Es una de las escenas más trilladas en el collar de historias que rodean el mito de Beethoven. Entre 1802 y 1804, cuando era apenas un treintañero, el compositor alemán escribió su tercera sinfonía, que fue publicada originalmente como “Sinfonía Grande Eroica - per festeggiare il sovvenire di un grand uomo” (“para celebrar el recuerdo de un gran hombre”), dedicada al príncipe Joseph Franz von Lobkowitz, uno de sus amigos y mecenas. Luego se hizo célebre simplemente como “La Heroica”, y fue una pieza clave en la obra del sordo de Bonn y punta de lanza del romanticismo musical.
Según la historia, la leyenda y las biografías –como una de las más conocidas, la del francés Romain Rolland–, la sinfonía estaba inspirada en Napoleón Bonaparte, quien en el momento de la composición aún era primer cónsul de Francia. Pero luego, cuando el humilde petiso de Córcega se autoproclamó emperador, Beethoven se enfureció y tachó la dedicatoria. “Ni arte ni parte de emperador, / piano a piano tachó a Napoleón; / lo odió, lo olvidó, en mi bemol”, cantaba Alfredo Zitarrosa en la última estrofa de “Milonga por Beethoven”, incluida en el disco Melodía larga (1984).
De cualquier manera, hay quienes obvian el tachón con mucho esmero, ya que existen varias ediciones de la sinfonía –en CD, vinilo y afines– que tienen a Napoleón en la portada. La que más rompe los ojos es una versión de la Filarmónica de Berlín dirigida por el gran Herbert von Karajan que ostenta al famoso cuadro “Napoleón cruzando los Alpes”, de Jacques-Louis David, en el que el militar galo aparece hiperidealizado arriba de un caballo, señalando para arriba con el dedo, como diciendo “es por allá”. La ironía del destino quiso que en 1809, cuando las tropas napoleónicas invadieron Viena –donde Beethoven vivió la mayor parte de su vida–, se destruyeran fortificaciones que estaban cerca de la casa del legendario músico. En la biografía sobre la vida del compositor escrita por su compatriota Emil Ludwig, se relata que Beethoven se refugiaba con su hermano en una bodega y se tapaba la cabeza con almohadones para no oír los cañonazos. Así expresaba su ira contra la guerra: “Ni siquiera puedo disfrutar ahora del contacto con la naturaleza, tan necesario para mí. ¡Qué pena, qué horror, estar constantemente rodeado de tambores, cañones y armas de toda especie!”. Mitos más, mitos menos, lo cierto es que Napoleón perdió como en la guerra y la sinfonía sigue ahí.
“La Heroica” se estrenó para el público el 7 de abril de 1805 en el teatro An der Wien de Viena, y, ¿cuándo no?, algunos críticos musicales le dieron palo. Vale la pena detenerse en este punto, porque ríanse de aquellas críticas negativas de los primeros discos de Led Zeppelin que dejaron pegado para siempre a un pobre reportero de la Rolling Stone. Un periodista de Allgemeine Musikalische Zeitung (Periódico General de la Música) de Leipzig escribió que la sinfonía contenía un “exceso de caprichos y novedades”. Otros consignaron que el público la consideró “muy larga, complicada, incomprensible y excesivamente ruidosa”. Un tal Dionysius Weber, director del Conservatorio de Praga, la juzgó una obra “de peligrosa inmoralidad”. Las quejas del público por la larga duración de la sinfonía –cerca de 50 minutos– tuvieron su momento cumbre en el estreno en Viena, cuando, según la leyenda, alguien de la audiencia osó gritar: “¡Todavía pago otro Kreutzer [moneda austríaca de la época] si esto termina ahora!”.
Dos décadas después, Beethoven demostraría la cabida que le daba a la crítica, al componer su magnum opus, la “Novena Sinfonía”, que dura media hora más que “La Heroica” –y que dos siglos después sería la responsable de que el CD se creara para que entren 80 minutos de música–. Pero aunque a algún aristócrata de cotillón le haya caído pesada la sinfonía en su estreno –lo que no deja de ser comprensible dado que rompía con el Zeitgeist de la época–, paradójicamente, en el mundo actual, líquido y lleno de hipervínculos y recomendaciones algorítmicas que nos llevan a todos lados y a ninguno, en el que incluso el mero concepto de disco –que se escucha de corrido– está en crisis, resulta toda una proeza mantenerse tranquilo durante casi una hora sin querer siquiera mirar el celular. Sin embargo, el viernes a las 20.00 valdrá la pena alejarse de las pavadas distractoras y encarar para el Auditorio del SODRE, donde la Orquesta Sinfónica de esa institución interpretará “La Heroica”, bajo la dirección del chileno Francisco Rettig.
