Michel Foucault ha sido una perturbación, un escándalo, una revuelta. Fue quien escribió que el hombre, como un rostro dibujado en la arena a orillas del mar, sería borrado por la historia. Muchos, buenamente humanistas, se alarmaron por tamaña afirmación. ¿Cómo es posible que alguien pueda poner en cuestión eso que, naturalmente, llamamos hombre? Foucault fue el que abordó la cuestión de la locura tomando en cuenta las mallas de poder que los cambios sociales y culturales fueron creando para cercar y excluir, con el recurso manicomial, a esos seres llamados locos, que antes habían sido portadores de verdades. Los psiquiatras se sintieron señalados como agentes de la represión. Se sintieron heridos en sus sentimientos humanitarios, sin caer en la cuenta de que tanto el loco como su psiquiatra forman parte de un mismo sistema. Foucault fue el que se rebeló en los años 80 contra las precauciones que los médicos proponían para enfrentar la ola de mortalidad provocada por el sida. El discurso médico sobre eso que se dio en llamar “peste rosa” fue para él un nuevo ensayo de ejercicio de poder sobre el erotismo, sobre todo de las prácticas sexuales que no estaban heterocentradas. Se mostró intransigente con eso que veía como un intento de control, aunque fue el sida, precisamente, lo que cortó su vida a los 57 años. Y aunque algunos periódicos franceses quisieron ocultar su enfermedad, ni él ni su círculo de amigos se prestaron a ese escamoteo: ni el sida, ni antes la lepra, eran pecados, sino simplemente enfermedades que podían llevar a la muerte.

Hoy, a casi 35 años de su desaparición, Foucault vuelve a ser un trastorno. El tomo 4 de su Historia de la sexualidad, subtitulado Las confesiones de la carne, que había sido el centro de un torbellino de especulaciones, tanto sobre su existencia como sobre su contenido, fue, finalmente, publicado.

Una historia de la sexualidad

A esta altura, con tantas historias escritas sobre tantos objetos, y ya pasado aquello que se conoció como “revolución sexual”, una historia de la sexualidad podría no generar mucha expectativa. Pero lo que ofrece Foucault no es una historia académica apoyada en la cronología, ni la búsqueda de un origen para eso que llamamos, naturalmente, sexualidad. Su historia es un proyecto arqueológico: a partir del presente, se pregunta cómo este presente se ha constituido. Esto implica considerar que la sexualidad no es algo dado, biológico, inalterable, instintivo y constante. El proyecto de Foucault avanza en el sentido de una ontología de nosotros mismos, y se pregunta con qué cosas está hecho nuestro presente. Su concepción de la historia, además, propone un abordaje genealógico, en el sentido de discernir los juegos de poder que intervienen en la constitución de eso que somos, eso que pensamos, eso que practicamos.

Foucault no llegaba de la nada a este proyecto. La arqueología del saber había sido el primero de sus ejes de trabajo, a partir de Historia de la locura en la época clásica. Su segundo momento llegó con la genealogía del poder, especialmente con el libro Vigilar y castigar. Desde entonces, la subjetivación fue la clave de su pensamiento.

El primer tomo de Historia de la sexualidad (La voluntad de saber) se publicó en 1976. Al año siguiente vio la luz en lengua española. La contratapa del libro anunciaba la continuación de la historia en cinco tomos: La carne y el cuerpo; La cruzada de los niños; La mujer, la madre y la histérica; Los perversos y Poblaciones y razas. Esta secuencia da una idea de cómo Foucault imaginaba el desarrollo de la Historia de la sexualidad, tal vez el proyecto más grande que había concebido en su vida. Sin embargo, luego del primer tomo, esta obra quedó silenciada durante ocho largos años. En el año de su muerte, y apurado por la certeza de ese desenlace, publicó el tomo 2, que llamó El uso de los placeres, y el 3, titulado La inquietud de sí. Las contratapas de ambos volúmenes prometían un cuarto tomo, tal vez el último: Los testimonios de la carne.

