Siempre respondo, cuando se me pregunta cuándo comencé a escribir, que fui al taller de Lauro Marauda en los inicios de los años 90. Con orgullo y sentimiento; como si perteneciera a la barra brava de un cuadro de fútbol; llámese Peñarol, Nacional o Huracán Buceo. La aventura, según me cuentan, comenzó junto con la poeta Zuleika Ibáñez. A diferencia de otros talleres –los 90 fueron años germinales en los que pertenecer a un taller determinado era un rito de pasaje para los poetas uruguayos de entonces–, el taller de Lauro tenía ese don único de generar vínculos afectivos entre los integrantes del grupo, como si fuéramos una gran familia. Muchas veces terminábamos en un bar leyéndonos poemas propios o ajenos, escuchando al mago que fue y seguirá siendo Ruben D’Alba o proponiendo editar libros propios en ediciones de autor. El taller era único porque se incentivaba la creatividad de cada uno sin anular el estilo propio, mediante propuestas y lecturas de poetas consagrados. Un ejemplo es el libro que tengo entre manos. Se llama La pluma del cuervo y es del escritor Eduardo Santucho, con dibujos de Alejandro Sequeira. Es una edición de autor, lo que implica que no se distribuye mucho. Integrante del taller desde el año 2000, se puede decir que el autor es más que una persona: es un personaje. Cuando lo conocí, se me figuró alguien que hubiera salido de una biblioteca de libros surrealistas a punto de incendiarse. Porque el manejo de la espontánea ocurrencia y del chiste es habitual en sus dos libros de cuentos (Cualquier fantasía es pura coincidencia, de 2002, y Los orgasmos de Etelvina, de 2008). A propósito, comenta Marauda en el prólogo: “Relatos cortos, sin regodeo en la escatología o el efecto fácil apelan a la inteligencia del receptor y mueven a la reflexión. Nunca son gratuitos o se limitan a provocarnos solamente risas o sonrisas. Junto a la comicidad, hay profundos temas, interrogantes humanos y una concepción filosófica subyacentes”.

Es cierto, Santucho escribe este breve y atípico libro bajo la forma de una fábula protagonizada por aves para tratar temas tan profundos como la creatividad, el lugar del poeta en la sociedad, la función de la poesía. Un pequeño cuervo cuyas primeras palabras son nunca más –el nevermore de Edgar Allan Poe– establece su destino a causa de una curiosa enfermedad: la poetitis. Y el autor la define de la siguiente manera: “Afección de tipo relato o prosa poética cuyo primer síntoma es la frase nunca más. Luego se desarrolla con el tiempo a escribir prosa y poesía” (p. 19). Es decir, una fábula de adultos escrita bajo la mirada de un niño siempre en estado de asombro. Una fábula que se inserta en una larga tradición, desde Aristófanes hasta Poe pasando por Paco Espínola. Una fábula de fácil lectura que a todos nos toca, porque el papel del escritor en la sociedad es uno de los temas más controvertidos a lo largo de la historia. Porque aparte de la fábula, se muestra el mundo incoherente, la realidad palpable de todo escritor, la condición de ser escritor como algo raro y curioso. Y sobre todo los consejos: “Un talentoso con el estómago lleno siempre es mejor que un talentoso muerto de hambre” (p. 20). La escritura es un arma cargada de humor. Pero un humor metafísico, que nos hace pensar en lo que somos y de qué manera enfrentamos el mundo absurdo y cotidiano.

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