Se oye a lo lejos un samba triste. Y ellas que avanzan, solas, envueltas en un silencio extraordinario. Viven alertas, sin grandes cambios, y cada tanto se vuelven a cruzar con eso que quisieron. Se ríen de un presente que es, al mismo tiempo, el apogeo y el fin. Pero ellas saben que comprenderlo implica haber triunfado.

En todas las playas del mundo hay un hombre panzón mirando el horizonte, dice un observador involuntario, interesado por esos asuntos que no se miden por el resultado sino por la acción. Y fantasea incluso con que eso se parezca a la escritura. Desde este soporte inacabado y vacilante, Cuántas aventuras nos aguardan (Criatura editora) se pregunta por los sentidos, pero con el alivio de quien renuncia a las pretensiones y los deseos de trascendencia.

12 años después de Prontos, listos, ya, su segundo libro después de Ahora tendré que matarte, una serie de estampas que publicó en 2001, en una colección dirigida por Mario Levrero, Inés Bortagaray emerge exultante, con una obra que logra capturar ese ritmo cotidiano e insignificante que marca el transcurso de una vida: casamientos, separaciones, almuerzos familiares, crianza de los hijos. Una escritura despojada que instala una estructura nueva e imprevisible, mediada por la zozobra de no ir hacia ningún lado y por la necesidad de buscar la felicidad pese a todo. Es por eso que a lo largo de este novela coral nos encontramos con mujeres ávidas por recuperar pequeños territorios sin domesticar. En esos certeros encuentros el vértigo y la proximidad renuevan un mundo de posibilidades infinitas, ampliando la experiencia del lenguaje y las señales de un sistema en jaque. Como dice uno de los personajes, “podemos agudizar la voz y decir que estamos contentos hundiendo la cabeza entre los hombros, fingiendo modestia y chillando un poquito. Podemos ser atroces. Lo somos, de hecho”.

A lo largo de las historias, muchas veces lo espontáneo y los juegos de la infancia comienzan a tensionarse con la autoridad y la crueldad propia de la dictadura militar. ¿Es algo que te interesa trabajar desde la contención, desde el margen?

Para los que crecimos en los años 80 eso aparece por acción u omisión. Recuerdo una escena de juego infantil brutal –que para mí era muy natural porque era parte del ecosistema– que replicaba el modelo del sedicioso y el torturador. Por supuesto que no era consciente de esto hasta que crecí y me pregunté por qué nos secuestrábamos, por qué a una le pasaban el trapo de la grasera por la cara, por qué hablábamos del hijo del jefe de Policía que se daba vuelta los párpados y lo veíamos como un posible traumado. Evidentemente, esa masa inconsciente perforaba todo, incluso el juego. No hay una puesta en escena que haya trabajado ni una necesidad de recrear la dictadura, sino una memoria, como en Prontos, listos, ya están las manifestaciones, las canciones, la guerra de las Malvinas.

En un principio creías que para ser escritor había que ser periodista. ¿Cómo llegaste a la práctica?

Vinculo la escritura con mi condición de lectora; es como si hubiera tenido que hacerme lectora para poder asomarme más íntimamente al universo de la escritura. En mi casa había muchos libros; mi madre era profesora de literatura y mi padre también es muy lector. Vine a Montevideo cuando tenía 17 años porque estaba adelantada (había entrado a la escuela con cinco), pero mucho tiempo antes sabía que mi destino era terminar el liceo y hacer una carrera. No cabía la posibilidad de saltearse ese paso. Como quería escribir decidí hacer la carrera que hacían los que escribían, que era periodismo, o al menos eso era lo que decían todas las contratapas de los libros. En esa sucesión de etapas tan consabidas sentía que me salía con la mía. Ese año [1993] hubo un paro en la Universidad de la República, por eso fui a la Universidad Católica. Y en el camino me di cuenta de que no quería hacer periodismo. Lo hice, pero fue medio mentiroso. De niña había empezado a escribir poesía, y repetía mucho la misma palabra para abrir y cerrar el poema, tratando de hacerlo circular, algo que veía como un sello de distinción.

Seguramente acompasando vivencias propias de la edad.

Sí, con una veta romántica, y otros de rima fallida (había uno que decía “tengo miedo de los ladrones / tengo miedo de los escalones”). Después pasé a los cuentos, y a una etapa más gauchesca, de héroes ensagrentados, taperas y perros. Es que me había familiarizado con el campo porque acompañaba a mi padre [veterinario] a trabajar y porque iba al campo de mis abuelos, en el que había una lavandera que se llamaba Bertolina, que era una mujer que había sido andante y que se empleaba como lavandera a donde llegaba. Bertolina había recalado ahí, y para mí era como una bruja, porque era una mujer curtida, que tenía un color que se camuflaba con el paisaje; tenía mucho de la tierra. Me acuerdo de verla matar un lagarto entre las corridas de mis primos. Ahí pasé a escribir sobre esto.