La voluntad de saber

Lo menos que puede decirse es que tanto el silencio de la Historia como los cambios en el proyecto se debieron, en gran parte, a los efectos de la publicación de La voluntad de saber.

En ese primer tomo Foucault puso en práctica lo que podría describirse como una inversión radical del discurso común. Lo que ha sido llamado “victorianismo” no remitiría a una represión cultural ejercida por el poder religioso y cristiano sobre la sexualidad: al contrario, lo que se suponía censura era, sobre todo, una incitación al discurso. Y el advenimiento de los dispositivos médico-psicológicos a partir del siglo XIX constituyó, en lugar de un saber científico con fines de liberación, el relevo de ese poder y de esa incitación a hablar.

Desde esa perspectiva Foucault estableció una gran división: ars erotica y sciencia sexualis. Del lado del ars, las concepciones eróticas orientales promovían la intensificación del placer. Del lado occidental, la ciencia impulsaba la confesión de esa sexualidad, la puesta en palabras del deseo, pero, en definitiva, como una nueva forma de control. Esta división, bastante maniquea, sería matizada más adelante, pero los ofendidos en esta oportunidad no fueron los médicos ni los psiquiatras: enfocada en ese conjunto de disciplinas conocidas como “ciencias humanas”, su historia de la sexualidad debía ser leída como una arqueología del psicoanálisis.

El procedimiento de la confesión vuelve a ponerse en práctica en esa incitación al discurso, en la conminación a cada sujeto a decir su verdad, a creer que el núcleo de su identidad está en la sexualidad, a buscar que el deseo se diga de una buena vez.

Esa posible continuidad entre el psicoanalista y el sacerdote, entre la pastoral y la cura, fue para muchos inaceptable. No hubo entonces demasiadas posibilidades de diálogo con el psicoanálisis. Muy pocos, años después, estuvieron dispuestos a aceptar el juego. Y es que, en contra de una “naturaleza” de la sexualidad y una supuesta “hipótesis represiva”, Foucault hablaba del “dispositivo de la sexualidad”: algo bastante heterogéneo, compuesto de discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas... Este “dispositivo de la sexualidad” era el resultado de una formación discursiva dependiente de una época: no algo natural y dado, sino que tenía funciones estratégicas como, por ejemplo, la absorción de las poblaciones flotantes para una economía mercantilista, o la asimilación de las poblaciones migrantes en los países de acogida. Así entendida, la sexualidad era algo bastante distinto de, por ejemplo, la idea de una sexualidad “normal” fabricada a partir de una psicopatología de la sexualidad como la de Richard Von Krafft-Ebing, de fines del siglo XIX. Esa scientia sexualis que señalaba Foucault, la del mundo occidental, de la que en América somos parcialmente parte, es producto de una historia. De ahí que en La voluntad de saber Foucault afirmara que se tiene sexualidad desde el siglo XVIII, y desde el siglo XIX se tiene sexo. Pero antes, antes se tenía carne. Las investigaciones que siguieron, tanto en sus cursos del Collège de France como en las conferencias y seminarios en América y otros lugares, le mostraron que esa distinción necesitaba más desarrollo. La reticencia a publicar los siguientes tomos de la historia de la sexualidad respondía, entonces, a la necesidad de rectificar el curso de su trabajo.

