Hace unos días, mientras leía la interesantísima entrevista que David Broder les hizo a Pamela Anderson y Srećko Horvat para la revista inglesa Jacobin, me enteré, por la actriz, modelo y activista, de que recientemente se apartó al cocinero Vittorio Castellani del programa de televisión en el que participaba porque, según su versión de lo que le comunicaron los ejecutivos de la RAI, al público ya no le interesan las recetas de comidas “extranjeras”. Eso lo llevó, según su versión, a renunciar inmediatamente.

El canal, por supuesto, se apuró a negar todo, explicando que incluso se han hecho, desde la partida de Castellani, platos que, en un aparente despliegue de multiculturalismo, conjugan las berenjenas a la parmesana con el uramaki japonés. No obstante, lo cierto es que, por un lado, el chef Kumalé (tal es su apodo) había preparado, las dos veces que participó en el show (cuya anfitriona es Elena Isoardi, pareja del vicepresidente de ultraderecha Matteo Salvini), tortillas mexicanas y un curry de Kerala; por otro, también es verdad que la RAI (presidida desde setiembre de este año por el polémico Marcello Foa, famoso por compartir fake news y por su discurso contra lo que él llama “ideología de género”) ha sido recientemente denunciada por Amnistía Internacional, la Organización de las Naciones Unidas, Médicos sin Fronteras y otras agrupaciones por censurar un documental de Valerio Cataldi sobre los inmigrantes atrapados en el campo de refugiados en la isla de Lesbos, y, finalmente, que Silvio Berlusconi, como cuenta Horvat en la entrevista, había empezado ya en 2009 una campaña contra la comida “no italiana”.

Además de las obvias críticas (qué sería italiano en un plato que, como los espaguetis, está hecho con tallarines traídos de Oriente y tomates americanos), lo que se impone es el retorno de una discusión que ya se tuvo. En efecto, el 28 de diciembre de 1930 se publicó, en el diario italiano La Gazzetta del Popolo, un escandaloso texto firmado por Filippo Tomasso Marinetti: el “Manifiesto de la cocina futurista”, en el que se arremetía nada menos que contra la pastasciutta. Parece una banalidad, pero este ataque a uno de los emblemas italianos, desde un movimiento orgánico al fascismo como lo fue el fundado por Marinetti, levantó polémica como el futurismo no lograba hacer desde hacía muchos años. De hecho, este fue, en gran medida, uno de los últimos intentos de la vanguardia de separarse del régimen, al menos desde el punto de vista estético, ya que no, en principio, político.

Efectivamente, el poeta (milanés de adopción, pero nacido en Alejandría) estaba decepcionado con la tendencia cada vez más evidente al clasicismo, el aprecio del arte realista y la exaltación del pasado romano, tres aspectos que iban contra toda la propuesta antipasatista y antinostálgica del movimiento surgido en 1909, que ansiaba por fin la modernización de Italia y la conquista de nuevos territorios (metafóricos y no) y, por lo tanto, proponía una idea muy distinta de italianidad. El ataque a la pasta era, entonces, una muestra final y contundente de su malestar, un ataque a una comida pesada, que dejaba a los italianos adormecidos y lentos, todas cualidades que se oponían al ideal de hombre enérgico y pronto para la batalla.

Hoy tal vez parezca absurdo, pero en un recetario que saldría algunos años después, el plato preferido sería el risotto, por su rápida digestión y su valor nutritivo y, acaso, como propuesta enmarcada en la proteccionista “battaglia del grano”, lanzada en 1925 por Benito Mussolini en respuesta a la insuficiencia de la producción nacional de trigo. Así, además de inaugurar una relación con la alimentación basada en su índice calórico (que se afianzó varios años después en Occidente para volverse la auténtica obsesión que es hoy), Marinetti dejaba en evidencia que la política siempre está también sobre la mesa, aunque uno de sus textos la dejara explícitamente fuera.

Por otra parte, de Marinetti es también un manifiesto contra la “extranjerofilia”, que en la cocina era claramente visible, no sólo a través del estatus que tenía la cuisine française, sino además por medio de palabras que parecen tan naturales, como bar, menú o chef. En este sentido, el aparato fascista tuvo un éxito relativo, pero muchísimos planes para hacer cambios lingüísticos profundos: desde proponer la hasta hoy utilizada calcio para suplantar football hasta el absurdo intento de erradicar el femenino pronombre de cortesía Lei o sus políticas para diezmar los dialectos regionales. Así, por ejemplo, en 1939 se publicó el Prontuario di pronuncia e ortografia, escrito por los filólogos Giulio Bertoni y Francesco Ugolini especialmente para los comunicadores radiofónicos del Ente Italiano per le Audizioni Radiofoniche, en busca de unificar el léxico y la pronunciación, eliminando dialectismos y extranjerismos.

Ansiedad imperial

Más que el nacionalismo, al final, lo que sobrevuela la mezcla (por momentos virtuosa) de política educativa, propuesta lingüística, recetario, denuncia y manifiesto que es La cocina futurista, es la ansiedad imperial de Marinetti, que se hace evidente en platos como “Pescado colonial al redoble de tambores” o en el uso deliberado de ingredientes “exóticos” (sobre todo de origen africano), que abonan la idea de “comerse al enemigo”. Sin embargo, la en apariencia tajante propuesta del texto hace agua por todas partes: a la vez que limitan los préstamos léxicos, los futuristas preparan a su gusto comidas como “Pré salé aux petits pois” o “Roast-beef”; mientras que prohíben hablar de política en la mesa, no hacen más que hablar de política (y de sexo y de muchas otras cosas); al mismo tiempo que alaban a Mussolini, se centran en logros técnicos anteriores a la “vuelta al orden” y atacan al Novecento, grupo artístico preferido del Duce... y, aunque espero no tener que aclarar que esa retórica, en términos políticos, me parece aborrecible y que, ciertamente, jamás podría ponerme del lado de Marinetti, que murió componiendo loas a la abyecta República de Saló, las diferencias con el actual discurso apenas solapado, institucional, xenófobo y clasista son bastante claras.

Esto se debe en parte a que este abandono de lo “foráneo” en la cocina no es más que una parte de la arremetida que, en todas partes de Europa, ataca a los inmigrantes –en general, no a los japoneses, precisamente, sino más bien a los que vienen de África y Medio Oriente (no incluyo, por cierto, a los “inversionistas” millonarios)–: una arremetida que, entre otras cosas, propone subir las matrículas de estudio a los extranjeros no europeos en Francia y que en Italia se sirve una vez más de los medios masivos de comunicación para desplazar lo “extraño” o, en todo caso, para negar eso extraño que vive ya en nosotros.

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