¿Después todo fue parte de un proceso de exploración personal?

Hace poco tuve que dar una conferencia en la Universidad Diego Portales, de Chile, en la que hay una cátedra que se llama Roberto Bolaño, en la que invitan a escritores para que hablen de lo que quieran, y así fue como rescaté algo de esta etapa gauchesca, porque me puse a pensar sobre este oficio. Después de mi época nativista hubo algunos accidentes en el camino: empecé a leer Corazón, de Edmondo de Amicis [1886], Juan Salvador Gaviota [1970], y ese tipo de libros que tenían una intención mucho más aleccionadora y bienpensante, cuando antes leía una literatura muy amplia y con total desprejuicio. Ahora, al hacer el análisis posterior, siento que eso me hizo daño y que la escritura de esa época es hija de una necesidad de corrección. Escribía sobre la muchacha pura que llega a la ciudad –gris y cibernética, con hombres de mirada fría; porque estaba plagado de adjetivos– y se corrompe. A su vez, esto se cruzó con el realismo mágico y una lectura muy liviana de Cien años de soledad [1967], hasta que la escritura se detuvo. Cuando llegué a Montevideo ya no escribía, y volví a hacerlo varios años después, cuando entré al taller de Levrero.

Al que llegaste por una entrevista, invirtiendo el recorrido habitual.

Sí, es que me había ido ocho meses a México [Guadalajara] para cursar el último semestre de la carrera, y fui a una escuela de arte audiovisual que había iniciado Guillermo del Toro. Todo era muy experimental y de videoarte, pero a mí me sirvió mucho. Me vine a trabajar para ahorrar y volver, y en El Observador me pidieron que hiciera un cuestionario Proust, así que les propuse hacérselo a Levrero.

¿Qué habías leído de él en esa época?

El portero y el otro [1992]. Me lo había prestado Daniel Hendler, que era muy lector de Levrero. Cuando lo leí enseguida conseguí El lugar [1982] y La ciudad [1970], y me fascinó. Lo llamé para hacerle ese cuestionario, me citó en su apartamento del Cordón, y estuve hasta la una de la mañana haciéndole la entrevista. Me fui en un estado de embriaguez y ensoñación, porque él me había mandado renunciar, hacer terapia y escribir. Así fue como entré al taller, que fue bastante intermitente: estuve tres años vinculada, y en otras épocas dejé de ir.

¿Cómo incidió la mirada de Levrero en ese desarrollo de tu escritura, más allá de que te motivó a retomar tu proyecto?

El taller fue un punto de inflexión, porque recuperé eso que se había dinamitado y volví a confiar en escribir, a lo que se sumó el ejercicio de compartir. Ahí surgió Ahora tendré que matarte, y empezó a gestarse Prontos, listos, ya...

¿Y la escritura de guion? Porque la proximidad a compañeros de generación como Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll no necesariamente deriva en eso.

No. Mis amigos hacían sus videos, y me acuerdo de que se iban a la casa de Juan en Santa Lucía del Este y yo también iba, pero mi lugar era más el de amiga y testigo. En ese momento no me arremangaba a trabajar, más allá de alguna excepción. Con ellos tenía un vínculo casi familiar; estudiamos juntos y fuimos mucho al cine. Acá, de nuevo, primero estuvo mi condición de cinéfila, y después pensé que podía hacer algo. La formación, en ese caso, vino básicamente por Cinemateca. En ese grupo me hacían recomendaciones que yo seguía, y por ahí empezó un amor infinito.

¿Por el acontecimiento en sí?

Y por el momento de la proyección. En 2001, yendo al taller, Pablo Casacuberta me invitó a escribir un guion con él y con un japonés, Yuki Goto, que llamó Tokyo Boogie. Era un western de los años 50 que sucedía en la campaña uruguaya, con japoneses y uruguayos, que ganó el FONA [Fondo para el Fomento y Desarrollo de la Producción Audiovisual en Uruguay; también fue finalista por Latinoamérica en el festival de Sundance 2001]. Después el guion tuvo un camino glorioso, pero la película nunca se hizo. Ahí aprendí la técnica y el recorrido, y fue un aprendizaje muy notable sobre la frustración. Unos años después pasé a escribir Una novia errante [2006], con Ana [Katz].

