Entre la maraña de mails en la que me enredo habitualmente, había uno de Google Maps Timeline con el asunto “Ignacio, así ha sido tu 2018”. Enseguida me imaginé esa especie de repaso burdo estilo Facebook, con las fotos más compartidas o megusteadas que se pasean ante nuestros ojos como diapositivas de nivel escolar. Pero no. Me topé con una cantidad de información sobre mi persona tan tumultuosa como veraz, que al segundo me remitió a aquel himno enfermizo de The Police, “Every Breath You Take”: “Cada movimiento que hagas, / cada conexión que rompas, / cada paso que des, / te estaré observando”.
El agente Google me contó que en 2018 recorrí 4.013 kilómetros –ni uno más ni uno menos–, que equivalen a 10% de una vuelta al mundo, y me mostró un globo terráqueo, merodeado por una línea intermitente, no vaya a ser que no entienda tan complejo concepto. Como si el dato fuera poco, me desglosó esa cantidad según medio de transporte. Parece que hice 535 kilómetros caminando (en un total de 124 horas), 1.538 en auto, ómnibus o alguna otra cosa que se mueva gracias a un motor de combustión interna (en 82 horas) y 1.941 en bicicleta (en 165 horas). Fenómeno. Me puse a pensar a qué lugares podría haber ido en ese 10% de vuelta al mundo, cuando en realidad lo que hice fue la infinita vuelta del trabajo a mi casa, porque, se sabe, el capitalismo, los asalariados y todo eso. Pero bueno, seguí avanzando por los datos del mail más policíaco que me haya llegado sin ser oficialmente de la Policía.
Google consignó cuál fue mi viaje más largo, en distancia y en tiempo –coincide con mi licencia, claro está–, y así, de a poco, me fue invadiendo una sensación bastante incómoda, como supongo que debe de ser la de una colonoscopía sin anestesia. Como están de moda los rankings, el sargento Google me dio una lista de “sitios destacados” que visité –y cuántas veces, faltaba más–, etiquetados como “compras”, “comida y bebida” y “cultura”. En esta última había lugares como la librería Lautréamont, el Teatro de Verano y el Palacio Legislativo... Al final del mail me enteré de que el “historial de ubicaciones” está activado en mi cuenta. No recuerdo haberlo hecho, pero Google es el que sabe, y me dio la opción “consultar cronología”. Para qué. Ahí me enfrenté a un mapa de Montevideo y más allá, lleno de puntitos rojos como varicela, de los que se desplegaba un nivel de información sobre mis movimientos que hubiera ruborizado a los más altos jerarcas de la Gestapo.
Elegí un punto al azar. Resultó ser el bar Finisterre, en Rodó y Gaboto. Lunes 6 de agosto de 2018. Me saltó que estuve desde las 22.33 hasta la 1.33, que fui en bicicleta desde el diario, y me mostró el camino que elegí. Además, me enseñó todos los recorridos de ese día y me avisó que cerca del mediodía anduve por la sucursal de una famosa cadena de supermercados durante exactamente 12 minutos. También se puede buscar por fecha. Al día siguiente, 7 de agosto, estuve dos horas en el Auditorio del SODRE. Era la presentación del último disco de Fernando Cabrera. A Google, que está en todo, se le escapó buchonear el repertorio. Pero recuerdo que me emocioné, como siempre, con la versión de “Imposibles”. ¿Eso con qué se mide?
Ante tal nivel de intromisión, lo más fácil es recordar a George Orwell y su 1984, pero nada más alejado que aquella distopía totalitaria. Para empezar, al Gran Hermano lo llevamos alegremente en el bolsillo y lo compramos en cómodas cuotas: no hay ningún tipo de instrumento coercitivo; en todo caso, sería más bien al estilo Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Para terminar, no seamos ingenuos, acá ni siquiera hay un señor Google que se pone a vichar como una vieja chusma o un espía con fines de control: “Uy, miren, Ignacio Martínez, en Uruguay, fue a un bar el lunes 6 de agosto, ojo con eso, atentos”. Para Google no somos personas sino ceros y unos cuantificables mediante sus algoritmos, pulgas que saltan de un lado al otro en la peluca del consumismo y le damos información para que nos recomiende publicidad a nuestra medida.
Pero no todo está perdido, yo vengo a ofrecer alguna opción. Podemos desactivar el “historial de ubicaciones”, chuparnos el dedo y confiar en que no nos van a seguir los pasos, cerrar toda cuenta de Google, o, mucho mejor, andar por ahí sin celular. Pero no queda otra que ser apocalíptico ante esta era en la que todo es cuantificable –incluso esta nota: Google Analytics nos dirá cuántos clics tuvo, desde dónde y así–. Como melómano, hace unas semanas me llamó la atención cómo la gente compartía sus estadísticas de Spotify y las comparaba con las de los demás, a ver quién tenía la lista más grande. Tantas horas escuchando música, equis minutos a este artista, al otro y a los demás. Hasta la música, un arte sagrado, la pasan por el filtro de los números, números y más números.
No faltará mucho para que la megaempresa de origen californiano saque el software Google Health, que mediante vaya a saber qué tecnología nos avisará que hace dos semanas que no movilizamos el intestino como corresponde, según lo establecido por la Organización Mundial de la Salud, y después nos recomendará el gastroenterólogo más cercano. Entonces, la colonoscopía será verdadera, pero, ojalá, con anestesia. Luego compartiremos los resultados alegremente por Facebook.
Eso fue lo que hice. Como un iluso, publiqué la estadística de los traslados, sobre todo por el dato de la bicicleta, ya que soy hincha de su uso, y que la mayor cantidad de kilómetros los haya hecho arriba de las dos ruedas a propulsión humana demuestra una pequeña victoria contra la imposición del ómnibus. Pero que el espiado muestre alegremente el fruto del espionaje demuestra el máximo triunfo de la lobotomía tecnológica de un mundo feliz.