La literatura de Lalo Barrubia está marcada, siempre, por la presencia de la música. Su poesía ostenta la musicalidad del género y otros devenires de sus orígenes performáticos, como en el caso específico de Rap de la Pocha y algunos otros poemas para decir, editado por Yaugurú el año pasado. Pero su narrativa tampoco escapa a la neblina de lo musical, y esto considerado desde muchos aspectos: escenas en las que lo que prima es una banda improvisada en Cabo Polonio, la presencia de algunos músicos de los 80 y de los 90 puestos como personajes, mujeres y hombres que se dedican a la danza o a estudiar saxo, intentos de bandas fallidas, crónicas de recitales que devinieron trifulcas. Todo ese licuado es uno de los ejes centrales de las tres novelas publicadas hasta ahora por la autora (Arena, de 2003, editada por Planeta y reeditada en 2017 por Criatura; Pegame que me gusta, editada en 2009 por Trilce y reeditada en 2014 por Criatura; y Los misterios dolorosos, editada por Hum en 2013), y también de su libro de cuentos Ratas (2012, Criatura).

Tampoco escapa, como marca especialmente presente en las novelas, el uso incorporado de algunos versos de canciones populares, desde el tango hasta Violeta Parra, desde el punkie orillero de Sumo hasta los versos medidos de Alfredo Le Pera, e incluso la poesía del Conde de Lautréamont y de Idea Vilariño se incorporan y se mezclan en la masa madre de cada narrativa. En ese sentido, las poéticas musicales en intertextualidad son un gesto en cada una de sus creaciones. Ahora, en Rompe la quietud, toda esa tensión musical explorada en su obra se desboca y explota.

A esta altura, podemos decir que Lalo Barrubia es una de las cronistas más importantes de la generación a la que le tocó vivir la post-dictadura y el inicio de los noventa, esa “generación ausente y solitaria”. Su trilogía da cuenta clara de eso, más allá de lo ficcionalizado por la autora, e incluso los coletazos que se filtran en su poesía o en sus cuentos. Sin embargo, Rompe la quietud es la hermana mayor de toda esa obra. Se trata de una novela que viene de un antes, que habla de aquellos que prologaron a los niños perdidos entre el declive de la dictadura y el neoliberalismo. En esta novela los personajes crecen en los 70 y, si bien su devenir está marcado por la política, lo que importa es la música, sólo la música. Y el amor, claro.

Qué pasó con la música uruguaya

Con un ritmo adictivo y casi llevando de la mano historia y relato, la autora pone al Pálido, el protagonista y narrador de la novela, a contar qué pasó con la música uruguaya desde el 70 hasta ahora, al tiempo que vamos siguiendo su historia con una mujer, una innominada “ella” que, según sabemos desde el inicio (“empiezo de sopetón pa que tenga brillo”, comienza a decir el narrador), es diez años más joven. Y que, a lo largo del soliloquio de este percusionista de 70 años, se volverá una obsesión que el tiempo no podrá borrar y que lo llevará por las calles del barrio y del tiempo haciéndole recordar cómo todo pasa, cómo la música cambia, pero al mismo tiempo veremos cómo en él la muerte no se viene ni tan callando ni nada. Es que el sexo que aparece continuamente a lo largo de la novela es una forma de la vida, son los momentos de florecimiento que vive el personaje; el resto, a lo mejor, se arrima a una exquisita decadencia.

Del mismo modo, el texto dibuja el amor y la ternura vistas desde un lugar muy poco cursi, más bien sincero y práctico; los personajes no necesitan decirse cuánto se quieren: lo llevan al hecho en cada pequeño gesto. Por ejemplo, cuando Verónica, que no es “ella” sino la madre de los hijos del Pálido (músico machirulo en deconstrucción gracias a los “papos” que le hace una de sus amigas), le prepara los canelones que son su comida favorita, o cuando el protagonista lleva pascualina a la casa de sus hijos, o cuando le regala un disco de Jorge Galemire que ya no escucha, o cuando Vero y el Pálido se pelean con sus hijos adolescentes y su padre los quiere salvar del alcoholismo que él mismo padece ocultando las botellas bajo llave. O cuando vemos que, cada vez que “ella” aparece, todo se prende fuego en el pecho, en la cabeza, entre las piernas; cuando “la sangre se me alborota y el santo me quiere dar”, citando a Pedro Ferreira.

Así como el título de la novela es el primer verso prestado de la “Canción para el tamborero”, de Eduardo Mateo, Barrubia vuelve a usar el recurso de tejer algunas partes de canciones populares en medio de la narrativa que sale de la boca del narrador. Entre apariciones que van desde Alba San Juan y Nacho Suárez hasta Los Delfines y Tótem, pasando por Jorge Galemire y Jorge Alastra, Barrubia cuenta los últimos 50 años de música uruguaya a través de la edad de su protagonista, que no va perdiendo el fervor pero sí racionalizando, entibiando, mientras intercala el amor irreductible por la música y los juicios y análisis que puede hacer de las nuevas bandas de rock y reggae, o las explicaciones que le da su hijo acerca del hip-hop.

Así, 109 canciones nos narran el ser músico (y quizá también el ser artista) al estilo uruguayo, entre la búsqueda del mango y la calidad, entre amar el candombe y su siempre joven fervor pero extrañar a aquel otro. En definitiva, saber que se fue joven y verter una lloviznita de nostalgia sobre todo lo que fue primero, aunque con resignación; “masco el demonio y chau”, dirá El Pálido parafraseando a Fernando Cabrera.

Además de ser una decidida y muy lograda novela, Rompe la quietud es un ensayo ficcionado acerca del panorama musical de este lado del Río de la Plata; una narrativa sobre los músicos locales que quizá tenga pocos precedentes tan específicos y tan detallados en el campo de la filocrónica. Se trata de una novela con música, una cantata, una canción gigante. Rompe la quietud continúa el camino personal de la obra de Lalo Barrubia e irrumpe en el campo de la prostática literatura uruguaya actual, situándola como una de nuestras mayores exponentes.

Rompe la quietud. De Lalo Barrubia. Montevideo, Criatura, 2019. 248 páginas.