Enero está lejos y a la vez dramáticamente cerca de febrero. Al menos en los ensayos de murga, en los que conviven los hinchas ansiosos, que exigen una pasada completa, y los puestistas, que insisten en repetir mil veces una cuarteta para recuperar el tiempo perdido durante el descanso antes de fin de año. A simple vista todo está pronto, pero aún se pueden ver correcciones de último momento: una frase que se reemplaza por una referencia de actualidad, un arreglo en el coro, un movimiento de manos, una ocurrencia que no estaba en el plan pero genera una carcajada lo suficientemente significativa como para que el chiste se gane sus 40 noches de carnaval. Asistir a un ensayo de enero es respirar ese airecillo de expectativa previo a salir a la cancha, es llegar con un mate y al rato estar tomando cerveza, es una de las actividades más baratas, transgeneracionales y divertidas de Montevideo en esta época del año. Lo único mejor que ir a un ensayo es ir a tres.
Disculpá, ¿me lo podés repetir?
Llegar al club Capurro vale la pena para confirmar que, a 20 años de su creación, La Mojigata sigue haciendo cuplés de La Mojigata. Es decir, cuplés colectivos y con un toque de osadía en las temáticas, que suelen ser abstracciones. Se dirá que el borracho o el paisano que adornaron miles de cuplés en la historia centenaria del género también son abstracciones, y que incluso lo son el niño rico y el niño pobre de aquel cuplé horrible de La Bohemia, por decir algo. Pero aquí hay abstracciones en el sentido conceptual, como la democracia, la mafia o el capitalismo.
El amplio hilo conductor es la política, y varios cuplés son sobre distintas ideas: está todo dado para matar de aburrimiento. Y la murga no sólo sale ilesa, sino que hace reír y lo deja a uno rumiando temas. La densidad del discurso se rebaja alternando con algo pavo: las personas que describen situaciones cotidianas con el tono de un discurso político, las menciones a Roger Waters y algo de fútbol, como es el caso de esta murga. Se ve que son futboleros, y acá se sacan las ganas de hacer un cuplé con la mejor música de murga futbolera del mundo, que es la marchita de River Plate: “Qué bodrio, señores, / qué bodrio el fútbol local”.
Lo propio del tono de La Mojigata es que habla de política sin convertirse en una de esas murgas que parecen el libro de sesiones del Parlamento, lo que resultaría cada vez más ajeno al interés del público, pero tampoco lleva el péndulo hasta la cotidianidad más insípida. Esa tensión, que seguramente atraviesa otros géneros, como el stand up, se soluciona vinculando lo político a lo más cercano (“Política son esas cosas por las que no sale más La Gran Siete”).
Aun si uno tuvo la fortudesgracia de escuchar el mismo cachito en loop en un ensayo, siempre queda la certeza de que se perdió algo y de que si ve el espectáculo varias veces le va a descubrir sutilezas que complejizarán el discurso inicial en capas, y sobre las que uno podrá discutir en los cumpleaños que haya en febrero o marzo, atomizando a los invitados no carnavaleros. Otro año más de La Mojigata contribuyendo al desarrollo del conversador murguero.
Los nuevos clásicos
Del club Paysandú, en La Blanqueada o el barrio Larrañaga, que no estamos para resolver esos litigios, sale Doña Bastarda. El Paysa es un legendario búnker murguero: a riesgo de que se ofendan sus hinchas y jugadores, parece un local de ensayo que luego se hizo club para justificar su existencia después de marzo. En 2019 esa estirpe se contagia a la murga, que parece un título más clásico de lo que es.
La verdad sea dicha, la cosa no es sólo el aire del Paysandú. Doña Bastarda tiene un solo año de vida, pero su debut fue tan intenso que cualquiera que la haya visto tiene expectativas formadas en relación con el espectáculo de este año y con el rumbo que tomará su identidad en formación. Y otra expectativa, acaso más mundana: ver a Marcel Keoroglián y a Alejandro Balbis, dos bombas de racimo en cualquier coro. Balbis no salía desde aquel murgón que fue Asaltantes 2007 y aunque sea simpático que toque en Lo de Silveiro, tenerlo como murguista no tiene precio, como queda claro en el primer solo que se le escucha en la noche de La Blanqueada. O del barrio Larrañaga.