Volvamos a tus comienzos. En el prólogo de Cuántas aventuras... cuestionás categorías de la crítica que aplacan la voz personal de las escritoras. ¿Fue algo que padeciste?

En esa categorización de las tres tribus [los egoístas, los pop y los serios] –que creo que tiene un mérito teórico, porque organizó el panorama y, de hecho, es una lectura que se repitió en muchos niveles– me dio la sensación de que los buenos escritores eran los serios, porque eran los que cultivaban los géneros, para lo que hacía falta una gran destreza técnica; después estaban los pop y nosotras, que nos llamábamos egoístas. Creo que ese afán de organización de un mundo desordenado siempre trae consigo cierta arbitrariedad, pero sentí que los buenos eran los serios, y creo que no incluían a ninguna mujer. Pero es una realidad. Sé cómo discuten los jurados, porque acabo de participar en uno, y siempre se da una lotería de opiniones y afinidades, pero si ves con cierta suspicacia los resultados de cualquier concurso, o las noticias de quiénes integran la comitiva que viaja a ferias de libros, es muy flagrante. No puedo creer que no haya tantas mujeres presentándose a concurso con cosas buenas. Es muy estridente, no puedo no notarlo. Y tiene que ver con algo que hablamos hace unos años sobre el rol de la mujer en el cine.

Inés Bortagaray.

Inés Bortagaray.

Foto: Andrés Cuenca

¿Cuando te referías al aprendizaje personal que implicó este tipo de instancias?

Sí, porque hay un proceso de sensibilización que nos vuelve irreversiblemente más responsables, sobre todo para medir el mundo y las noticias. No es que haya sido ignorada, porque yo he publicado muy poco y me he expuesto menos. Pero no puedo no verlo como un fenómeno que me excede.

Del prólogo también se desprende la duda de si te reconocés como parte de un grupo, de una generación.

Es difícil. Creo que no, porque en eso de las tradiciones hay saltos elípticos que de pronto te emparientan con alguien que ya no está o que no vive acá. Sí he encontrado un sentido, una invitación. Me pasó de leer bastante grande a Natalia Ginzburg, y me causó un gran alivio pensar “mirá con qué proximidad, y con cuánta falta de afectación, tersura y desparpajo se puede escribir”. Es balsámico saber que no es necesario adoptar una postura del “te voy a contar una historia”. De esto es de lo que me quejo en el prólogo, porque se trata de un mandato que está bien y que a mucha gente le funciona, pero a mí me destrozó porque pensaba que si no lo seguía había algo muy adolescente que tenía que desechar, porque debía crecer y para eso había que contar una historia en tercera persona, etcétera.

En paralelo, te interpelaban vivencias como la de tu padre manejando.

Eso mismo, o aguafuertes de la vida, de ferias, de diálogos que oís.

¿Este proceso que implicó años fue el que derivó en el libro?

Sí, y no sabés lo que me costó. Porque lo que me resulta más indignante conmigo misma es que esto era algo que ya sabía. Las ficciones de una voz personal que echa mano de la memoria para imaginar era algo que ya había practicado en Prontos, listos, ya. Y de pronto, sola, entré en una lógica más bien esnob. De verdad sentí que esto era algo que debía compartir por si a alguien le pasaba lo mismo. Esta es una confusión muy fácil de vivir porque se trata de un paradigma muy fuerte que no tiene que ver con la crítica. Ya está presente en el “Decálogo del perfecto cuentista”. En la mesa que tuvimos en el FILBA [Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires] hubo una especie de repudio al decálogo, porque puede ser muy sofocante. Después leés a Hebe [Uhart], o a Natalia Ginzburg, o a [Robert] Walser, y es un mundo de licencias, en el que la historia también se cuenta, porque no podemos tener tan corto vuelo.

En tus tres libros los diálogos y los monólogos fluyen con una sintaxis perfecta que va siguiendo, con mucha naturalidad, esa cadencia que impone el jadeo del miedo, de la angustia. ¿Es algo que te propusiste desarrollar?

Me interesa, pero no es algo de lo que sea muy consciente. Para mí hay algo con las frases a veces cortas y con una respiración medio entrecortada, que escribo naturalmente. Si es algo, parte del estilo.

¿También es parte de ese espacio difuso que se genera entre la mirada de la niña y la de la mujer?

Siento que está ahí la infancia, y que si no aparece es porque se silencia o porque se simula algo. Para mí hay algo de aquello del “me habitan multitudes”... La voz que pendula entre la infancia y la adultez es muy recurrente. Es algo que está muy vivo, y supongo que va a ser así siempre. Me siento muy hermanada cuando me encuentro con gente a la que le sucede y que no intenta enmascararlo.

