La dupla Mariano Cohn y Gastón Duprat edificó su obra sobre los cimientos de la risa incómoda. Incómoda no sólo por lo que representa en escena, sino por cómo nos interpela como cómplices de esa risa. Si bien para rastrear esta sensación se puede partir de su primer largometraje, El artista (2008), la piedra angular se retrotrae a dos míticos productos televisivos: Televisión abierta (1999) y Cupido (2001), creados por ambos. Más allá de la sencillez de sus formatos, los dos programas trabajaban con lo popular desde un equilibrio moral bastante complejo. Por un lado, Televisión abierta fue un producto de avanzada, que trabajaba con la posibilidad de darle espacio televisivo, al menos por unos minutos, a personas normales (y otras no tanto) que estaban en la pantalla chica como mero decorado o por alguna desafortunada aparición en Crónica TV. De alguna manera, Televisión abierta se anticipó a la democratización enloquecedora que habilitaría la plataforma de Youtube, en donde cada uno puede ser productor, director y protagonista de sus propios programas. Por otro lado, Cupido se acoplaba a un formato muchísimo más conservador, el del programa de citas, pero donde todo era llevado de una forma mucho más salvaje y suelta que en sus predecesores. En esta soltura había momentos hilarantes, extrañamente tiernos, pero también de una asombrosa crueldad, y detrás de todos ellos uno percibía a Cohn y Duprat como el mago de Oz riéndose bajito tras el cortinado.

De la misma manera que a veces Televisión abierta se convertía en un álbum coleccionable de lo más bizarro de la sociedad, Cupido se sostenía sobre la burla hacia personas mucho más vulnerables, lo que dejaba a los directores –y a nosotros mismos– en un lugar un tanto jodido. Sin embargo, en la misma medida en que esta pasión vil se perpetuaba, Cupido terminó por convertirse en uno de los pocos lugares donde las clases populares podían hablar de amor y sexo con sus propias palabras. En un país dominado por telenovelas con escenografías de casas impolutas y niñas huérfanas vestidas por Kosiuko, Cupido era uno de los pocos lugares donde era posible ver gente que se cargaba o escrachaba como realmente sucedía en los barrios.

Así, lo popular, ya sea como una contraposición más verdadera a lo careta y cool de las clases altas, como amenaza latente, como límite de lo grotesco o como todas esas opciones juntas, atraviesa de cabo a rabo la filmografía de Cohn y Duprat. En El hombre de al lado (2009), lo popular se condensaba en ese vecino grasa que hacía un agujero en la medianera, con una ventana desde la que veía la impecable casa de un diseñador de muebles como si fuera el ojo del pueblo abierto e insomne. En El ciudadano ilustre (2016) lo popular se encarnaba en el pueblo que revisitaba un escritor condecorado por el Premio Nobel. Entre estas dos películas la distribución del poder de lo popular se da en formas inversas. En El hombre de al lado el vecino pasa de ser algo amenazante a un mártir; en El ciudadano ilustre el pueblo pasa de ser un conjunto simpático, ridículo y servil a convertirse en una entidad devoradora.

Esta idea de lo popular se da en los personajes, en el estilo cinematográfico y en los actores elegidos por el dúo. En tiempos en que el Nuevo Cine Argentino abogaba por actuaciones más ásperas, muchas veces llevadas a cabo por no actores, estas películas podían incluir a intérpretes tan fuera de la onda de ese cine como Emilio Disi o Dady Brieva. En su última película, Mi obra maestra, redoblan la apuesta con la actuación de Guillermo Francella y Luis Brandoni. Los guiños nunca son ajenos: en la película Francella representa a Arturo Silva, un mercader de obras de arte que lidia con poder mantenerse a flote en un mundo en el que el arte pictórico más clásico va perdiendo lugar frente a instalaciones y obras conceptuales. Uno de sus principales artistas es Renzo Nervi (Luis Brandoni), un autoboicoteador de pocas pulgas que vive en un caserón repleto de cachivaches. En algún momento de los 80 fue famoso (algo similar a lo ocurrido con el fallecido Carlos Gorriarena, de quien proceden los cuadros), pero en la actualidad su mal genio, junto con los cambios de rumbo del mundo del arte, lo dejaron en un lugar alejado. El guiño se produce en la medida en que Francella y Brandoni también fueron artistas importantes en el cine y la televisión costumbristas de los 80 y los 90; mientras que el primero intenta aggiornarse a los lineamientos del cine actual, el otro aún está demasiado asociado a roles como los de Esperando la carroza (1985) y Mi cuñado (1993).