Música, maestro
Como marca la costumbre, “La Heroica” consta de cuatro movimientos. El primero es el más largo y más importante. El filósofo teutón Theodor Adorno, enfermo beethoveniano, en su Introducción a la sociología de la música (1975) destacaba la abundancia de motivos del primer movimiento, que veía como “la cima indudable de todo el sinfonismo beethoveniano”. Como gran marxista, Adorno también veía en el inicio de “La Heroica” el concepto hegeliano de negación como propulsor de la música, en la ruptura de las líneas melódicas “antes de que se desplieguen en sí como algo acabado y redondo”, para lanzarse hacia la siguiente figura. Adorno escuchaba en el desarrollo beethoveniano latente en ese movimiento un impulso de fantasear y jugar con el modelo clásico, un impulso de libertad.
Pero esto, que puede parecer un viru viru marxista anacrónico, se palpa con el oído –si se permite tal sinestesia– al escuchar la obra en cualquiera de sus infinitas y variadas versiones –una por demás recomendable es la de la Orquesta Sinfónica de Chicago, dirigida por Georg Solti, que anda en la vuelta, como todo, en Youtube–. El primer movimiento arranca en forma brusca, con dos golpes secos de toda la orquesta, como si se anunciara algo nuevo que borra lo anterior. Luego avanzan las primeras líneas del ejército beethoveniano, que se sienten como un choque de fuerzas, de ideas, de pulsiones –lo apolíneo contra lo dionisíaco–, que suben en intensidad hasta estallar en el motivo heroico. Hay algo indescriptible en ese inicio inmenso, oceánico, que no se puede captar con el calderín de la razón y que no se refleja en el frío de una partitura. Es como una pulsión de vida, un impulso del movimiento Sturm und Drang (“tormenta e ímpetu”), esa cosa alemana que arrasa con todo –en el buen sentido–, como la luz que nace de las páginas de Kant o de un aforismo de Nietzsche, y es más sutil que lo que luego haría en el inicio de su “Quinta sinfonía”, más dramático, más oscuro, más directo y más urgente, como una patada al pecho de Bastian Schweinsteiger.
Hablame más alto
Cuando Beethoven empezó a componer “La Heroica”, en 1802, con 32 años, ya sufría en forma abrumadora su creciente sordera. Fue en esa época que escribió el famoso Testamento de Heiligenstadt (barrio de Viena en el que el músico pasaba algunas temporadas), para sus hermanos Carl y Johann. En ese crudo texto el compositor subrayaba la injusticia de que lo creyeran misántropo o loco, ya que no conocían la razón oculta de esas apariencias, y hablaba de la situación “horrorosa” que vivía desde hacía seis años, “agravada por médicos ignorantes” que lo engañaban con la esperanza de una ilusoria mejoría.
“A veces, intentaba sobreponerme a todo esto, pero, ¡ay!, cuán duramente la renovada experiencia de mi achaque me vencía. Y no era posible que yo dijera: ‘¡Hablame más alto, gritame, que soy sordo!’. No me hubiera sido posible descubrir entonces la carencia de un sentido que debiera ser en mí más perfecto que en nadie y que yo he poseído, en otro tiempo, en la mayor plenitud, con una perfección que seguramente no tuvieron jamás los mejores de mi oficio”, escribió Beethoven. Más adelante, en el testamento aseguraba que debía vivir como un proscripto. “Si me acerco a una tertulia, el miedo de que puedan advertir mi estado me sobrecoge con una angustia espantosa”. Con la misma dosificación de la intensidad que en sus sinfonías, Beethoven llegaba al cenit de la crudeza así: “Suceso como estos me llevaban a la desesperación, y poco faltó para que pusiera fin a mi vida; sólo el Arte me detuvo. Me parecía imposible abandonar el mundo sin haber realizado cuanto debía. Y así prolongué esta vida miserable... miserable de veras”.
El drama y la tristeza que se escapan de esas páginas no es muy distinto al que se siente en el segundo movimiento de “La Heroica”, que contrarresta de lleno con el primero, y no en vano se llama marcia funebre. Es lento, profundo y elegantemente mortuorio. Es Napoleón quedándola en Waterloo. Es Napoleón, cabizbajo, exiliado en Santa Elena. Es Napoleón desparramando sus últimas palabras: “France, l’armée, Joséphine”. Pero no es Napoleón. Es Beethoven haciendo música de esa de la que no abunda, que a veces suena demasiado grande y majestuosa como para tratar de describirla y entenderla. Es el misterio de cómo un sordo compuso música, que es lo mismo que imaginar a un ciego pintando un cuadro. Pero, a veces, la voluntad de poder puede más que cualquier discapacidad, y se alza triunfante como el final del allegro molto de “La Heroica”.
Las entradas para el concierto se consiguen por Tickantel, Abitab y Red Pagos, además de en la boletería del Auditorio del SODRE. Los precios van desde$ 60 a $400. Además de “La Heroica” sonarán la Obertura de “Las Criaturas de Prometeo”, también de Beethoven, y el Concierto para violín de Tchaikovsky.