“El mejor director teatral del siglo XX”, “gran renovador del teatro contemporáneo” o “la última leyenda viva de los escenarios” son algunas de las definiciones que más se repiten en torno a Peter Brook (Londres, 1925), el revolucionario director de teatro, ópera y cine que ayer, a los 94 años, recibió el premio Princesa de Asturias de las Artes 2019 (consistente en un reconocimiento de 50.000 euros y una escultura de Joan Miró) por abrir “nuevos horizontes a la dramaturgia contemporánea”, y contribuir “de manera decisiva al intercambio de conocimientos entre culturas tan distintas como las de Europa, África y Asia”. Esta figura central de la vanguardia escénica del siglo XX debutó a los 18 años con una puesta de Dr Fausto (1942), y, en cine, al año siguiente, con el film mudo Un viaje sentimental, aunque siempre ha considerado a La ópera del mendigo (1953) como su primer film, que fue financiado y protagonizado por el tótem Laurence OIivier. A los 22 años se convirtió en director de la Royal Opera House (donde dirigió, por ejemplo, la ópera Salomé, de Richard Strauss, con decorados de Salvador Dalí), y al tiempo se unió a la Royal Shakespeare Company y apostó por explorar nuevas lecturas de los clásicos, a la vez que llevaba a escena obras de Antonin Artaud, Jean Paul Sartre y Jean Cocteau. En esa época, mientras experimentaba con el lenguaje escénico y audiovisual, confirmó que en cine el director trabajaba solo: se convertía en el autor, en un personaje autoritario que “impone una visión personal, un punto de vista, el enfoque de la cámara, y cuya equivalencia absoluta en la sociedad sería el dictador, y, en el arte, el director de orquesta”. En el teatro sucedía lo contrario: implicaba un trabajo colectivo, “la reunión de puntos de vista diferentes. No sólo con los actores sino, sobre todo, en los momentos clave, con el público”.

En esa misma línea, 1968 fue un año clave, ya que publicó una de las biblias fundacionales de la dramaturgia. El espacio vacío sacudió la modorra y desafió a las estructuras habituales desde su primer párrafo: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que necesita para realizar un acto teatral”. Con el reto de que el teatro se apropiara de la experiencia de la vida, admitía que ni bien se leía El espacio vacío el libro ya se iba atrasando, ya que para él se trataba de un ejercicio congelado en las páginas: “a diferencia de un libro, el teatro tiene una especial característica: siempre es posible comenzar de nuevo”, advertía complacido.

En 1970, Brook decidió instalarse en París, y al año siguiente fundó el legendario Centro Internacional para la Investigación Teatral, la compañía con la que se dedicó a recorrer Asia, África y Medio Oriente, con la idea de proponer un teatro intercultural que pusiera a prueba constante sus investigaciones y búsquedas estéticas, que derribara estereotipos, que pusiera al actor en el centro, alejado del cliché y los artificios. Creía que el hecho de fundar un grupo internacional les daba “la oportunidad de descubrir –de un modo enteramente novedoso– la fuerza de las diferencias entre la gente y lo saludable que dichas diferencias son”. Uno de sus actores, Sotigui Kouyaté, dijo más de una vez que esta estética era una “muestra de la humanidad de Brook”, ya que no esperaba a que la gente se le acercara, sino que viajaba en busca de actores, de músicos. Iba a “Pakistán, Irán, donde sea”, sin basarse “en las formas”, sino alimentándose de “experiencias reales” que pusieran a prueba la representación.

Entre las decenas de puestas, sus dos obras más emblemáticas fueron Marat-Sade (1964), y la famosisíma Mahanharata, la pieza de 12 horas que estrenó en 1984 con un elenco integrado por 22 actores de 18 nacionalidades distintas, después de diez años de ensayo, y que recorrió el mundo, además de haber tenido su versión para cine y televisión; si bien también se recuerdan otros exitosos trabajos como ¡Levántate, Albert! (1989), Tito (1955, con Laurence Olivier) o La tempestad (1968 y 1990). En 2011, el Festival de Internacional de Teatro trajo su logradísimo montaje de La flauta mágica al Solís, y así el público uruguayo pudo vivir la experiencia de ser parte de su adaptación –libre, claro– de la ópera de Mozart, confirmando su capacidad para convertir el teatro en un lugar de encuentro y transformación.