indio en “La pequeña mamba”, un rock-pop que habla de un amor que ya fue, pero, curiosamente, lo hace de forma optimista, sincera y alegre, sin ningún dejo de nostalgia (“Esa estrella era mi lujo” y “Ella debe estar tan linda” quedaron muy lejos), acorde a las palmas programadas que acompañan el ritmo de la batería, poniéndole así un poco de luz al disco.

“Yo reconozco a esa zorrona por su mirada / que recorta tus alas y se va”, tira Solari en “A bailar que no hay infierno”, un tema de amor pero no romántico sino de amistad, porque el cantante le avisa a un amigo que no es más el héroe querido de una mina, a la que sus amigos “le conocen más el culo que la cara”. Sí, el Indio tiene eso: a veces no se anda con eufemismos. Pero si se trata de amistad, en “Panasonic y el mundo a sus pies” el ex Redondo le canta a su amigo con apodo de marca japonesa, que ya había aparecido en “Torito es muerto”, de El perfume de la tempestad (2010), su tercer disco solista: “Cuando el billete hace que baila, / la mierda corre y la traición también. / Vengaste al Fito y a Panasonic, / y en unos días la tele va a olvidar”.

Ahora Solari nos cuenta el devenir del Pana, que, tipo pragmático y previsor, piensa mal de todos desde el principio al fin y dice que es para ahorrarse el tiempo que le van a robar; se retiró y se compró un laberinto pelotero “y va a currar con él”. Al Pana seguramente le hubiera gustado estar en la fiesta del inicio de “El callejón de los milagros”, una curiosa canción por su atmósfera de gran asado, con aplausos y un coro multitudinario que desprende una melodía radiante. Pero no todo es alegría, amor y caminar por el callejón de los milagros en el nuevo disco de Solari.

La muerte

Una mujer se acerca cada vez más a nosotros. “Me aproximo, me aproximo, me aproximo”, avisa, con dulce y temeraria voz. Así empieza “La oscuridad”, que, linda paradoja, es uno de los temas más brillantes del disco –si no el mejor– y, al ser el segundo track, inaugura las referencias a la parca. ¿Vendrá la muerte y sonará así, como esa dama del inicio? ¿Será aquella puta, vieja y fría que nos tumba sin avisar? “Ya están aquí, los vi. / Fantasmas de juventud, / llegan para despedirse de mí”, canta Solari sobre una adictiva base de arpegios de acordes menores, porque, se sabe, la muerte nunca suena en tono mayor. Y, otra vez, el eterno retorno del juego de la autorreferencia salta en este rockito que echa luz sobre la oscuridad en el exquisito y –por desgracia– corto break con una apacible melodía de trompeta. Igual, no importa que el Indio hable de su muerte o no, ya que al final del tema la señora misteriosa se va. “Me alejo, me alejo, me alejo”, avisa.

En “El martillo de las brujas” se respira una atmósfera de guitarras acústicas y punteos de eléctrica que recuerdan a la ricotera “Etiqueta negra”, de Lobo suelto, cordero Atado (1993). Acá el Indio habla de otra muerte, la que nos tira por el rostro en los dos primeros versos; como siempre, mucho, todo, condensado: “Muere hoy la vida en falsedad / de cuna a tumba siempre en falsedad. / Y te dejás llevar así, / con tus tonterías vos te entregás”. La sociedad del espectáculo, la cultura del simulacro, el mundo líquido y afines entran en esos versos. “Tu cuerpo falso se ve mal, / como casi todo hoy. / Pósters de obras de arte / vos comprás”, canta más adelante, para reafirmar lo anterior, por si no quedó claro. Y así, el Indio saca versos de su galera de casi siete décadas que dicen más que varias discografías del nuevo “rock” argentino, si es que eso todavía existe. “Barrio bonito, / barrio cuidado, / la moderna soledad”. ¿Hace falta decir algo más?

Con un efecto de reverberación en su voz que parece del más allá, en “La moda es vanguardia” Solari no anda con medias tintas y, sobre midtempo estilo power ballad, confiesa que la parca le tocó timbre: “La muerte, esa tonta, me vino a buscar ayer, / vestida de negro se vino a llevar mi piel, / con una falda floreada quizá le hubiera aceptado”. Pero el Indio vive y lucha, y también les tira todo un palo a “los muertos sin alma” que lo quieren juzgar. ¿Los medios masivos y hegemónicos? ¿Las voces que se alzaron en su contra luego del recital en Olavarría? “La moda les sopla qué cosa penar, son así, / una silueta de tiza tienen para mí esos jodidos / por la moda del odio sin piedad”.

“Mis enemigos me van a asustar / cuando comiencen a tener razón”, avisa en “Strangerdanger”, que es el nombre de fantasía que eligió Solari para dirigirse a un enemigo. ¿Los yanquis? ¿Donald Trump? ¿El imperio? ¿Acaso no será el Fondo Monetario Internacional (FMI), que volvió a hacer de las suyas por Argentina gracias al gobierno de Mauricio Macri? “Strangerdanger, siniestro ladrón, / ladrón en todo el globo, ese sos vos. / Predicador itinerante, estás aquí, / te recibimos con honores de virrey”. Más adelante dice que ese “peligro extraño” provoca “babas burbujeantes” en “todos los ministros cómplices” (paga un devaluado peso argentino que habla del FMI). “Strangerdanger” es uno de los rocks más recargados del disco, con guitarras eléctricas pinchadas que suenan a punto de romperse y le dejan la base a una voz de Solari que pasa por un filtro que la procesa y la hace sonar como desde un lejano satélite espía, mientras alarga algunas palabras con una mezcla de soberbia y asco.

“Todo lo feo acabó, / la parte más fea acabó”, anuncia Solari en la canción que cierra el disco, “El que la seca la llena”, quizá la más alegre y optimista no sólo de El ruiseñor, el amor y la muerte sino de toda la discografía solista del ex redondo, con arreglos de vientos bien para arriba y una progresión de cuatro acordes que hace las veces de riff pachanguero. “Bailar provoca dulce sorpresa”, canta el Indio, por eso nos invita a gastar la vida alguna vez “bailando hasta el amanecer”. Este disco, el mejor del Indio solo –directo al hueso en música y letra, sin pavadas recargadas, y el más autobiográfico–, no podía cerrar de otra manera, ya que, como confesaba en “La muerte y yo”, de El tesoro de los inocentes (2004): “No sirvo y nunca serví para tristes despedidas”.

El ruiseñor, el amor y la muerte | Indio Solari. Independiente, 2018. Rock argentino.