José es un pobre tipo. Anda en la mala, aunque basta imaginarlo recorriendo las calles vacías del Paso de la Arena casi a la medianoche, dejándose empapar sin resistencia por la lluvia, para saber que andar en la mala es menos una circunstancia que un estado, algo que así como le pasa hoy, le pasó ayer y le seguirá pasando quién sabe hasta cuándo.
Apenas leímos media página y ya sabemos todo eso de José, no porque se nos haya dicho así, asertivamente, tal como yo lo digo, sino porque los datos que el narrador dispuso para nosotros nos permiten visualizarlo, asimilarlo a tantos otros pobres tipos que hemos conocido en la vida o en la literatura. Hay muchas formas de dibujar a un personaje, y valerse de lo que el lector ya sabe –aunque no sepa que sabe– es uno de los más inteligentes.
El primer capítulo de Volver de noche nos presenta a José y ahí nomás, sin vueltas innecesarias, nos introduce en la circunstancia problemática que le toca enfrentar: agarrar viaje –o no– en un negocio peligroso en el que lleva la parte más jodida: hacerse cargo del arma y, si es necesario, usarla. La sorpresa, sin embargo, llega en el segundo capítulo: alguien nos habla de la escena que acabamos de leer. La experiencia tiene algo de aterrador, porque sentimos que alguien está leyendo con nosotros, justo con nosotros, pero no nos habla a nosotros: habla consigo mismo. O consigo misma, porque es una mujer, y es la que, según dice, puso ahí a José y al Caracol, definió sus lugares jerárquicos en la componenda y los hizo regatear, tironear los costos y los beneficios y, finalmente, despedirse con la promesa de que en pocos días se dirá la palabra definitiva.
Ese segundo capítulo inaugura la serie metadiscursiva, que es, a su vez, la novela fuera de la novela. La autora de las aventuras de José es esa mujer con inclinación al devaneo, más bien insegura de sus dotes de escritora (o de novelista, porque dice tener en alta estima la calidad de su escritura), con poca voluntad o poca energía pero con un empecinado deseo de sacudirse la modorra y mejorar alguna cosa. El texto, para empezar.
Si los capítulos protagonizados por José –y que constituyen la novela negra que justifica la incorporación de este título a la colección Cosecha Roja, de Estuario– están numerados en forma tradicional, los que corresponden a la otra serie no llevan número y están encabezados por un mismo título: Ella. Ella, claro está, es la autora, al menos en la ficción. La mujer que escribe desde niña, aunque, iremos sabiendo, casi nunca termina nada, y mucho menos lo ofrece al juicio del público o de algún editor. Ella nos cuenta que siempre le gustó releer sus cosas después de un tiempo, porque es un modo de reencontrarse con alguien que era y no era ella, la de ahora. “Me alegra saber que hubo un pasado y que en ese pasado fui capaz de escribir”, dice.
En la presentación de este libro Mercedes Rosende hablaba de la “puesta en el abismo”, ese recurso de la ficción para mostrar al mismo tiempo una obra y su hechura, o parte de su hechura. Y decía también –sigo citando a Rosende– que Ríos es una autora “económica”. Además de lo gracioso de definir en términos económicos la escritura de una autora que es, en su vida civil, contadora pública, la acertada observación de la presentadora abre el camino a una línea de interpretación que alcanza también a trabajos anteriores de Cecilia Ríos. La economía, como oposición a la desmesura o el barroco que también ocurren en el campo literario patrio, aparece ya en varios de los textos que integran el volumen de cuentos Sigiloso dinosaurio (Civiles Iletrados, 2011), y el procedimiento de enumerar es parte fundamental de la resolución del poemario Crecida (Civiles Iletrados, 2017). Pero ya volveremos sobre eso.
Traiciones y venganzas
Si alguien les dice alguna vez que el héroe es el personaje favorito de la literatura, no le crean: el gran mimado de las letras es el traidor. Nada como una traición para justificar las mejores páginas en casi todos los géneros. Y sin haber escrito sobre ese asunto un ensayo literario, Cecilia Ríos parece haberlo tenido presente siempre. Hubo una traición (y una maquiavélica venganza que no tiene nada que envidiarle a la de Emma Zunz) en el estupendo cuento “Hollywood”, aparecido por primera vez en Cuentos de boliche (Trilce, 1996) y recuperado en el volumen de 2011; hay varias traiciones en Volver de noche, y de algunas sabremos muy poco, nunca lo suficiente como para repartir con justicia culpas y perdones; hay fantasías de traición, de violencia y de venganza en la mayoría de las elucubraciones de los personajes de cuentos brevísimos, compactos, como “Detrás de los cerros” o “Leve perturbación de la mañana”; hay secretos y malicia en “Última carta”, una pieza perfecta que parece la condensación de lo que podría haber sido una larga novela, incluyendo las derivas estilísticas de la voz narrativa, que no le hace asco al cálculo de probabilidades ni a la sumatoria de ejemplos para terminar, finalmente, decidiéndose por la sustracción, siempre la más económica de las operaciones.