1984

La muerte, como la casualidad, no tiene hora, y la interrupción de una vida deja obras incompletas. Foucault, ya con la perspectiva de morir, estableció por testamento que no quería publicaciones póstumas; que rechazaba esa extraña negociación que se da, con los papeles de un muerto, entre los propietarios de los derechos, los lectores y las editoriales. Desde 1984 se discute qué fue público de Foucault y qué merece el calificativo de póstumo. El primer movimiento fue publicar, en un conjunto, una serie de entrevistas y textos que habían sido publicados de manera dispersa en revistas o volúmenes colectivos o, asistemáticamente, en distintos lugares, incluso sin autorización. Ese material constituyó lo que luego se llamaría Dichos y escritos, que se publicó en cuatro volúmenes en Francia y, de manera variada y múltiple, en distintas publicaciones en español. Luego se produjo el movimiento de editar sus cursos en el Collège de France, partiendo de la base de que ya habían sido públicos. Como habían sido dictados en un anfiteatro abierto a cualquiera y, de hecho, él mismo había autorizado su grabación, volvía a redefinirse el alcance de “póstumo”. Y con la misma lógica de publicar a partir de grabaciones y notas fueron saliendo a la luz seminarios que dio en distintos lugares del mundo.

Así, curiosamente, su obra fue creciendo de manera ostensible después de su muerte, y sus lectores han visto rectificados y corregidos conceptos que, antes de cada nueva publicación, parecían ya establecidos. Este estado de “obra abierta” dio libertades a sus seguidores al mismo tiempo que creó expectativa sobre nuevas publicaciones. Y por afán de algo nuevo o por la necesidad de llenar algunos huecos, el transcurso del tiempo transformó en ineludible la publicación de Las confesiones de la carne. Frédéric Gros, editor del libro en francés, fundamentó la edición en el hecho de que Foucault había entregado su manuscrito a la editorial Gallimard, y esta le había hecho llegar a él un texto mecanografiado, para corregir. Se mostraba así la voluntad de Foucault de proceder a la publicación, que no se habría hecho efectiva, sencillamente, por el concurso de la muerte. Pero no fue solamente eso, porque el tomo 4 había sido escrito antes que el 2 y el 3. Lo que detuvo, en cierta forma, la salida del cuarto volumen fue una observación de Paul Veyne, amigo personal, historiador y especialista en Roma antigua, que le hizo ver a Foucault la inconveniencia de publicar un libro sobre la sexualidad durante el cristianismo sin haber desarrollado antes las cuestiones que concernían a la antigüedad griega y romana. En 1982, entonces, Foucault se abocó a la escritura de los tomos 2 y 3, y dejó la corrección del tomo 4 en barbecho.

2019

Las confesiones de la carne es un libro que comienza abruptamente: “Fueron los filósofos y directores no cristianos quienes formularon el régimen de los aphrodisia, definido en función del matrimonio, la procreación, la descalificación del placer y un vínculo de afición respetuosa e intensa entre los esposos” (p. 31). Las presentaciones de las ediciones francesa y española liman ese comienzo, que habría sido sin prolegómenos. Esto no debería llamar la atención, porque el tomo 3, La inquietud de sí, también comenzaba de manera abrupta: “Empezaré por el análisis de un texto bastante singular. Es una obra ‘práctica’ y de vida cotidiana...”. En realidad, la introducción a los tomos siguientes al tomo 1 (La voluntad de saber) es lo que aparece escrito en el tomo 2 como “Introducción”. Allí se explican las razones del cambio del proyecto de 1976, y también las referencias específicas a Los testimonios de la carne. Ahora, las presentaciones hacen el esfuerzo de incluir este último tomo dentro de la lógica de un trabajo anterior porque, de hecho, se trata de un libro inacabado. Fue necesario un esfuerzo para volver publicable ese texto mecanografiado y corregido apenas en algunas páginas. Esto es notorio en la fabricación de títulos, en el trabajo por incorporar las referencias bibliográficas faltantes, así como en el agregado de varios apéndices que no formaban parte del texto mecanografiado original: son papeles relacionados con el libro, pero encontrados aparte. Era necesario ese esfuerzo para hacer legible un libro erudito, pleno de referencias a autores y textos. Y es posible que, pasado un tiempo, también sea posible leer La carne y el cuerpo y La cruzada de los niños: los tomos 2 y 3 del primer proyecto de la Historia, que tuvieron una primera redacción y se encuentran en los Archivos Foucault. Publicarlos implicaría una nueva redefinición de “póstumo”.