¿Cuándo fuiste consciente del rumbo que iba a tomar el libro?

En ese camino fue muy importante Julia Ortiz [editora de Criatura]. Yo tenía textos que había escrito desde 2006, pero no encontraba el discurso ni el hilo entre uno y otro. Después empecé una novela, un diccionario, y era una diletante de mí misma, entre que empezaba algo y volvía a lo anterior. Hace unos años, dije que tenía cosas escritas a las que no les encontraba mucho sentido, y Julia se interesó en eso. Cuando estaba a punto de frustrarme nuevamente, le mostré otros textos dispersos que tenían que ver con una masajista, conversaciones, diálogos al azar, recorridos por la feria, vecinos de un edificio. Y en la recuperación de estos textos, en la relectura, encontré algo.

O sea que el motor también fue el formato.

Sí, el pasado era lo que ya tenía. Y algo de lo que estaba escribiendo en el presente, sobre el arco dramático en una pareja, la construcción de un proyecto y una familia. Fue un alivio encontrar un sentido. Reconozco el lugar de interlocutora de Julia, que es una lectura muy sensible y muy perspicaz: era algo que yo necesitaba. Así nació este libro, que tiene que ver con expediciones.

Mientras lo leía pensaba en el grado cero del proceso creativo, y ese despojo de mecanismos que instala, a su vez, una estructura nueva e imprevisible.

Eso tiene que ver con una confesión del prólogo: entre todas esas mujeres –desde Lidia, que está aquejada por las alarmas, hasta la cónsul– siempre hay algo que se mantiene. Es como si ese personaje, que lleva al hombro todo el libro, hubiera nacido de una aceptación de que ella es todas las demás. Y de esa asunción, tal vez más orgullosa, de una primera persona que se impone.

La apuesta a construir algo con lo inconcluso se convierte casi en la esencia de esas historias fragmentarias. ¿Dirías que de esas fisuras surge tu escritura?

Totalmente. En un momento dudé si no sería demasiado metaliterario incluir un prólogo que quiza sólo interesara a escritores, pero me parece que igual, en su inconclusión, contaba algo que me interesaba, porque realmente creo que es interesante esto de los borradores. Es como cuando vas a una muestra y ves la obra en exhibición, y después, en una vitrina, todos los bocetos. Son procesos muy sedimentarios, como todo proceso creativo, y tienen muchas capas antes de pasar a la etapa final. Pero antes no era consciente de eso.

En un momento se dice: “Lo que hay acá no es autobiografía ni diario íntimo. Hay mentira. Hay ficción. Hay, acaso, una novela”. Toda una declaración de principios.

Sí, es que suscribo a lo de la mentira y el alma de los hechos, además del relato de [Juan Carlos] Onetti de que todo comenzó cuando él llegaba a su casa e inventaba mentiras. Mark Twain tiene una especie de elegía a la mentira que se llama “La decadencia del arte de mentir”, que es buenísima. Lo que él hace –y nosotros retomamos en una escena de La vida útil– es una gran oda a la mentira.

Siempre se vuelve a la realidad y sus condiciones de impostura.

Sobre todo porque, quitándole cualquier carga moral al asunto, la mentira nos gobierna, incluso, cuando recordamos. Nadie puede decir que lo que te conté hace un rato de Bertolina no tuviera cuotas de impresión de esa niña. La aceptación desprejuiciada de la mentira es parte de una necesidad que tenemos para entender el mundo. Y eso es tan difícil...

¿Cuándo el mundo es “fácil de comprender”?

Muchas veces me pasó de ir por la calle y pensar “cómo no se está yendo todo al diablo en este momento”. Es que todos podemos guardar nuestras apariencias, preservar nuestros buenos modales y seguir siendo funcionales y colaborativos. Si lo mirás con un poco de azoramiento y desconfianza, todo el mundo es un artefacto absurdo. Para mí el mundo nunca es fácil de comprender. Simplemente, en algunos momentos se puede bajar un poco el volumen a esa perplejidad. A veces les digo a mis amigos que ando como un obrero de Oklahoma de los años 70, acodado en una barra, aceptando el absurdo.

En el libro la narradora siempre prefiere a los segundos, a los muybuenosobrealientes, a las medalla de plata. ¿Desde ahí se ve mejor?

Es que en los Juegos Olímpicos siempre miré a la segunda. Siento complicidad, empatía e interés por esa persona que tal vez en el último momento se traiciona a sí misma o tiene un accidente que le impide el triunfo. En esa epopeya hay algo muy amoroso. Hay algo en ese quedar a un palmo de distancia... Y ¿quién dice que no hay gloria ahí?

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