[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]
Para alguien de la ciudad, la vida en un balneario durante todo el año debe de ser tan inimaginable como la cotidianeidad de Saturno. El balneario es lugar de baños, que en este país de agua casi siempre congelada equivale a decir verano, y punto. No es de extrañar que las invasiones en busca de océano hayan marcado, exactas y delimitadas en el tiempo estival, la historia de este lugar. Porque primero eran los bañistas montevideanos, que en enero y febrero salían en tren desde la capital rumbo al este. Que el viaje duraba horas y horas, que en la última parte ya se olía el mar, que bajaban de las fonoeléctricas y se tostaban al sol, que terminaban el día achicharrados, ellos, los turistas. Eso dicen de este lugar construido sobre las dunas, terreno ganado a la arena inhóspita y que fascina sólo cuando hace calor, porque quien se viene a vivir ya en los primeros pamperos otoñales sale corriendo despavorido.
Lo más asombroso ocurre entre Navidad y Fin de Año: es cuando el pueblo se hace balneario. Si en la adolescencia para la fiesta del 24 de diciembre había una tendencia casi que obvia a encontrarle un atractivo especial a tu compañero de liceo que ya se había agarrado a todas tus amigas, con quien en ocasiones terminabas a los chupones en el medio de un club social, el 31 era una historia muy diferente. Pululaban los galanes, aunque ni bola te dieran. Gente nueva, drogas nuevas, otros lugares a los que ir. Ni el paisaje se reconocía. Para ese entonces, había turistas y ya vivíamos en balneario, aunque siguiéramos siendo unos pueblerinos rústicos. La transformación sigue operando en esa misma semana, y estalla puntual la noche de Fin de Año, en una mezcla de euforia y temor por el espacio cedido.
En aquella época, como supongo que sigue pasando, los boliches explotaban de pronto, sin preguntarnos a nosotros, los pueblerinos, si era eso lo que esperábamos con paciencia durante el año, cuando dejábamos currículums de una hoja en los restaurantes de pescado frito, o con suerte en la heladería de la calle principal, donde maniobrábamos la espátula para hacer helados con copete, como se usaba antiguamente, antes de que llegaran las cucharas redondas. Helados con copete, menudo arte. Colocar una base firme, mejor si era un gusto de crema primero, que es más consistente, luego extender otro poco de helado por el borde del tacho congelado y levantarlo con un movimiento preciso con la espátula, redondo, para sobreponerlo a la base existente, y terminar dándole una vueltita primorosa, que el viento derretía apenas el cliente salía al exterior.
Costumbre de nosotros los pueblerinos es la de mirar al turista con una mezcla de resentimiento y fascinación, inalcanzables en las noches de cenas afuera, el dinero extendido a los hijos para salir a dar vueltas por la avenida, clases de surf, tardes y tardes en la playa, autos nuevos prestados para ir a bailar y volver zigzagueando por la ruta, todo mientras nos correspondía hacer helados con copete, sudando en veranos que eran una ficción en las playas del pueblo, quiero decir balneario, playas a las que llegábamos de tardecita, para nunca aplaudir la puesta de sol (eso es de foráneo, se decía), comer bizcochos y pasarse un cigarro de boca en boca. Pero los turistas tenían más estilo en todo. Y lo siguen teniendo. Habría que rendirse de una vez a la evidencia de que el balneario no es nuestro, a pesar de los continuos esfuerzos por defender el espacio perdido. Perdemos la playa, la calle, los comercios, el silencio, el tiempo, la almohada... Es que hasta nuestras casas se nos van de las manos. Alquilamos y nos vamos al cubículo del fondo, con la paciencia de quien sabe que en marzo volverá la normalidad.
Si en las ficciones el balneario favorece el aletargamiento y la modorra, la realidad del pueblo que subyace rompe cualquier tipo de encanto. 2019 vino lluvioso. Cunden los mosquitos. Hay un verde desmesurado en los jardines. Pasan muchos autos con canoas en el techo, radiantes con el redescubrimiento de la Laguna de Rocha. No sé lo que pasa en la avenida principal, porque es un territorio que se debe evadir. Seguro un pueblerino rasca el fondo de un tacho de helado, pero lo sirve en bochas. Las verdulerías ofrecen, como siempre, lechugas desmayadas y duraznos podridos. Lejos de las postales, allá bajan las aguas servidas rumbo a la Bahía Chica. A veces nos convencemos de algunas cosas, como de que los turistas no son lo que parece. También de que hay imágenes envidiables sólo para la foto, parejas que se aburren al no saber qué hacer con tanto tiempo de licencia, niños que se hartan de la monotonía familiar y piden volver a la ciudad, cuerpos demasiado exhaustos de salitre y sol, alegrías fallutas, perros que se pierden, perros abandonados y perros atropellados. Es cuestión de esperar a marzo nomás. Como todos los años, a esa altura quedaremos sólo los pueblerinos, añorantes del verano de 2020, como ya es costumbre.