En la contratapa de Las confesiones de la carne en francés, el editor escogió poner una frase del poeta René Char, que también Foucault había colocado en la edición francesa de La voluntad de saber: “La historia de los hombres es la larga sucesión de los sinónimos de un mismo vocablo. Contradecir esto es nuestra obligación”. Esta frase, que no aparece en ningún tomo de las ediciones en lengua española, sería una especie de artilugio que abre y cierra la continuidad y la discontinuidad de la Historia de la sexualidad. Los sinónimos serían “sexualidad”, “carne” y aphrodisia. Pero, al mismo tiempo, si algo muestra esta historia es que, en ese mundo imperfectamente llamado occidental y judeocristiano, lo que entendemos hoy por sexualidad no es lo mismo que lo que entendieron alguna vez los católicos por carne. Y lo que los cristianos –sobre todo a partir de los “Padres de la Iglesia” de los siglos IV y V de nuestra Era Común– definieron como libidinización, la postulación de un camino recto, la continencia, la virginidad, tampoco es lo que los griegos entendían como aphrodisia. Los asuntos de Afrodita, para los griegos, estaban localizados en el placer en relación a sus esposas, a las mujeres, a los muchachos, pero con una economía absolutamente distinta a la cristiana. Si los sinónimos muestran un hilo de la historia, las contradicciones tienen como función hacer evidentes los nudos que atan los trozos de ese hilo. El trabajo de Foucault fue mostrar ese doble lazo continuidad/discontinuidad para poder replantear una pregunta plena de actualidad: ¿en qué momento la sexualidad se volvió el sismógrafo de nuestra subjetividad?

La confesión

Un término que se reveló claramente problemático desde el inicio de la Historia de la sexualidad fue “confesión”. No sólo por cómo lo entenderían los lectores, sino porque tampoco estaba suficientemente discernido por Foucault. Y para nosotros, en español, el asunto se complica más, porque tenemos un solo término, “confesión”, mientras que en lengua francesa existen confession y aveu. Mientras el primero tiene un sesgo claramente religioso y cristiano, el segundo remite al modo en que un vasallo decía deberse a un noble: se “confesaba”, se definía como dependiente de alguien y perteneciente a cierto lugar. Algo, entonces, que no supone una obligación de verdad, sino que tramita una cuestión declarativa o testimonial. De allí que las traducciones al español varíen entre Los testimonios de la carne y Las confesiones de la carne. En el tomo 1 Foucault dedica unas líneas a establecer esas diferencias que la “confesión” tiene en francés, pero luego hace un uso que no es discriminado ni claro. A lo largo de su recorrido, sin embargo, esto fue cambiando, hasta que se hace evidente que opta por el término aveu y deja caer confession. De eso debe estar advertido el lector en lengua española, porque la distinción se pierde en las traducciones. Del mismo modo, cuando se lee en Foucault “desexualizar el placer” debe entenderse “desgenitalizar el placer”. Son problemas de los pasajes entre lenguas.

Si Foucault se volcó al uso de la palabra aveu fue no sólo por haber constatado que tenía sus raíces en la Antigüedad y no había sido una invención del cristianismo, sino también porque en la propia confesión cristiana hubo un desarrollo mucho más amplio, que excede el reconocimiento de la culpa y el pecado. El “examen-confesión”, como llega a nombrarlo en Las confesiones de la carne, es, en parte, algo que se puede encontrar en estoicos como Séneca, al modo de recapitulación nocturna de lo que ha sido la jornada. Pero con el cristianismo, y a partir de la vida religiosa en los conventos, deja de ser algo que alguien hace para sí mismo, y se vuelve un decir todo a otro. Ningún pensamiento podía dejarse pasar, así fuera el más nimio, y todo debía ser dicho al confesor, para distinguir, tal como los antiguos cambistas distinguían una moneda de oro de una falsa, si los pensamientos venían de la gracia de Dios o eran engaños del Demonio. La confesión era importante porque “un mal pensamiento expuesto a la luz del día pierde su veneno” (p. 161), tal como escribió Casiano hacia el siglo V. El “examen-confesión” no tenía como único objetivo admitir las infracciones, sino que buscaba discernir los pensamientos más tenues: en el camino de exponer los secretos se buscaba hacer emerger los secretos que se ocultan detrás de los secretos. Y esto no para acceder a la propia identidad sino para, sometiéndose a la voluntad de otro, detectar al Enemigo y llegar, al fin, a una pureza del corazón que haga posible la contemplación de Dios. Paradójicamente, la verdad de uno mismo implicaba la renuncia a sí mismo y, por lo tanto, un ejercicio de mortificación. Este “examen-confesión”, entonces, no implicaba pasar por el juicio de un tribunal, sino que apuntaba a poner en práctica un estilo de vida.

