Casi al comienzo de la nueva película de Martin Scorsese sobre Bob Dylan, aparece en la pantalla el mismísimo Bob, entrevistado hoy en día, hablando de lo que se supone que es el tema de la película, aquella lejana gira bautizada Rolling Thunder Revue. A tono con unas primeras imágenes que evocan la época en que se llevó a cabo, justo antes de las celebraciones por los 200 años de la independencia de Estados Unidos, saltando entre material de archivo que retrata tanto desfiles callejeros como discursos de los sucesivos presidentes estadounidenses de una época convulsionada por Vietnam y Watergate, Dylan intenta darle forma a una respuesta que pretende ir develando la historia que se va a contar... hasta que se da cuenta de que no puede.

Como si alguien levantase de improviso la púa de un disco en medio de una canción, el entrevistado principal se interrumpe, mira a cámara y confiesa que lo que está diciendo no tiene sentido. “Es algo que pasó hace 40 años”, se queja, y se le escapa una sonrisa. “No recuerdo nada de la Rolling Thunder”, asegura. “Es algo que sucedió hace tanto tiempo que ni siquiera había nacido”. Pero las canciones lo recuerdan todo, y entonces Scorsese abandona el vértigo del montaje –abandona la gramática cinematográfica, digamos–, y deja que suene aquel Dylan cantando “Mr Tambourine Man” solitario sobre el escenario, con la cara maquillada, flores en su sombrero y apenas una guitarra en las manos. Todo se explica entonces sin necesidad de verbalizarlo, porque, acorde tras acorde y verso a verso, entendemos que estamos sentados frente a la pantalla para verlo y escucharlo, porque Dylan es eso, una canción y un verso deslumbrante tras otro, que, gracias al subtitulado, incluso los más fanáticos podemos confesar que estamos redescubriendo, y dan ganas de darse vuelta y reclamarle a una imaginaria tribuna escéptica si no entiende ahora de qué hablamos cuando hablamos de Dylan.

Pero para terminar de resumir todo lo que el autor de “Mr Tambourine Man” y tantos otros temas realmente encarna están las dos horas de metraje de Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story, el al mismo tiempo deslumbrante y desconcertante no-tan-documental firmado por Scorsese que se puede ver por Netflix, en el que aquellas canciones y la época y los intérpretes se enrollan como un cigarro y es posible disfrutarlos de una larga pitada, dejando que pensamientos y sentimientos sobre todo eso que alguna vez englobamos bajo el rótulo de rock nos envuelvan como el humo del que disfruta y fuma con ganas.

Primero, los hechos: la Rolling Thunder Revue es la gira con la que, a fines de 1975, Dylan quiso exorcizar el mal gusto que le había dejado en la boca un año antes su regreso –junto a The Band– del silencio que se había impuesto luego de su accidente de moto. Fue un éxito de estadios llenos y entregados, casi una merecida revancha después de tantos abucheos y gritos de “¡Judas!”, pero nadie había quedado satisfecho. Ni siquiera David Geffen, que pensó que le había robado Dylan a Columbia, pero Bob le dio apenas un par de discos –entre ellos el olvidable doble Before the Flood, que documenta aquella gira– y volvió a casa. Y en ese regreso a casa fue que volvió a hacer historia, con discos como Blood on the Tracks o Desire, lo que le permitió volver sin culpa sobre sus pasos y hacer las paces con sus comienzos. Así fue como volvió a caminar las calles y los clubes del Greenwich Village de Nueva York, donde había construido su mito, y en esos cruces con gente de entonces y caras nuevas empezó a imaginar que era posible salir de gira como antes, subirse todos a un micro, e ir de ciudad en ciudad casi sin avisar, tocando y celebrando sus canciones. Es eso lo que justamente se muestra en la película: cómo Bob arma su equipo y se pone él directamente al volante. Son fascinantes tanto las imágenes que efectivamente lo muestran conduciendo el micro de la gira como las de su encantador encuentro con Patti Smith, que finalmente no se sumó al viaje, pero cuyo potente y maleable show en vivo –una poeta devenida rocker, después de todo– sirvió de modelo a lo que Dylan estaba armando en su cabeza: un grupo contundente pero capaz de seguirlo allí donde sea que quisiera ir con sus canciones, algo así como el modelo de lo que a partir de entonces serían sus bandas, todas capaces de destruir y volver a construir una y otra vez sus canciones.

