En el primer tomo de su biografía de Vladimir Nabokov (Los años rusos, 1990), Brian Boyd recoge el testimonio de Ross Wetzsteon, alumno del autor de Lolita en la Universidad de Cornell. Cuenta Wetzsteon que en la clase en la que comenzaron a estudiar Casa desolada, Nabokov tomó una tiza, caminó hasta la pizarra y anunció que haría un diagrama de los “grandes temas” de la novela de Charles Dickens. Empezó trazando un arco y anotó “el tema de las herencias”, seguido de una línea ondulada que descendía y se alzaba, significando “el tema de las generaciones”. Una línea que viraba con brusquedad sobre las otras dos era “el tema de la conciencia social”. En este punto, dice Wetzsteon, Nabokov se volvió hacia sus alumnos y les pidió que copiaran exactamente en sus cuadernos el diagrama que venía dibujando. Y siguió: otra línea serpenteada para “el tema de las condiciones económicas”, otra para “el tema de la protesta política”, otra para “el tema de la pobreza”, y así por un rato hasta que, al final, agregó una medialuna en el centro que significaba “el tema del arte”. Recién cuando el esquema estuvo terminado, los alumnos se dieron cuenta de que en el pizarrón Nabokov había dibujado un gato que los contemplaba con una sonrisa irónica.

Los llamados “grandes temas” gravitan sobre la materia de trabajo del novelista, filtrándose entre la trama, adensándola, solidificándola, volviéndola materia porosa y maleable, mutando en conciencia o discurso de los personajes, empantanando la acción o virando hacia el ensayo, la disquisición filosófica, el manifiesto o el liso y llano panfleto. Si algo vuelve poderosa literatura a libros como Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, o Rebelión en la granja (1945), de George Orwell, obras, por otra parte, despreciadas por Nabokov, no es su recurrencia a los grandes temas en sí –la tecnología reproductiva en la primera, la corrupción del socialismo en la segunda– que sedimentan su factura, sino lo que los autores hicieron con ellos al servicio de las respectivas tramas. Algo similar ocurre con Máquinas como yo, la reciente novela del escritor británico Ian McEwan, en la que un “gran tema” (la ética de la inteligencia artificial) sustenta pero no asfixia la historia. O sea, el gato irónico de Nabokov ronronea en sordina y no cubre con su cuerpo la imagen central.

Hombre y máquina

Máquinas como yo es la historia de un triángulo amoroso, pero también la de una venganza no resuelta, la de la consolidación de una familia adoptiva y la de la decadencia de un gobierno por el mal desempeño de los gobernantes. El mismo autor de novelas magistrales como Los perros negros (1992), Amor perdurable (1997) y Expiación (2001) vuelve a tensar con maestría la cuerda de la ominosa conciencia humana para arrancarle, a cuajarones, sus mejores (que en verdad son los peores) monstruos.

En la ucronía descangallada que ha escrito McEwan, Inglaterra acaba de ser vilmente vencida por Argentina en su intento de recuperar las Malvinas, la primera ministra Margaret Thatcher se ha visto obligada a dimitir y los Beatles se han reunido 12 años después de su separación (con un John Lennon que no ha sido asesinado a la entrada del edificio Dakota) para grabar un disco desparejo llamado Love and Lemons, que el crítico musical del Times se encarga de destrozar. Aunque se encuentra ambientada a mitad de la década de 1980, Máquinas como yo muestra a personajes que navegan por internet y se envían mensajes de texto con sus celulares, en lo que representa un injerto preciso del actual mundo moderno en una época no tan lejana, pero a la que los avances tecnológicos del presente vuelven obsoleta. La clave de la ucronía de McEwan se cifra en la figura del matemático Alan Turing (1912-1954), que en la novela no murió a los 41 años, envenenado con cianuro tras ver truncada su carrera científica luego de ser procesado y encarcelado por homosexual, sino que siguió viviendo e investigando por varias décadas, para contribuir a los avances de máquinas inteligentes en apariencia iguales a los humanos, que pueden llegar a sentir las mismas emociones que estos.

No es la intención de esta reseña avanzar demasiado en la glosa de la trama de Máquinas como yo, pero puesto a remarcar la tesis que sobrevuela el libro se puede señalar a la constatación de la persistente estupidez humana como disparador, punto de encuentro y fatal conclusión. El Alan Turing de McEwan, con un tono desencantado, se lo dice al narrador de la novela en un pasaje: “Creamos una máquina con inteligencia y conciencia de sí misma y la obligamos a habitar nuestro mundo imperfecto. Concebida conforme a unas líneas racionales, y bien dispuesta para con los demás, esta mente pronto se verá enfrentada a un huracán de contradicciones. Nosotros hemos vivido con ellas, y su lista nos abruma. Millones de seres mueren de enfermedades que podemos curar. Millones de seres viven en la pobreza cuando existen medios para abolirla. Degradamos la biosfera cuando sabemos que es nuestra única casa. Nos amenazamos con armas nucleares cuando sabemos adónde podrían llevarnos esas amenazas. Amamos las cosas vivas pero permitimos la extinción masiva de las especies. Y todo lo demás: genocidios, torturas, esclavitudes, asesinatos de género, abuso de menores, tiroteos en escuelas, violaciones y otras muchas atrocidades diarias. Vivimos con estos tormentos y no nos asombramos cuando aun así encontramos la felicidad, e incluso el amor. Las mentes artificiales no saben defenderse con tanto éxito”.

De un ritmo trepidante y cargada de acción, a pesar de que la historia transcurre en gran parte dentro del apartamento del narrador, Máquinas como yo es otra muestra del probado oficio de McEwan y una vindicación, por medio de la ficción, de la vida y la obra de Turing, otra víctima de la persistente estupidez humana.

Máquinas como yo. De Ian McEwan. Traducción de Jesús Zulaika. Barcelona, Anagrama, 2019. 358 páginas.