Siempre que algo se aleja de lo predominante o hegemónico llama la atención. Ese es el caso de un tipo de narrativa en el que el narrador está más presente, la primera persona impera y, por lo general, los materiales de los que se vale para construir la historia pertenecen a la vida o al entorno del autor, a la que la crítica, la academia y las editoriales nombran como autoficción, escritura del yo o literatura intimista, con leves diferencias entre unas y otras. Y si en poco tiempo aparecen tres casos similares de esa creación tan excepcional en Uruguay, la tentación de creer que se está ante un fenómeno es irresistible. ¿Estamos ante el surgimiento de una nueva forma narrativa, o ante el resurgimiento de un estilo en desuso? Ni una ni la otra. Lo interesante es lo que la aparición de este tipo de narrativa viene a probar, con obras que ignoran, atacan o contradicen la racionalidad narrativa, la tradición de la tercera persona, del narrador inteligente, ingenioso, distante, impoluto. De a poco, nos estamos animando (hablo en primera del plural porque el periodismo también ha comenzado a intentarlo) a mostrarnos, a dar la cara respecto de lo que escribimos, a problematizar los conceptos de ficción y realidad, a creerle un poco menos al ingenio y al raciocinio lógico, y a darnos cuenta de que ser sensibles y estar vivos no le quita fuerza ni calidad a la creación, sino que, por el contrario, le da algo que la narrativa uruguaya casi había perdido.

No es novedoso ni intenta serlo. Este tipo de búsquedas se puede encontrar, con acercamientos variables, en la narrativa de Alicia Migdal –una de las pioneras– en Muchachas de verano en días de marzo (1999); en la obra de Gustavo Escanlar; en algunas novelas de Roberto Appratto, como Íntima (1993), Se hizo de noche (2007) y 18 y Yaguarón (2008); en el último Mario Levrero; en Pronto, listos, ya (2006), de Inés Bortagaray; y en Limonada (2004), de Sofi Richero. El hecho llamativo que se produjo en los últimos meses fue que se publicaron tres libros con propuestas similares: El mar desde la orilla, de Alicia Migdal; Habla el huérfano, de Hugo Achugar; y Yo soy el que no está, de Fidel Sclavo.

Por un lado, se da el mencionado abandono de la tradición hegemónica de la narrativa uruguaya y se plantea la idea de que quizá los discursos narrativos totales, de tesis, extensos, cerrados, omniscientes, ya no sean tan efectivos a la hora de entender el presente o de interactuar con él. No es casual que en muchas de las obras narrativas publicadas este año en Uruguay se imponga una narrativa del fragmento, tan emparentada con el posteo o el tuiteo como con la necesidad de que la narrativa ya no abreve en una sola fuente y que integre –como un collage interminable– las distintas fuentes de sentido.

Yo soy el que no está es quizá el que lleva más lejos esta apuesta. Articulado como una sucesión de fragmentos de todo tipo en términos narrativos, más que ser considerado una lista de apuntes, debería ser visto como una clara muestra de hasta dónde se puede llevar la noción de novela, qué tanto se puede expandir.

El libro de Sclavo es una novela de respaldo. Como si fuera necesario inventariar todo lo alojado en la memoria y lo que el contexto genera a fin de no perderlo, como un acto de conservación histórica, como un archivo personal en el que no se hacen distinciones a la hora de elegir qué guardar y qué desechar. Es esa urgencia, ese sentimiento de que el tiempo apremia, de que hay que evitar que lo que fuimos (o no fuimos) se pierda, lo que le aporta a la novela una tensión constante, generando una sensación dual entre calma, placer, disfrute, y nerviosismo e inquietud. Y esto es, en definitiva, lo que la vuelve tremendamente viva.

Se podría citar una frase de Stefan Zweig que el autor incluye en el libro y que resume la impronta de la novela: “Precisamente yo, que debería saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda la existencia: la fugacidad y el olvido”. A pesar de este afán, queda la sensación de que la vida sigue siendo inasible, lo que hace que la experiencia oscile entre la melancolía y la aceptación.

La articulación en los distintos tiempos genera otro tiempo: el de la narración, en el que el narrador une lo diverso, aglutina los tiempos, el pasado, la memoria, el presente, los sentimientos, el futuro, y relaciona lo que, en apariencia, es inconexo. En ese tiempo, la narración fluye de forma asombrosa considerando que no dejan de ser fragmentos. Sclavo no renuncia a la noción de apuntes sueltos o de listado caprichoso, y logra cierta armonía y fluir que hace que lo relativamente inconexo lo vuelva poético, y, a su vez, que la suma de las partes construya una narración tan experimental como tradicional. Con el correr de las páginas comienzan a delimitarse líneas del relato, leitmotivs y personajes que incluso permiten apreciar una progresión del relato, un cambio en los personajes (principalmente en el narrador), haciendo que el libro termine de una forma distinta a como lo empezó, al menos a los ojos del lector, aunque la estructura que lo alberga no es un mecanismo de relojería, sino un aire imperceptible, un aroma, un roce que, por sutil, es potente.

Es de las mejores novelas del año y va de la mano con las de Migdal y Achugar como la avanzada de un cambio saludable en las letras locales. Se suma, además, a intentos diversos de sacar a la narrativa uruguaya de cierto letargo formal y de contenido, y sobre todo, de ampliar el género, no para derribar una hegemonía y poner otra en su lugar, sino para buscar una diversidad narrativa que durante años no tuvimos. Esa ausencia fue la causa, entre otras cosas, de que el público lector local se alejara en busca de otras propuestas y de que durante mucho tiempo estuviéramos aislados y sin posibilidad de diálogo en la región.

Yo soy el que no está. De Fidel Sclavo. Montevideo, Banda Oriental, 2019. 151 páginas.