“Los pintores sólo capturan un cuadro de la realidad y nada antes o después de él. Comencé 24 Frames con pinturas célebres pero luego las cambié por fotografías que había tomado a lo largo de los años. Incluí alrededor de cuatro minutos y medio de lo que imaginé que podría haber sucedido antes o después de cada imagen capturada”. 24 Frames empieza con este texto escrito, firmado por el director Abbas Kiarostami (1940-2016).

En esencia, de eso se trata: 24 cuadros móviles. Sólo el primero es una de estas pinturas célebres (Los cazadores en la nieve, de Pieter Bruegel, 1565), mientras que los demás se basan en fotos. Los encuadres siempre quedan fijos, y hay cosas que se mueven en ellos (en aras de la exactitud, al inicio del cuadro 2, en el que la cámara está dentro de un auto, el encuadre se mueve con respecto al paisaje, aunque no con respecto a la ventanilla). Uno de los principales factores de movimiento es la envolvente ambientación sonora, quizá aun más fundamental que las imágenes para diferenciar nuestra experiencia, como espectadores, de lo que sería una serie de fotografías fijas. El proceso de animación se hizo en forma digital, a veces implantando en las imágenes-base cosas especialmente filmadas. Si bien algunas de esas manipulaciones son evidentes, en su mayoría son imperceptibles; es decir, parece como si fuera una filmación pura y sencilla con cámara fija.

Salvo un par de excepciones, no se nos proporciona indicio alguno de cuál sería la foto que da origen al cuadro, así que la premisa del antes y después sólo funcionaría para quienes eventualmente hayan visto las fotos en alguna exposición o libro (ignoro si estas fotos específicas se publicaron o difundieron en algún lado). En la práctica, lo que vemos son planos que contienen pequeñas acciones. Algunas de ellas constituyen ficciones mínimas, que podrían ser descritas con sinopsis tales como “una pareja de leones tiene sexo pero lo interrumpe cuando se asusta con un trueno”, o “un perro vigila a un grupo de ovejas preocupado por los aullidos que se escuchan alrededor y, cuando surge un lobo, lo espanta”. En algunos casos, las historias mínimas no son tan mínimas si logramos abandonar nuestra perspectiva antropocéntrica: podemos ver como un drama el amor imposible de los patos que se hacen la corte desde lados opuestos de una reja, y como tragedias a algunos bichos abatidos por los disparos de cazadores fuera de campo. No debe de haber sido nada liviano el bruto susto del pajarito capturado por el gato que, sin embargo, no lo mata y lo deja irse.

Al igual que Five (que hizo Kiarostami en 2003), esta película experimental es un ejercicio de minimismo en una estética que deriva, en última instancia, de John Cage y la influencia trabajada en Occidente de ciertas premisas filosóficas orientales (sobre todo del budismo zen), y que tienen que ver con la contemplación meditativa de la cosa en sí, despojada de expectativas de causa y consecuencia, o de un “mensaje”. Una de las maneras de ver esta película consiste en sencillamente esto: escudriñar la imagen y el espacio sonoro, aprovechar los ratos en que no pasa casi nada para dejar que la mirada se concentre en una ramita que se sacude al viento, una huella en la nieve, un matiz de gris, una proporción, la armonía del encuadre. Podemos meternos en las constantes de su mundo peculiar de paisajes nevados, playas desiertas con el cielo nublado, pájaros, líneas horizontales que cortan el encuadre de lado a lado un poco abajo o un poco arriba del centro, ventanas que reencuadran la imagen. Sin embargo, y más allá de las pequeñas ficciones contenidas en varios cuadros, 24 Frames tiene la riqueza adicional de permitir que especulemos sobre “temas”. Por ejemplo, el de los predadores (los cazadores, los lobos, el gato, incluso los leñadores) y su vínculo con la muerte, especialmente significativo si pensamos que Kiarostami hizo esta película ya enfermo de cáncer. El “The End” del último cuadro podría aludir también a esto.

