Todo empezó con una novela prohibida que se llamaba Los versos satánicos. Quise leerla porque supe que le había valido a su autor, Salman Rushdie, una condena de muerte, y todavía recuerdo cómo me fascinaron su escritura y la sensación de participar en algo peligroso y casi secreto. Al tiempo encontré otro libro de ese autor que ya se había vuelto una obsesión; se llamaba El mago de Oz. En él, Rushdie escribía con pasión sobre una película que yo había oído nombrar pero que nunca había visto, y decía que por ella se había vuelto escritor.

Al tiempo conseguí el DVD y también el libro que adaptaba, y quedé, como Rushdie muchos años antes en su Bombay natal, subyugado por esa adolescente que era apenas mayor que yo. Claro que conocía la canción principal, pero aun así recuerdo el impacto que fue para mí el cambio de sepia al deslumbrante technicolor que caracteriza al mundo maravilloso al que llegan, víctimas de un tornado, Dorothy y su perrito Toto.

“Siento que ya no estamos en Kansas”, le dice la niña a su mascota poco después de aterrizar con su casa sobre una bruja, y en esa frase condensa toda la belleza vital de esa película, que este año cumple 80. La frase, en efecto, funciona en varios niveles: por una parte, es el comentario de una campesina inocente, pero también es un guiño para el espectador, que se da cuenta al instante de que eso, definitivamente, no es el midwest norteamericano. Sin embargo, es así que empieza la magia.

Frances Ethel Gumm nació el 10 de junio de 1922 en la pequeña ciudad de Grand Rapids, Minnesota. En 1934 empezó su carrera en el espectáculo junto a sus hermanas y casi enseguida le cambiaron el nombre a Judy Garland. Un año después firmó un contrato con Metro-Goldwyn-Mayer, que la tuvo en su control durante 15 años, en los que filmó una veintena de películas. Tenía 13 años cuando comenzó: no era niña ni adulta y, aunque su talento para la actuación y el canto era notable al instante, no tenía la belleza de las estrellas de la época, por lo que en general le darían los papeles de “la chica de al lado” o de la sencilla muchacha de pueblo que busca suerte en la gran ciudad.

Cuando filmó El mago de Oz tenía 16; la película, como se sabe, le valió la fama y (junto a su trabajo en Babes in Arms, uno de los muchos largometrajes que hizo con Mickey Rooney) un Academy Juvenile Award. Hoy la he visto muchas veces, hipnotizado por las icónicas zapatillas de rubí, inexistentes en la novela original. Acaso demasiadas, pero hay algo tan puro en ese homenaje a las artes escénicas (qué es Oz sino un director) que resulta imposible no querer volver.

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Pasaron algunos años para que viera otras películas de Garland. La segunda, parte de un ciclo sobre la obra de John Cassavetes, fue A Child Is Waiting (1963), con Burt Lancaster y Gena Rowlands, en la que la actriz se destaca. Recuerdo con nitidez los días en que vi sus clásicos junto a Vincente Minnelli, delicadísimo director con quien se casó en 1945 y con quien tuvo a su primera (y más famosa) hija, Liza. Meet Me in St. Louis (1944) y The Pirate (1948) son obras cuyo poder permanece intacto. Sin olvidar la combinación virtuosa de actores, director y técnicos, de compositores y letristas (estamos hablando de gente de la talla de Cole Porter), lo cierto es que esa fuerza proviene mayormente de la actriz de poco más de un metro y medio que las protagoniza, dueña de una energía única.

Su vida, desde, en, por y contra Hollywood, fue de una violencia tormentosa. El trabajo exigente en Metro-Goldwyn-Mayer la acercó desde muy joven a las anfetaminas, que las estrellas tomaban para estar despiertas, y a los barbitúricos, que tomaban para dormir, y los problemas de drogas y alcohol, a lo que se sumaban sus problemas de peso y con su aspecto (que eran los problemas de las productoras, en realidad), la marcarían. Así, como varias otras actrices de su época, pero más que varias de ellas, Garland vivió en dos registros: uno menor, personal, en el que el ruido de lo que se quiebra parecía venir desde adentro, y otro mayor, el de los titulares y la prensa.

De una forma creciente, lo privado, con sus problemas de adicción y sus divorcios, con el amor de sus fans y el éxito, empezó a impregnar sus películas. Easter Parade (Charles Walters, 1948), coprotagonizada por Fred Astaire, por ejemplo, sigue los pasos de una jovencita no muy agraciada que se hace famosa en el mundo del vodevil junto a un hombre talentoso y a la sombra de su hermosa ex. Como Garland, Hannah Brown obtiene un cambio de nombre y termina formando parte de la compañía Ziegfeld Follies. Esta relación, sin embargo, es más acusada en la maravillosa A Star Is Born, de 1954, dirigida por George Cukor y coprotagonizada por James Mason.

Con el cambio de nombre de rigor, Vicki Lester es una cantante de bar cuando la estrella Norman Maine la descubre y la ayuda a llegar a la fama, a pesar de su inseguridad. La actuación de Garland en esa película, en contrapunto con la desmesura de Mason, es de una precisión tal que es imposible no verla sin sentir la electricidad que se siente sólo ante la perfección. Garland, que parece estar siempre en piel viva, maneja los tiempos y el patetismo con sabiduría y, a la vez, regala grandes momentos musicales. Algo similar sucede en su último rol, como la estrella Jenny Bowman en I Could Go On Singing (Ronald Neame, 1963), en la que actúa junto a Dirk Bogarde y da algunas de sus escenas más conmovedoras, como esa en la que, sola con el teléfono, se enfrenta a las excusas que le da su hijo para no verla.

Garland, “la estrella más vieja de la historia, si se cuentan los años emocionales”, como la llama Kenneth Anger en su clásico Hollywood Babilonia, vivió el horror y el éxtasis de la fama y cuando murió de sobredosis, el 22 de junio de 1969, a los 47 años, parecía mucho mayor. Su personalidad entrañable y exagerada, expansiva y triste, su androginia y esa vida doble, en la que lo profundo y auténtico se esconde y lucha a cada momento por salir, tocaron desde temprano al público y la convirtieron en un referente para la comunidad gay, que veía sus propias luchas reflejadas en ella. Ese brillo, así, la sobrevivió, y hoy basta escuchar, por ejemplo, las grabaciones legendarias de su concierto en Carnegie Hall (1961) para encontrarse en estado crudo con toda la delicada potencia de una mujer que, para citar a Anger una vez más, caminó sobre las llamas demasiadas veces.