Entre el montón de necrológicas y sentidas palabras dichas y escritas tras la muerte de Mark Hollis (más conocido como el cerebro y voz detrás de la banda Talk Talk), quizás la más certera sea un párrafo escrito por Jude Rogers para The Guardian: “Era un músico que no quería que pensáramos en él. Era un músico que quería existir únicamente en el momento de la música. Y así, con el pasar de los años, trataré de recordar su música todavía respirando, después de que todo lo otro se haya ido”.

En apariencia, el texto no parece más que la maqueta base para casi cualquier obituario, pero Mark Hollis era un caso especial, en el que ese existir “únicamente” en el momento de la música adquiere un grado de particular relevancia. En primera instancia, la frase se puede interpretar por la personalidad elusiva del inglés, quien comenzó en una banda asimilada a aquella explosión new romantic de los 80 liderada por formaciones como Duran Duran, pero que disco a disco se distanció del molde para, primero, componer dos de los álbumes más intrincados y fascinantes de los esa década y, no mucho tiempo después, desaparecer completamente del mapa.

Los 80 suelen ser miopemente asociados a tiempos en los que el reaganismo y los sintetizadores se dieron la mano para crear el caldo de cultivo de una nueva música más destinada al consumo frío y cínico (o su contrapartida ampulosa y banal) de saxofones húmedos reverberando entre vidrios de penthouses custodiados por yuppies. Sin embargo, la de 1980 fue la última década en la que los discos todavía podían concebirse como auténticas construcciones de catedrales, con artistas lanzados a la quimera de encontrar el sonido exacto, y disqueras dispuestas a financiar sus quijotescas empresas. No es casualidad que esos tiempos estuvieran marcados por fracturas de bandas, auténticas ruinas económicas y, en muchos casos, el comienzo de la reclusión de muchos artistas: Mark Hollis es uno de esos casos, pero también podríamos contar, entre otros, a músicos y performers excelsos, como Kate Bush y Scott Walker.

De entre todos los “no” que algún artista haya dado, el de Hollis fue el más contundente. Luego del fascinante Laughing Stock (1988), Mark Hollis decidió retirarse al campo para criar a sus hijos. “No se puede estar de gira y ser un buen padre”, dijo en una nota que 20 años antes de su muerte ya tenía tintes póstumos, y como pocos artistas se mantuvo fiel a esa opción de vida. No hubo conciertos de reunión, no hubo apariciones estelares, prácticamente ni siquiera hubo entrevistas. Sólo hubo un disco (minimalista, perfecto, hondísimo), editado en 1998 con el sucinto título de Mark Hollis, y, después de eso, silencio puro, como el de una habitación cuando un televisor enmudece tras un apagón.

Sin embargo, hay algo más: toda la obra del músico funciona en línea recta y continua hacia esa evanescencia, un sereno pasaje del estado sólido al gaseoso. Los dos primeros discos, The Party is Over (1982) e It’s my Life (1983, en el que la banda la pegó mundialmente con aquel famoso tema que aparece casi omnipresente en cualquier antología pop de los 80), suelen ser asociados como un período previo, más liviano, como mero prolegómeno de los trabajos más intrincados y serios de Talk Talk, pero basta escucharlos para darse cuenta de que detrás de los juguetones sintetizadores y las baterías cargadas de reverb había algo muy diferente al resto de los grupos.

Ingeniería de sonido

Luego llegaría The Colour of Spring (1986), en el que comenzarían a aparecer más instrumentos acústicos y ya se podrían vislumbrar muchas de las inquietudes sonoras de Hollis y compañía. De hecho, en una de las canciones de este disco, “April 5th”, se podría encontrar el punto de quiebre exacto en el que la banda empezó a virar hacia otros terrenos. Aparencen, entonces, la terrosa y reptante percusión, los arreglos de piano y órganos episcopales, los vientos puntillistas y la voz de Hollis, cada vez más reducida a hálitos, como si fuese despojándose de las consonantes, pero más que nada, una cada vez más importante presencia del espacio y la reverberación en los climas, que permitiría trazar una línea en la arena y determinar, a partir de eso, el comienzo de ese nuevo Talk Talk.

Después de ese álbum, Talk Talk se recluyó durante nueve meses en un edificio en el que prácticamente no entraba un halo de luz. Los ensayos duraban más de 12 horas, contrataron a una infinidad de músicos de sesión y grababan absolutamente todo; se dice que Spirit of Eden (1988) tiene 80 horas de música recortados. Una extrañísima pieza de orfebrería que logra esa extraña noción de ser maximalista y minimalista al mismo tiempo.

Spirit of Eden y su álbum hermano, el aun más heterogéneo Laughing Stock (1991), son posiblemente unos de los productos de ingeniería de sonido más finos de la historia. Dos álbumes venerados por un montón de músicos, que en su momento sellarían el infortunio comercial de la banda pero terminarían adquiriendo una importancia casi totémica.

Más que nada, Spirit of Eden y Laughing Stock –y aun más, después, el disco solitario de Hollis– son el ejemplo más perfecto de qué lugar ocupa el espacio en la música, de cómo en una canción también hay una geografía inherente de los instrumentos, de cómo el silencio y el aire también tienen sus colores y sus timbres.

Hace unos días, caminaba por el Museo Thyessen, en Madrid, y entre un montón de obras de vanguardia –entre ellas pinturas expresionistas de fuertes contrastes, y geometrías picudas de cuadros suprematistas– estaba El puente de Charing Cross, de Claude Monet. En el cuadro el puente casi no se ve, casi desaparece entre la niebla y el reflejo de la luz en el agua. La pieza impresionista, tan clara, blanca e indistinguible en sus contornos, al lado de los otros cuadros, casi parece un error, una foto velada. Algo similar sucede con aquellos últimos tres álbumes, en los que los volúmenes de cada instrumento tienen una densidad y una textura diferentes, que se contraponen a los arreglos planos –y estruendosos– del efecto compressor de las producciones de hoy en día.

En definitiva, Mark Hollis era eso: un cuerpo que albergaba una voz, y una voz que ocultaba un mundo. Incluso cuando lo vemos con sus insignes lentes es como si su cuerpo estuviera hueco, como si los dos cristales negros fueran más bien agujeros de una nada, un mero tubo, pero un tubo por el que circula el viento secreto del mundo.