El arte de ser virgen

Como consecuencia del sentido cristiano del “examen-confesión”, la virginidad no puede ser reducida a la contención sexual. Los Padres de la Iglesia llegaron incluso a señalar que sólo los antiguos concebían la virginidad como una renuncia sexual. El combate por la castidad emprendido por los monjes, con teóricos como Basilio de Ancira y Casiano, llevaba la virginidad al grado de un tipo de conocimiento. Y si bien era una guerra contra el Enemigo –a veces en el cuerpo, otras en el alma–, lo fundamental era llegar a la castidad de la Escritura, el acceso a la gracia de Dios. Esto implicaba que fuera una opción de vida, una decisión voluntaria para la que no era aceptable la castración, puesto que la carencia de los órganos suponía evitar ese combate que era parte de un camino de perfección. Las puertas de los vicios estaban al lado de las virtudes, y la virginidad se constituía como un arte al que se dedicaba la vida, que necesitaba de un director al que se debía obediencia absoluta. Y, sobre todo, era un saber sobre sí mismo que no admitía claudicaciones.

El contacto sexual, como lo escribió más adelante san Agustín, implicaba que la fecundación de la esposa tendría que efectuarse sin el “aguijón de una seductora pasión”. Sin ese “ardor perturbador”, el semen podría trasmitirse a la esposa sin afectar la virginidad, “como el flujo menstrual puede producirse sin vulneración alguna” (p. 419) del himen. Leer los textos de los Padres de la Iglesia llevó a Foucault a postular lo que llamó “tecnologías del alma”, o técnicas de sí. Y llegar a esta formulación, aislar el concepto de la construcción de un estilo de vida, permitió a Foucault discernir entre esa carne del cristianismo y esta otra cosa que entendemos hoy por sexualidad, esa idea en la que, de un modo u otro, participan, en nuestro tiempo, otras “tecnologías de sí”.

Coda

Leer Las confesiones de la carne implica tomarlo como parte de un proyecto de trabajo en el que se buscaba demostrar, por un lado, que desde los antiguos hubo un núcleo prescriptivo constante, anterior al cristianismo, que los cristianos integraron en su teología con una inspiración platónica. Pero, sobre todo, que su teología implicó una redefinición de la subjetividad y de la verdad que afectaba menos lo permitido y lo prohibido que la producción de una nueva forma de relación con los placeres.

Una serie de preguntas cae para nosotros, para nuestro tiempo: ¿de qué se trata esa teología política que ha formulado un objeto de lucha denominado “ideología de género”? ¿Qué se reedita en esa guerra que algunos militantes o militares emprenden contra experiencias y conocimientos eróticos que no se reducen a hombre/mujer? ¿Qué tecnologías de sí proponen y cuáles buscan hacer desaparecer en su lucha contra supuestos autores extranjeros, remake de demonios caídos de quién sabe qué mundo increado? ¿Podría, Las confesiones de la carne, permitirnos una lectura más afinada de estos asuntos? La apuesta está en la lectura que pueda hacer cada uno.

Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne. De Michel Foucault. Siglo XXI Editores Arg, 2019, 464 págs.