Que Bob Dylan ganara el Nobel en 2016, habiendo editado apenas dos o tres libros “convencionales”, fue una suerte de definitiva consagración del rock entendido como literatura, un homenaje a una generación de compositores y, tal vez, la marca del fin de una era en la que ese género musical fue el espacio privilegiado de comunión entre lo que se llama “cultura popular” y la cultura a secas, o incluso la “alta cultura” (todos conceptos muy problemáticos). Peculiarmente, en un mundo en el que la poesía parece no tener apenas lugares en la prensa, salvo cuando gana premios, y tampoco demasiado público, todavía perdura la idea de que nombrando a alguien “poeta” se lo está enalteciendo, sobre todo cuando la persona en cuestión no se dedica, estrictamente, a la poesía.

Sin embargo, el gesto, que no deja de ser innecesario e injusto para los poetas y cantautores, no es exagerado al referirse a Leonard Cohen y Patti Smith, cuyos libros La llama y Devoción, respectivamente, aparecieron el año pasado en nuestro idioma, y ambos son deudores confesos de la revolución que significó la aparición de Dylan en el panorama musical norteamericano de los 60. No obstante, mientras la figura de Dylan tuvo su impacto en sus carreras musicales, lo cierto es que los dos tienen –en oposición a su referente– una extensa obra puramente escrita que, en ambos casos, comenzó bastante antes de la aparición de sus primeros discos (el debut de Cohen, por ejemplo, es el poemario Let Us Compare Mythologies, de 1956, y su primer disco es Songs of Leonard Cohen, de 1967, mientras que el libro Seventh Heaven, de Smith, antecede en tres años a Horses, de 1975) y, de hecho, en el caso de Cohen, continúa incluso después del último.

En efecto, La llama (Salamandra), aparecido en octubre de 2018, es un conjunto póstumo editado por su hijo Adam, que reúne canciones (las de Blue Alert, de Anjani, y las de sus últimos discos: Old Ideas, Popular Problems [2014] y el magnífico You Want It Darker [2016], con algunas variaciones), 63 poemas inéditos, fragmentos de su diario, varios dibujos y autorretratos, algunos correos electrónicos y el discurso que el canadiense dio al ganar el premio Príncipe de Asturias de Literatura en 2011. El volumen, por eso, tiene el valor doble de ser un testamento poético y una muestra amplia pero rigurosa del reconocible estilo del autor de poemarios como Flores para Hitler (1964), El libro del anhelo (2006) y novelas como Los hermosos vencidos (1966).

El caso de Smith, por su parte, es bastante distinto, porque Devoción, que sigue la línea comenzada en 2010 con la memoria Éramos unos niños y seguida por Tren M, de 2015 (en el medio, además, apareció el luminoso Banga, su último disco hasta la fecha), fue escrito en un contexto muy particular, como parte de la serie Why I Write (Por qué escribo), basada en las conferencias Windham-Campbell, que se dan anualmente en el contexto del festival de los premios Donald Windham-Sandy M Campbell, organizado por la Universidad de Yale.

En consecuencia, aunque el libro tiene como centro la pieza que le da título, y que es un relato inquietante con algo de parábola que trae reminiscencias de Angela Carter, con su brillo como de cuento de hadas y su fondo siniestro, que explora el deseo y la sujeción femenina a la vez que se sirve de arquetipos míticos, en los márgenes está la reflexión de la autora, que hace honor al título de las conferencias. Así, en un estilo memorístico, Smith investiga la circunstancia exacta del “nacimiento” de su obra, poniéndola en contexto como para buscar alguna pista (las metáforas detectivescas son de Smith, no mías) que evidencie los procesos que llevan a la creación literaria, a veces acercándose peligrosamente a estereotipos que bordea con cierta elegancia.

Nacimiento de una obra

En ese sentido, Smith parece perpetuar la tradición de corte pseudorromántico que tanto admira, basada en nociones como “genio”, “inspiración” y “trascendencia”, en la que se piensa comúnmente cuando se piensa en la “poesía”. Lectora ávida de William Blake y Arthur Rimbaud (ambos admirados por otro de los grandes “poetas del rock”, Jim Morrison), Smith abunda en referencias a la divinidad, ya desde el título, marcado por la idea de sacrificio y de entrega a algo superior, a su vez común en el misticismo de Cohen y, cómo no, en los discos religiosos de Dylan.

Sin embargo, el libro también presenta algo así como una visión más cerebral de la creación y en este sentido podría ser heredero de Filosofía de la composición (1846), en el que Edgar Allan Poe explica el proceso de escritura de su poema “El cuervo”, por más que Smith se centra en temas más de contenido que de forma: efectivamente, un viaje a París, un documental de Martti Helde, las novelas de Patrick Modiano, una biografía de Simone Weil y una competición de patinaje sobre hielo, por ejemplo, “entran” en la historia como referencias apenas veladas, como comparaciones o como meros elementos del “decorado”, pero también constituyen el corazón de la búsqueda de la autora, que imagina escribir una historia guiada no por un argumento sino “por la atmósfera que conjura la resonancia de una voz humana particular”.

Este solapamiento de la “voz” y la “escritura”, con la carga de “individualidad” específicamente “humana” y de una supuesta “autenticidad artística”, es uno de los centros fuertes y problemáticos del libro, que parece encontrar el pulso en una serie de referentes, de textos y de lugares, con la inclusión de fotografías testimoniales, pero también en las vidas de los artistas (Smith cuenta maravillada su encuentro con el manuscrito del libro póstumo de Albert Camus y con su caligrafía, signo máximo de lo personal) y, ante todo, en la muerte, en varias visitas a cementerios y a edificios y casas donde vivieron o escribieron los poetas, como el Hôtel de Lauzun, “donde Baudelaire fumaba hachís y escribió los primeros poemas de Les fleurs du mal”.

En esas tensiones, entre una escritura que se muestra “revelada”, insumisa (la autora se pregunta por qué escribió una historia tan triste, que le llega como de a impulsos que la obligan a garabatear largas parrafadas en el tren), y que a la vez exhibe los “hilos”, los textos y experiencias que le sirven de algún modo de materia prima, Smith hace encuentros felices, demostrando una vez más su virtuosismo en el manejo de las palabras, con cierta tendencia al preciosismo y un sentido profundo de amor y conmiseración por algo que insiste en llamarse “lo humano”, que ansía comunicar.

Devoción. Patti Smith. Barcelona, Lumen, 2018. 120 páginas.