Pasamos el ecuador de esta 72ª edición del Festival Internacional de Cannes muy pasado por agua y por zombis. Lo primero es involuntario: Thierry Frémaux puede apurar aquí al máximo su rol bien conocido de deus ex machina pero es incapaz de evitarle a su público largas horas de fila bajo intensa lluvia y con pocas probabilidades de poder entrar a ver la película. Lo otro, lo de la confluencia de films imbuidos en la mutación zombi, sí es una decisión que no se le puede haber escapado al comité programador del festival a la hora de contar para la inauguración con The Dead Don’t Die, la abiertamente fallida propuesta de Jim Jarmusch con su pueril homenaje a La noche de los muertos vivientes, de George Romero (1968). Tampoco lo es el hecho de haber sumado en la sección oficial, en la pugna por la Palma de Oro, al film de Mati Diop, Atlantique, que sustenta su trama, ambientada en Dakar, en el retorno desde el Finisterre que marca la pérdida y ahogamiento en el mar, así como en el ensoñado viaje rumbo a España de un grupo de jóvenes del no future, cuyos espíritus utilizarán los cuerpos de un grupo de mujeres para hacer la justicia que en vida no lograron.
Igualmente, la estilizada Little Joe, de Jessica Hausner, también tiene un sustrato de mutación vital patógena: se aplica una elaboración orgánica de las raíces del miedo para ofrecer un muy perturbador ejercicio de terror de invernadero que reformula las líneas de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), el gran clásico del fantastique. Aquí Hausner trata metódicamente la cuestión de la naturaleza de los sentimientos y de la subjetividad total de la comprensión –o incomprensión– del entorno y de los seres, fundada sobre un sustrato psicoanalitico, revelándose como un film sutil pero de una frialdad que hace que sólo se pueda admirar su fineza desde lejos.
Por seguir con la enumeración de la zombimanía en Cannes, el fenómeno se extiende también a otros marcos del festival. La película hasta ahora más destacada de la Quincena de los Realizadores y –tal vez– de lo que va del festival es Zombie Child, del francés Bertrand Bonello, que establece un soberbio y bellísimo puente de plata entre un grupo de adolescentes de la elite francesa y la irrupción del mundo vudú en una Haití misérrima, en la que un flashback nos lleva a los años de la dictadura sanguinaria de los Duvalier y a la utilización de una subespecie más allá del lumpenproletariado –los muertos vivientes– como mano de obra esclava para los campos de caña de azúcar.
Estimable nivel medio
Más allá del aluvión fantastique de este festival, que incluyó varios zombis, la sección oficial se presentaba como un desembarco de firmas incontestables. Cinco de los 21 participantes ya conocen la sensación de ganar la Palma de Oro: Terrence Malick, Quentin Tarantino, Abdelatif Kechiche y, en dos ocasiones, los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne y Ken Loach.
Dos de estos privilegiados desfilaron con mucha más pena que gloria. La pertinaz insistencia del británico Ken Loach en filmar un dispositivo o fórmula de drama social que carga las tintas dramáticas hasta caer en la autoparodia se hace palpable de nuevo en Sorry We Missed You, una vez más con un guion lamentable de Paul Laverty. Es loable el empeño de Loach en denunciar la creciente injusticia a la que el sistema cada vez más perverso somete a la clase obrera, pero el sacrificio de la sutileza de este drama lo acerca a un panfleto con un guion que se vuelve tan salvaje como el capitalismo que denuncia.
Qué decir de Terrence Malick: ya es conocida su divagación en el cine ombliguista y megalómano hasta la desconexión de la realidad, en la que ha derivado desde su santificación en 2011 con The Tree of Life. En A Hidden Life Malick vuelve al lugar en el que nació su secta –los malickianos– con un drama ambientado en el período nazi y basado en un personaje real, un objetor que se opuso al Tercer Reich en Austria y que fue beatificado por Joseph Ratzinger. Así, vuelve a plasmar la vida en el campo como un paraíso terrenal que alimenta la vida espiritual, y es una palmaria demostración de la imposibilidad de rehabilitación para el cine del autor de obras formidables como Malas tierras (1973), Días del cielo (1978) y La delgada línea roja (1998).
De los nombres de peso que se han presentado a estas alturas, brillan especialmente la francesa Céline Sciamma y su excelsa Portrait de la jeune fille en feu, que ya es candidata a todo en el pamarés del sábado; es una película que nos hace pensar en Call Me by Your Name, de Luca Guadagnino, por la energía romántica y la misma precisión de la mirada amorosa vivida como una experiencia de imágenes. Sin embargo, Sciamma utiliza la belleza pictórica del arte clásico con la sombra de Orfeo y de Eurídice, y la impecable composición de sus cuadros pone en valor los cuerpos en un juego de color en el espacio. Fabrica imágenes eternas e intemporales, al tiempo que introduce instantes de modernidad, de suspensión cinematográfica, para narrar una breve historia de amor entre dos mujeres y, sobre todo, la creación de un recuerdo. Con esta emancipación, que es también la suya, Sciamma ofrece una historia profundamente femenina y feminista. Magnífica.
Por su parte, el rumano Corneliu Porumboiu en La gomera dibuja un inteligente y mordaz homenaje, con humor soterrado, al cine de espías de los 60, en algo así como una revisión de Pulp Fiction (1994), de Tarantino, que silba al viento y se ríe de su sombra. El brasileño Kleber Mendonça Filho construye en Bacurau, con un sentido libérrimo del hiperrealismo, un spaguetti-western ambientado en el sertão, que se apoya en dos referencias de la propia cinematografía brasileña: la del popular personaje del Cangaçeiro, bandido a lo Robin Hood, y el cine antropológico y político de Glauber Rocha. Pese a algunas flaquezas, es una película estimulante y con algo de urgente en su denuncia de la violencia desde el poder, con la figura de Jair Bolsonaro como trasfondo.
Pañuelos verdes
Presentado en exhibición especial, el documental Que sea ley, de Juan Solanas, es una crónica de la lucha de las feministas argentinas por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Solanas llegó a Cannes acompañado por militantes que llegan para defender su causa. La voz de las heroínas pro choice del documental se hizo escuchar en La Croisette, puño en alto, haciendo caso omiso del protocolo, cantaron y lucieron sus pañuelos con orgullo, con lo que lograron que figuras como Pedro Almodóvar y Penélope Cruz se solidarizaran con su causa y llevaran, ellos también, el pañuelo verde a la alfombra cuando presentaron el film que podría valerle a Almodóvar otra Palma de Oro, Dolor y gloria.
Alejandra Trelles, desde Cannes