Despreocupado, prolífico, anticonvencionalista, César Aira es el narrador vivo más renombrado de la literatura argentina –con 70 años recién cumplidos es el único sobreviviente de la trinidad que completaban Rodolfo Fogwill y Ricardo Piglia– gracias a una obra y a un discurso sobre su obra que se basan en la disgresión y la inventiva. ¿Es bueno que haya aparecido un libro que compila “alfabéticamente” las ocurrencias que perlan sus relatos? En un primer momento podría creerse que no, que un proyecto como ese en realidad resalta los aspectos más superficiales de una obra difícil de vertebrar. Pero con Aira, un autor cuyos textos cuestionan las nociones de lo accesorio o lo irrelevante, nada es tan simple.

Lo que hace en Ideario Aira el también escritor y traductor Ariel Magnus es listar un centenar de pasajes (“ideas”) que le llamaron la atención en la no menos centenaria y dispersa narrativa de Aira. No los argumentos o tramas ni la concepción que pudiera haber atrás de los relatos de Aira, sino lo que Aira llama “fantaseos”, es decir, pasajes en los que desarrolla comentarios especialmente novedosos, absurdos o reflexivos, y que generalmente están poco conectados con la historia central de sus relatos. Magnus ajustó levemente esos pasajes (quitó referencias personales, por ejemplo, pero no los explica ni parafrasea), les asignó un nombre (“Exofósforo”, “Guantes verdaderamente mágicos”, “Muralla china”, “Causas heterogéneas”) y los ordenó como diccionario. Buscaba, según dice, construir una “enciclopedia ideal” de la ficción airiana mediante la “descuartización y recombinación de sus pedazos, como en esos monstruos que pueblan sus novelas”.

Los resultados pueden variar. Como una enciclopedia o un diccionario, Ideario Aira no es un libro que invite a leerse de principio a fin, sino más a la visita ocasional, por lo que puede funcionar como primer acercamiento a una obra muy vasta, o como forma de mantenerse en sus proximidades. Si lo que se busca, en cambio, es algún hilo, conexión o aporte investigativo, la lectura es más dura. Magnus es tan caprichoso como su estudiado, sólo vincula superficialmente algunas entradas, y en contados casos da cuenta de la presencia de una misma “idea” en distintas obras. Otras, sorpresivamente, no aparecen, como la figura de la “liebre legibreriana” (un animal de diseño genético que se propaga como un virus) que atraviesa al menos tres novelas (La liebre, 1991; La guerra de los gimnasios, 1992; y Embalse, 1992), pero ello tal vez se deba a que no se trata de una “idea”, en el sentido que le da Magnus, sino de un “procedimiento narrativo”, o algo así.

Búsqueda de sentidos

En todo caso, Magnus dispone del material de una manera tan libre como lo hace Aira en su propia obra, y algo de ese disfrute se contagia. También puede ser contagiosa la idea de aplicar su método a otros escritores igual de prolíficos y lúdicos. ¿Qué se obtendría de una depuración similar de la obra de Leo Masliah, por ejemplo? En realidad, el libro de Magnus contiene otra pregunta, una potencialmente más significativa: ¿qué es el resto de la obra de Aira?; ¿qué es eso otro que envuelve sus ocurrencias?

Varios críticos, entre ellos Reinaldo Ladagga y el propio Aira –investigador, por ejemplo, de la obra de Alejandra Pizarnik, de Copi, de William Shakespeare, fue el editor de material póstumo de Osvaldo Lamborghini y autor de un sobrio Diccionario de autores latinoamericanos–, han hecho circular la noción de que las novelas de Aira adolecen de lo que en otros tiempos se habrían llamado deficiencias estructurales: comienzan con entusiasmo, luego declinan y finalizan abruptamente; para Aira el esquema es consecuencia de su ejercicio de la libertad creativa, con la que intenta distanciarse de la “calidad” como valor. Esto, a su vez, implica un deterioro del “sentido” o propósito en su obra, cuyo único cometido sería existir libremente. Dicho de otro modo: es común, al finalizar una de sus “novelitas” –así las llama él–, quedarse con la sensación de haber leído algo interesante, entretenido y, a la vez, carente de un alcance duradero. La mayoría de los relatos de Aira postula, de manera explícita o implícita, la insignificancia y la inevitabilidad de la actividad humana, el arte incluido. En este panorama, las “ocurrencias” que reunió Magnus no serían un adorno o accesorio, sino elementos al mismo nivel que los posibles argumentos o ideas rectoras de sus novelas. La “actividad mental continua, apasionada, versátil y del todo insignificante” que el narrador de “El Aleph” (Jorge Luis Borges) le achacaba a su rival como una tara es reivindicada por Aira para su escritura y, de algún modo, para toda literatura. Es una forma extrema de concebir la producción cultural, pero es una de la que hoy no se puede prescindir cuando se reivindica su opuesto, la conexión del arte con el conocimiento y la búsqueda de sentido.

El libro de Magnus, entonces, introduce el riesgo de “aplanar” la obra de Aira, al calarla en distintos sectores y descubrir recurrencias, insinuar consistencias entre las arbitrariedades micro y entre estas y la laxitud general de su proyecto. Por eso, es posible que a partir de ahora veamos los accidentes circunstanciales como modulaciones de un continuo mayor más estable y predecible; quizás a este problema de perspectiva se refería Roberto Bolaño cuando dijo que Aira mantenía una prosa “uniforme y gris”. Y sin embargo, hay también una extraña y atrayente afinidad fractal entre las entradas que acumuló Magnus y la forma de las novelas de Aira: ambas irrumpen, mutan y se escapan, como las imágenes del entresueño.

Ideario Aira. De Ariel Magnus. Penguin Random House. Buenos Aires, 2019. 192 páginas.