Un homenaje al cine

Por otro lado, y en forma inextricable de la vida de un gran cineasta que fue también un cinéfilo, la película es un homenaje al cine. A fin de cuentas, los “24 cuadros” (es decir, la velocidad de fotogramas por segundo con que se proyecta el cine sonoro analógico) son la sinécdoque por excelencia del cine. Esos cortometrajes de cuadros fijos que parecen fascinados con la posibilidad de captar movimiento durante algunos minutos, la mayoría de ellos en blanco y negro y sin diálogos, remiten a los orígenes del cine con los hermanos Lumière. Y ni que hablar: el cuadro 24 lidia con el cine por medio de su emblema máximo, es decir, la Hollywood de los años 40. En él vemos a una muchacha dormida sobre la mesa de trabajo, el viento que agita los árboles del lado de afuera (¿cipreses?), y hay una pantalla de computadora con un programa de montaje cinematográfico en el que se despliega, cuadro a cuadro, el beso final de Teresa Wright y Dana Andrews en Lo mejor de nuestra vida (de William Wyler, 1946), es decir, 20 segundos enlentecidos a cuatro minutos. Ese beso es el final feliz por excelencia, y también es el recuerdo de una película inmensa, maravillosa, magistral. Al mismo tiempo, ese cuadro final parece destinado a provocar la censura cinematográfica iraní: el sombrero de Peggy se cae (descubriendo, por lo tanto, la cabeza de una mujer) y el beso en la boca se muestra en la pantalla. La muchacha dormida también tiene la cabeza descubierta (no tengo noticia de si esa película se estrenó, o si pretendió estrenarse, en Irán.)

La despedida

Junto a todo esto, me atrajo sobremanera centrar mi atención en los elementos estructurales de 24 Frames. El cuadro 1 (la pintura de Bruegel) puede parecer desubicado frente a las 23 imágenes fotográficas que le siguen, pero cumple varias funciones. Sirve para establecer un hilo histórico entre pintura (cuadro 1), fotografía (cuadros 2 a 23) y cine (cuadro 24). De alguna manera, “enciende” gradualmente nuestra atención, en la medida en que pequeños elementos del cuadro estático empiezan a moverse y van ganando sonido, y el sonido empieza a envolvernos en el espacio. El cuadro 1 introduce varios temas que veremos en forma reiterada: los seres humanos (que aparecerán en pocas ocasiones, y casi siempre de espaldas e inmóviles), el paisaje nevado, la nieve que cae, los troncos de árboles de espesor mediano, los pájaros, el perro zarandeándose de un lugar al otro, las vacas. Incluso podemos vincular el humo de las chimeneas con la niebla que domina tantas imágenes.

En el correr de la película habrá gente cerca en muchas ocasiones: la que suponemos que está del lado de acá de las ventanas en los cuadros 2, 6 y 12 (y que, probablemente, son las que están escuchando las canciones que constituyen la banda musical de esos capítulos), e incluso la persona que escuchamos moverse dentro de la casa en el cuadro 21. También sabemos que son personas esos puntitos arriba de la lancha que surca el mar allá lejos, en el cuadro 8. Pero la visión de figuras humanas más o menos cerca volverá recién en el cuadro 15, que, junto al cuadro 1, es el único con un panorama urbano. Ahí, un grupo de turistas musulmanes, de espaldas, contempla la torre Eiffel. Como en el cuadro 1, esos “personajes principales” están fijos. Ellos habitan el mundo de la fotografía mientras, entre ellos y nosotros, transitan peatones que, ellos sí, están en el universo del cine. Los fragmentos de diálogos entreoídos de esos transeúntes son los únicos de toda la película. Esa reaparición de la figura humana en el cuadro 15 está preparada en forma sensacional al final del cuadro 14, cuando se detiene un auto y, al momento en que está por abrirse la puerta, el cuadro termina. Ese cuadro, el 15 –que, como tantas líneas horizontales, corta la estructura general un poco corrida con respecto al centro (que serían los cuadros 12 y 13)–, es uno de los dos que no transcurren propiamente a tiempo real, ya que durante sus cuatro minutos y medio pasamos del día a la noche.

El siguiente cuadro con una figura humana cercana es el último, el del beso, y ahí tendremos el recorrido simétrico, de la noche a la plena luz de la mañana. Y algo más sobre este último cuadro: el beso final está sonorizado con el romanticismo desparramado de una canción de Andrew Lloyd Weber, “Love Never Dies”. Lo último que oímos de la canción, justo antes de la aparición del “The End” en la pantalla de la computadora, son los versos “El amor te da placer y el amor te trae dolor. Y sin embargo, cuando ambos se vayan, el amor todavía quedará”. En ese momento escuchamos desde afuera unos graznidos de patos (que pueden recordarnos la “historia de amor” frustrada, sin happy end, del cuadro 16). De esa manera, en el último momento de su última película, Kiarostami se despidió con su declaración de amor por la imagen, por el mundo a través de esas imágenes, por el cine, quizá por la muchacha dormida que adivinamos bella, y por nosotros, destinatarios de su obra magnífica. No nos queda más que agradecer, maestro.

24 Frames. Dirigida por Abbas Kiarostami. Irán/Francia, 2017. En Cinemateca.