Son las seis de la tarde en un apartamento en el Centro de Montevideo. Él, pegado al escritorio, trata en vano de concentrarse. Un magma de gritos y bocinazos trepa nueve pisos con la suficiente energía como para envolverlo y sumirlo en el desasosiego.
Lo sabe bien: el cierre es inminente. Le quedan dos días para entregar un artículo breve sobre Amalia. Anotó el nombre varias veces. Amalia. Antes probó con el nombre que figura en los documentos: María Celia Martínez Fernández. Probó con el artístico: Amalia de la Vega. Volvió al primero, Amalia. Es un juego personal: un enredo de sobreentendidos que funcionan en los confines de ese pequeño ambiente, entre discos, alguna foto de su viejo, una radio, la computadora.
Escribe: “Una marea humana clama por algo, vociferan consignas que no distingo bien. Unos parecen estar a favor de algo. Otros, que vienen desde la plaza, reclaman por un gasto desmedido por el monumento que están levantando en la rambla, porque ya hay demasiados monumentos en el panteón, porque no se puede ver el horizonte. Bocinazos, sirenas. Quizá las fuerzas especiales del orden ya llegaron como una marea armada. El orden en la avenida principal se restablece con las botas puestas. El orden y la disciplina de la memoria se restablecen con monumentos”. Este no es el tema, grita sin palabras.
Vibra el celular. Es un mensaje de su editora. “Te recuerdo que en dos días tenés que entregar el texto. Tratá de incluir datos biográficos jugosos sobre su vida en Melo, algo de su vida amorosa, de la poesía nativista. ¿Tenés alguna información sobre su madre?”. Llega otro mensaje: “Dale un toque personal. Poné aquella historia que me contaste de tu padre escuchando la radio en su taller, cuando descubriste ‘Mi rebenque plateado’. Seguimos en contacto. Beso”.
Anota: “Creo que las marchas ya chocaron con la Policía. Esta política dedicada a levantar monumentos del arte para vigilar las buenas tradiciones ya no funciona. Se habla de ellos en la plaza, en las cadenas de radio y televisión. Demasiado”. ¿Esta movilización será por Amalia, por su centenario?, piensa. No tiene sentido.
Disgustado por su incapacidad de hilvanar un par de ideas interesantes, reconoce que ese no es el tema de su artículo. Tiene que ordenar los posibles puntos. “Datos básicos. Fechas de nacimiento y muerte. Las lecturas de su madre, en Melo. Dato clave: que no estudió canto. El arribo a Montevideo. Nombres: Regules, Burghi, Puentes de Oyenard, Juana, Fabini, Cluzeau Mortet, Soliño, Ayestarán. Hay más. Las fonoplateas. La discografía: una veintena de títulos. ¿Por qué se llamó a silencio en pleno ascenso de su carrera? ¿Por qué apelaba a un discurso de corte nativista? ¿Ese era un gesto ‘nacionalista’ ingenuo? ¿Estuvo vinculada con la dictadura? ¿Era realmente de derecha?”.
Abajo, el choque de masas alcanza decibeles imposibles. No hay acuerdo: la palabra fue enajenada violentamente. Inquieto, se levanta para buscar los auriculares, un disco, uno de Amalia. Las guitarras avanzan con sonido poderoso. La voz de Amalia, su fraseo fluido, la articulación precisa, afinación impecable, imponen el silencio en su cabeza. Era como Gardel. Piensa en su padre, en el fondo de su casa en Canelones, en la radio clavada en el eslogan “música típica y folklórica para la cuenca del Plata”. Imagina que contempla un río de poderosas corrientes; deja que el asombro lo revuelva como en la adolescencia. Se concentra en las guitarras: suenan como las de Zitarrosa. Chequea mentalmente las fechas. Esto fue anterior a la obra de Zitarrosa. Deberían recordarse como las guitarras de Amalia –anota–, es una cuestión de justicia. ¿Justicia?
Nada de esto le puede interesar a un lector de suplemento cultural –piensa–; el periodismo cultural se ocupa de las grandes obras. Anota: “¿Para qué escribo esto?”. Y tacha.
Se levanta, camina por el cuarto, mastica ideas, las desecha. Vuelve al escritorio y escribe: “Abajo hay un magma a punto de explotar”. Borra. Intenta otra vez: “Hay que quemar inciensos en el culto oficial a la redondez númerica. Hay que levantar monumentos fríos, pétreos, sin música. Sólo hay que tener el dato de que alguna vez algo de la música de Amalia estuvo por aquí. Conviene, además, disimular que fue una casualidad –o algo parecido– el hallazgo de unos discos y el cálculo que dio como resultado un centenario. Sólo hay que escribir textos rápidos que sostengan el emblema, que sacudan el polvo al viejo complejo de inferioridad de las músicas populares y que refloten palabras como ‘clásico’, ‘folclore’, ‘patrimonio’. De paso, no nos olvidamos de que seguimos siendo una colonia obediente que necesita un star system, un panteón de próceres para no sentirse tan inferior y, de paso, alimentar la cara banalidad de egos poderosos. Amalia vibraba en otro plano. Un plano ajeno a los divismos desaforados”.
Fue un exabrupto. Lo borra. Nadie publicaría algo así. Deja los auriculares, se levanta, va hacia la ventana. La calle está tranquila. Ni rastros de algo parecido a una agitada manifestación. La realidad diluyó su imaginación descontrolada. No hay masas encendidas, tampoco hay un texto pronto para enviar a la redacción.
Escribe: “De Amalia sé poco y nada. Sólo tengo datos básicos, algunas sepias notas publicadas en la prensa de otra época. Sólo tengo algunos discos. Amalia está repleta de misterios. Había olvidado su voz por varios años, confieso. Se convirtió en una foto perdida. El reencuentro es, como en mi adolescencia, un impacto. Música. Habría que disciplinar la paciencia de un archivista, refrescar la teoría musicológica, pensar como crítico en serio, para trascender la anécdota, la superficialidad para hurgar en su universo. Cuando todo se diluye en la gestión, en el acto que rinde honores a la estadística, sólo se disimula la incapacidad para aceptar los misterios, para conocer lo que moviliza las memorias colectivas con poder inigualado por otra actividad social”.
Silencio. Manda un correo con la siguiente frase en el asunto: “No hay texto todavía; las ideas se confunden en los apuntes ansiosos”.