A veces, sin saberlo o a sabiendas, la vida de un hombre cobra sentido, trasciende la chatura, escapa del olvido y se vuelve trascendente, a partir de una única acción, un gesto, una obra, una palabra o un silencio a tiempo; algo que lo distancia de la mediocridad general para perpetuarse en las generaciones que lo siguen cuando él mismo, reducido a mero puñadito de ceniza, no ocupe ya lugar entre los vivos. Del inglés Frederic Eden (1828-1916), a pesar de su vida longeva, su condición aristócrata y una fortuna importante distribuida en varios bancos, es poco lo que se sabe. En 1884, con 56 años, llegó a Venecia sobre una silla de ruedas, en compañía de su esposa y de algunos empleados, para concretar la obra de su vida, por la que sería recordado en el futuro: un impresionante jardín levantado en la Giudecca, una isla ubicada al sur de la famosa ciudad de los canales.

En floración

Moreras, adelfillas y melocotoneros. Lirios, forsitias y espireas. Azaleas, laburnos y linoceras. Anémonas, pitósporos y tulipanes. Veigelas, rincospermos y lirios del valle. Rosales, crisantemos y tamariscos. Espinos, campanillas y lobelias. Agapantos, alcatraces y begonias. Geranios, antirrinas y azucenas. Calas, flores mono y magarzas. Los protagonistas de Un jardín en Venecia, breve pero no leve libro de Eden, que en realidad nunca fue concebido como tal pues, en los hechos, originalmente se trató de un artículo publicado en la revista británica Country Life en 1903, son variados y crecen desde el pie, embellecen con su presencia las cuatro estaciones y les enrostran a los bípedos que los contemplan su carácter superior sobre la Tierra, la poderosa constancia y la condición autosuficiente que los distancia de las bajezas, el griterío y el sino destructivo de los humanos.

Un jardín en Venecia es, al mismo tiempo, un tratado sobre cómo domeñar un terreno hostil para convertirlo en un bello espacio, un rápido curso de botánica y una suerte de credo estético. Eden cuenta en primera persona el proceso mediante el que convirtió un sitio tomado por el salitre, las plagas y las gramíneas en el jardín del título, con la ayuda de un puñado de fieles asistentes y ante la viveza de algunos lugareños que seguramente veían en aquel inglés tullido y de abultada billetera a un ricachón ingenuo al que había que pelar como un ajo.

Eden sabía, porque había observado con paciencia la naturaleza durante añares, que la obra del hombre siempre es efímera, por más empeño que se le ponga a la causa, y que hay una serie de leyes superiores que no sólo rigen a la materia por fuera de los designios humanos, sino que conforman una suerte de enseñanza para quien quiera y, sobre todo, pueda aprender. Y así escribe: “La tierra firme que había de ser nuestro jardín fue creándose poco a poco, y llegó a ser digna de albergar vida en una escala superior. El hombre llegó entonces para continuar con el trabajo de la naturaleza. Escapando con vida del interior, feliz de haber salvado su pellejo, se construyó un cobijo con cañas, después una choza de madera y por fin una cabaña de barro cocido o ladrillos. No hay desperdicio absoluto o pérdida completa en las leyes de Dios. Lo que es basura en un tiempo y lugar sirve para un propósito beneficioso en otro, y mientras el hombre construía un hogar mejor, la materia descartada tomó otra forma ciertamente más hermosa”.

Por el jardín

Eden no edificó con trabajo y paciencia su jardín para pasearse por sus senderos en un simple capricho onanista, sino que lo erigió en destino obligado de todo aquel que pasara por la zona. Al jardín de Eden llegaron figuras tan ilustres como Marcel Proust, Rainer Maria Rilke y Gabriele D’Annunzio; el novelista Henry James se inspiró en su fantástica arborescencia para escribir uno de sus libros más recordados, Los papeles de Aspern (1888), y en 1909, el gran Jean Cocteau, entonces un joven de 20 años, escribió el poema “Recuerdo de una noche de otoño en el jardín de Eden”, dedicado a la memoria de su amigo Raymond Laurent, quien habiendo llegado en su compañía al verde ambiente de la Giudecca, protagonizó entre sus árboles una pelea con el estadounidense Longhorn H Whistler, que lo llevaría al suicidio a los pies de la Iglesia de Santa María de la Salute.

Al morir en 1916, Eden no podía saber que, a medida que avanzaba la caótica centuria, su jardín pasaría por varias manos hasta convertirse en propiedad del excéntrico artista austríaco Friedensreich Hundertwasser (1928-2000), un ecologista situado en las antípodas del manifiesto estético natural del británico. Impulsor de la putrefacción como máximo recurso de la inmortalidad del mundo vegetal, Hundertwasser prescindió de jardineros, de matayuyos y del dictado de las nuevas tendencias botánicas para que las plantas se extendieran en absoluta libertad. “La gente no entiende, y piensa que dejo el jardín en estado de abandono. Todo lo contrario: yo amo a las plantas salvajes, reniego de los huertos y de las zarzas. ¡Mirad qué verde tan armonioso, y aquellos revoltillos de ramajes parecen bordados! Yo no hago de jardinero, doy plena libertad a la naturaleza. Practicad la vegetación espontánea, dejad que empuje sin podarla, es preciso que firmemos un tratado de paz con nuestros jardines”, clamaba el austríaco en medio de los troncos añosos y las espinas trepadoras mientras arreglaba el papeleo con el notario para que, tras su muerte, el jardín se cerrara para siempre.

Entre las páginas de Un jardín en Venecia, la obra de Eden sobrevive intacta, desafiando las disposiciones testamentarias y las ruinas de las épocas. En tiempos tan nefastos para el medioambiente como estos, cuando la dinámica depredatoria del hombre arrasa todo a su paso y, acá a la vuelta nomás, gobiernos hipotecan los recursos naturales por medio de negociados entre cuatro paredes, la lectura de este librito es un esperanzador soplo de aire fresco.

Un jardín en Venecia. De Frederic Eden (traducción de David Cruz Acevedo). España, Gallo Negro, 2019. 118 páginas.