La difícil situación de José, puesto por la vida en un lugar en el que las cosas sólo pueden salir mal, se va desplegando a lo largo de 18 capítulos en la primera parte del libro. Son breves, pero suficientes para que el relato se sostenga como una novela negra nativa completa (dicho sea de paso, la fórmula de los delincuentes de poca monta a los que se les encarga un trabajo que sale mal aparece, con muy pocas variantes, en al menos tres novelas uruguayas de los últimos tiempos, todas integrantes de la colección Cosecha Roja de Estuario: La noche que no se repite –Pedro Peña, 2015–, Los trabajos del amor –Damián González Bertolino, 2015– y Volver de noche). En la segunda parte toman la palabra otros dos personajes: el juez y Loly, la novia (y luego esposa) de José. Y claro, siempre está Ella, la que escribió la novela y la relee, la abomina, la reescribe, y mientras tanto nos va dejando saber cosas de su vida. Entendemos que es una mujer bastante mayor, que depende de un marido que la desprecia y que está esperando que se muera para quedarse con el apartamento que ya era de ella antes del matrimonio, que es perezosa, seguramente depresiva, que empieza a tener problemas de memoria, aunque es posible que no los tenga y más bien sean maniobras del marido para volverla loca. Vamos percibiendo que la verdad de la novela no está en la peripecia de José ni en las rápidas historias del juez o de Loly, y que tampoco está en la reflexión acerca de la forma de escribir una novela. Para cuando lleguemos al final, Ella será la que nos capturó con su relato, la que se impuso como el mejor personaje, la que mostró tener una fuerza que nadie, y mucho menos nosotros, esperábamos que tuviera.
Y al final, el muerto
Crecida es un conjunto de poemas, pero de algún modo es también una novela. Se va contando mediante el truco de acompañar el avance de las aguas del río sobre un pueblo, contabilizando los objetos que el agua arrastra, los que amontona, las marcas que el pasaje del agua va dejando en las casas, en las personas y en los animales, pero termina haciendo aparecer el verdadero núcleo del ahogo: el asesinato de un hombre, un joven albañil, muerto bajo torturas en el Batallón de Infantería Nº 10 de Treinta y Tres, en mayo de 1972. El primer detenido muerto en un cuartel. El que, tristemente, inauguró una serie.
Si la economía es el signo de la escritura de Ríos, la sustracción es su operación maestra. Lo que no se nos dice directamente es lo que nos paraliza, a veces, de espanto; lo que nos da la medida del drama que se estuvo desarrollando sordamente mientras alguien hablaba de otra cosa.
Cecilia Ríos nació en Montevideo en 1959. Volver de noche ganó el premio Lussich, otorgado por la Intendencia de Maldonado, en su primera edición, en 2017. Ese mismo año, su obra Cuatro mujeres de campo obtuvo el tercer lugar en la categoría dramaturgia inédita en los Premios Nacionales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura. El año anterior, Crecida fue mención en el concurso Juan Carlos Onetti de la Intendencia de Montevideo en la categoría poesía. Su novela inédita Si me perdonas obtuvo mención de honor en el concurso Narradores de la Banda Oriental en 2014.
Volver de noche. Cecilia Ríos. Montevideo, Estuario, 2019. 180 páginas
En pocas palabras
Escribís desde hace mucho, estuviste siempre vinculada a la escritura y a la literatura, y, sin embargo, publicás poco. ¿Por qué?
Escribir me ha resultado trabajoso, y publicar exige un esfuerzo extra. Algunas veces lo intenté sin éxito. Creo que es la realidad de muchos autores, sobre todo los de más edad. Ahora hay más urgencia por publicar; alguien dijo que hay más escritores que lectores.
Recuerdo haber leído cuentos tuyos en libros de los años 90, y sé que siempre escribiste y leíste mucha poesía. Hace un par de años, sin embargo, ganaste un premio con una obra de teatro. ¿La dramaturgia fue un camino reciente?
Si bien la narrativa es el género con el que mejor me identifico, creo que es necesario escuchar lo que la obra pide. A veces es poesía, a veces teatro, en el caso de otros autores es audiovisual. Me divierte que la gente me diga “¿pero vos eras poeta?”, “¿qué tenés que ver con el teatro?”, “te hacía narradora”.
En esta novela sos despiadada con el género policial. ¿Compartís esas opiniones de tu personaje?
No las comparto, particularmente en el caso de la narrativa policial uruguaya. Esta tiene un contenido social, político en sentido amplio, describe situaciones e incluye un tipo de denuncia que no ves en otras novelas.
¿Qué autores te gustan más? ¿Por qué?
Creo que todos tenemos una historia de amor literaria y musical. Hay cosas que me gustaban antes y que ahora no, y viceversa. Cuando me gusta un autor generalmente leo toda su obra, y a veces me canso. Creo que es mejor variar y leer con expectativas. Ahora me gustan Samanta Schweblin, Chuck Palahniuk, Olga Tocarczuk, Ferenc Karinthy, Alice Munro. Y muchos escritores uruguayos, Gustavo Espinosa, Mercedes Rosende, Mercedes Estramil, Hugo Fontana; creo que hay mucha variedad en estos tiempos. Algunos me han gustado mucho, pero como no leí más que un solo libro, no los nombro. Y estoy nombrando sólo narradores. Siempre me gustaron Carson McCullers, Roberto Bolaño, Onetti, Ian Mc Ewan y Natalia Ginzburg. Antes me gustaban García Márquez, Thomas Hardy, Raymond Chandler, y otros que ahora no me atrevo a leer por miedo a que no me gusten más. No encuentro parentesco entre ellos.
Esta es tu cuarta novela. ¿Qué pasó con las anteriores? ¿Podremos leerlas?
Una de ellas se convirtió en un cuento. Las otras dos, podría ser.