Robo y autoría

El otro gran guiño y núcleo temático que se repite en Mi obra maestra es el complejo interregno entre robo y autoría. En El artista, un enfermero se robaba las obras de arte de su paciente para adentrarse en un mundo artístico que le era ajeno. En El hombre de al lado, el creador de una silla ergonométrica debe lidiar día a día con turistas que fotografían su casa porque fue construida por Le Corbusier. En El ciudadano ilustre los mismos residentes del pueblito de donde provenía el escritor lo acusan de haberse robado sus historias para retratarlos en forma grotesca, al tiempo que en un concurso de pintura se elige como ganadora una obra no por la calidad inherente de su realización, sino por el gesto político inconsciente de estar pintada sobre un cartel que promociona agrotóxicos.

En Mi obra maestra la idea de cómo juega la obra de arte –no por su cualidad áurea, con cita a Walter Benjamin, sino por la forma de venderla en el mercado– se resignifica, no en el material en sí, sino en la manera en que la cotización de un artista aumenta una vez fallecido. Todos los galeristas son retratados como cuervos esperando la muerte de sus colegas, los críticos como unos veletas y extorsionadores y los compradores como unos depredadores desalmados que sólo quieren adquirir obras por metro cuadrado.

En este punto, Mi obra maestra no dice nada nuevo, y es considerablemente conservadora. Sin embargo, Duprat (que en esta ocasión trabaja en la dirección en solitario, con Cohn como productor ejecutivo) es suficientemente vivo como para abrir el paraguas: lo hace, por ejemplo, cuando Renzo irrumpe en la galería de su amigo y le pega dos tiros a su cuadro para recotizarlo, y este le responde que lo que acaba de hacer ya se ha hecho 1.000 veces. En esta dinámica, la película siempre parece hacer su crítica conservadora al mundo del arte utilizando a Arturo Silva como un apartado que evita colocarlo demasiado fijo en esa senda (pero, a la vez, Silva tiene mucho de chanta y de arribista, así que andá a saber cómo funciona el mensaje en su totalidad).

Estas indefiniciones siempre fueron las que marcaron al cine de la dupla, y quizá Mi obra maestra sea la película en la que lo popular está más alejado del centro (aunque hay un breve instante en que Silva le muestra a Nervi las fotos de su hijo no reconocido y vemos un chiste por elevación de mostrar algo exageradamente grasa).

Lo demás funciona de forma irregular: no todas las historias se entroncan de manera efectiva; los vaivenes de la relación de Renzo con su amante están dados de una manera tan salpicada que ese personaje nunca llega a cuajar; y hay algunos recursos, como el voice over del comienzo, que parecen innecesarios.

El pintor retratando a los directores

Posiblemente lo mejor del film –y de la carrera de ambos directores– es la manera en que suelen rescatar o inventar un artista reapropiándoselo para los fines de su cine. Ya sea en el retrato fantasmal de Le Corbusier en El hombre de al lado o en el ingenioso juego de escribir, después de El ciudadano ilustre, una novela con el nombre de su protagonista (Daniel Mantovani, pero a cargo de Andrés Duprat, Mariano Cohn y Gastón Duprat), detrás del cinismo y los dardos envenenados dirigidos tanto a la clase alta como a la baja siempre hay un interesante proyecto de curaduría. En un comentario sobre una exposición de Gorriarena en 1997, el crítico Gastón St. Pierre dice: “Gorriarena busca poner en evidencia las relaciones entre personas en las que el aspecto protocolar predomina sobre cualquier otra forma de intercambio, conservando una ambigüedad entre la atracción y la repulsión, entre el amor y el odio existente en las relaciones humanas. Ese protocolo gestual permite manipular la violencia latente, inhibiéndola, controlándola para que resulte socialmente aceptable. Esto no nos impide en lo absoluto entrever a través de esta falsa sociabilidad la brutalidad de los gestos realizados”. El gran mérito de Duprat es ese: más que encontrar una obra a utilizar, filmó una obra que habla de aquello que él y Cohn siempre quisieron decir.

Mi obra maestra. De Gastón Duprat, con Guillermo Francella y Luis Brandoni. En varias salas.