En el caso de Marcel, también metiendo parlamentos, mechas e imitaciones de las que son jugar y cobrar. Doña Bastarda tiene un espectáculo llamado “Un mito griego”, lo que permite hablar de política y filosofía en el ágora carnavalera, al punto de que el cuplé “serio”, riesgoso como todo cuplé serio, critica a los medios de comunicación con la alegoría de la caverna de Platón y la retirada está dedicada a la democracia (uruguaya). ¿Quién es ese de barba, con tanta cara de conocido? Caramba, también está Javier Carvalho, aquella voz hermosa de la Falta, con bastante participación.
Mientras los desplomados en las sillas plegables disfrutan, el letrista Emiliano Tuala y el que no necesita presentación Pablo Pinocho Routin –que hace la puesta en escena– caminan, en la vuelta, con paso de quien está en modo falta-poco-para-el-desfile. Deben de quedar cosas por retocar, porque promediando el ensayo Pinocho amucha a los murguistas para tirar algunas líneas de la puesta. Pero en el fondo seguro que hay tranquilidad: la murga canta bien y está graciosa en varios momentos, lo que alguno atribuirá a Marcel y varios murguistas que acompañan ese tono, pero se debe especialmente a algunos aciertos de las letras, como el juego entre expectativa y realidad (sí, la murga jugando con un meme, eso es aprovechar un género omnívoro). Las charlas de tablado nos confirmaron que Doña Bastarda ya tiene hinchas, un indicador contundente para su segundo año de vida.
El regreso de los que nunca se fueron
La Catalina carga con una maldición: puestos a ver su espectáculo, o incluso sus ensayos, se tiende a analizar mucho más el contexto que el contenido de lo que pasa en el escenario. En el caso de los ensayos de enero hay que incurrir en lo mismo, porque no es un dato menor que tengan lugar en un anfiteatro de la torre de Antel, con mucha gente y en un formato que se parece bastante a una actuación.
Seis años después de su última participación en el concurso, tres después de su polémico no aprobado en la prueba de admisión y horas después de alguna que otra actuación con espectáculos nuevos o cuplés requecheados en teatros techados, Agarrate Catalina vuelve con un equipo de titulares: los tres hermanos Cardozo, grandes figuras del coro como Maxi Porciúncula y el Zurdo Bessio en el bombo, dando unos pasitos hacia adelante cada tanto para acercarse al micrófono y hacer lo que sabe.
El espectáculo tiene nombre y resulta una buena solución como hilo: los “Defensores de causas perdidas” pueden, por ejemplo, incluir un salpicón que consista en defender la causa perdida del salpicón, con un buen rato de jugueteo metamurguero que consigue ser inteligente y gracioso. Como para que uno olvide los devaneos un poco bizantinos en los que está metido desde que arrancó la actuación (¿cómo será el regreso a los tablados de una murga que hizo murga fuera del carnaval?), la murga hace bien lo que hace y muestra sus señas sin vueltas. Por ejemplo, se permite los arcaísmos de siempre, como “salú, salú / a toda la afición querida”, que, dependiendo de cómo le caiga a uno la Catalina, serán insoportables o encantadores.
En todo caso, funciona. Es una murga sólida, lo que parece un halago frío pero no debiera. Quizá sea mejor decir contundente, por el coro y porque está conducida por Tabaré Cardozo, que como director trasciende los amores y odios que genera como solista, acaso por mantener la presencia escénica de siempre: parece que estuviera generando los arreglos del coro con los piñazos de boxeador que tira en el tablado, o que estuviera jugando a dígalo con mímica con las letras de la murga.
Esa imagen de Tabaré, levantando los brazos de frente al público, remite más que nada a la retirada. Los minutos finales, de potente canto murguero, están dedicados a las murgas de La Teja y tienen varios hallazgos que, fe poética mediante, van a sonar a verdades irrebatibles para cualquier nacido entre los 70 y los 80. Es decir, alguien que vio esas murgas de la transición democrática desde los ojos de la niñez, igual que los murguistas de la Catalina. Efectivamente, aquellos murguistas de los 80 “eran gente de tres metros / ellos y sus pieles de colores”.
Enero termina y con él los ensayos en short y chancletas. Esos que abren una ventana para que podamos ver espectáculos casi terminados pero ejecutados por impostores: personas a cara lavada que te saludan sin llenarte de brillos y que pueden subir escaleras sin parecer una dama victoriana. A partir de hoy, a los saltitos mil noches practicados se sumará el peso de 15.000 kilos de tela, y el sudor veraniego se mezclará con varias capas de pegajoso maquillaje. Entonces, por fin, la metamorfosis será completa.