Pero además de volver a encontrarle el gusto al escenario –y lo que se puede ver en la película es a la vez emocionante, hipnótico y energizante–, Dylan también hizo las paces con su pasado de protesta, recuperando no sólo todo su viejo repertorio (anterior a su revolución eléctrica), sino también sellando el reencuentro al llevarse de gira nada menos que a Joan Baez, su descubridora y también su amante, y con la que llevaba una década sin encontrarse. Por entonces también Dylan estaba intentando reconquistar a su mujer, Sara, a la que sumó a la gira, y es aquí donde la historia se complica, porque más allá de las crónicas del evento –fundamentalmente las de dos libros, uno firmado por Sam Shepard y el otro por el periodista Larry Ratso Sloman, ambos fiables entrevistados en el documental–, antes de la película de Scorsese el único testimonio fílmico de la Rolling Thunder Revue eran las cuatro horas del más contundente fiasco cinematográfico firmado por Dylan, su película Renaldo & Clara, filmada durante la gira, y en la que Renaldo era Bob y Clara era Sara. Justamente, es con los restos de esa película –cuyos dos equipos de rodaje terminaron de demoler toda posibilidad de éxito económico de la empresa– que Scorsese construye la suya, pero como Sara aparentemente debió salir de la historia (no quedó ni una mención a ella), allí es donde comienza lo que sus responsables subtitulan como apenas una historia. Porque la verdadera historia es otra, pero como Dylan nunca fue muy fiable en lo que respecta a los hechos, no sorprende que se haya aliado con Scorsese para retorcer un poco los datos. Por eso es que, de la misma manera en que las imágenes de la película que desde hace unas semanas se puede ver en Netflix están poderosamente impregnadas del poder del testimonio, también están llenas de invenciones. Hay un director, un productor e incluso una entonces joven estrella invitada a la gira (Sharon Stone, que dice haber inspirado que Dylan se pintase de blanco el rostro al hablarle de Kiss) que son simplemente fake news que sus responsables se deben de haber divertido incluyendo, pero que también les permiten ordenar una historia demasiado fragmentada. “Creo que lo más brillante que hizo Dylan fue meter a un grupo de gente muy motivada y ambiciosa en un viaje sin supervisión, y luego dejar que se volvieran las versiones más extremas de sí mismas”, es como el falso director resume acertadamente la gira, algo que nunca podría haber dicho el propio Dylan.

Con un Mick Ronson que recién había dejado a David Bowie, un jovencísmo T Bone Burnett, el ex Byrds Roger McGuinn, la recién descubierta Ronee Blackley de la película Nashville y siguen las firmas, a la Rolling Thunder Revue no le faltan nombres propios. El más fascinante es el de Joni Mitchell, que fue a ver un show y se quedó por el resto de la gira, tuvo un romance con Sam Shepard y le dedicó “Coyote”, un tema de su futuro disco Hejira. El momento en que Mitchell lo estrena ante McGuinn y Dylan, que intentan descifrar sus acordes para poder acompañarla, vale por sí solo toda la película. Especialmente porque al fondo de la imagen se puede descubrir al cantautor canadiense Gordon Lightfoot, el desquiciado dueño de casa, pasado de revoluciones (como todos los que se subieron a ese tour), que camina de un lado al otro como una fiera atrapada entre egos ajenos. “Todas las noches eran así”, contó Mitchell en su biografía. Pero tal vez la mejor definición de aquella gira mágica y misteriosa es la que regala Allen Ginsberg, protagonista de otras de las mejores postales del viaje, visitando junto a Dylan la tumba de Jack Kerouac: “Empezamos intentando recuperar a Estados Unidos y terminamos descubriendo algunas verdades sobre nosotros mismos”. El mejor resumen de eso que en el siglo pasado llamaban cultura rock. Y hoy seguimos llamando Bob Dylan.