Ayer, a los 93 años, falleció el escritor más leído de Italia, semanas después de haber sido internado por un paro cardíaco. Durante 40 años, Andrea Camilleri fue guionista y director de teatro y de series de televisión. A los 30 años intentó entrar como funcionario a la RAI, y si bien fue rechazado por su temprana filiación comunista, lo logró tiempo después. Cuando ya promediaba los 50, decidió autoeditar su primera novela, El curso de las cosas (1978), y en la década del 80 publicó dos títulos más que no obtuvieron ninguna repercusión, hasta que en 1994, y casi con 70 años, dio el gran golpe: La forma del agua fue la primera entrega de la serie protagonizada por el comisario siciliano Salvo Montalbano (el nombre, según él mismo decía, era un homenaje al español Manuel Vázquez Montalbán), que lo posicionó como uno de los mayores exponentes de la novela negra contemporánea. A lo largo de su vida, Camillieri escribió un centenar de libros, vendió más de 26 millones de ejemplares en Italia, y fue traducido a más de 40 idiomas.

Con Montalbano traza el complejo escenario político de la región siciliana –que bien podría extenderse a todo el país–, marcado por la mafia, los capos y la corrupción, a la vez que propone un relato costumbrista y dibuja a un desconfiado comisario que, con un definido localismo, impone su marca frente a la cada vez más extendida internacionalización del género. A esta serie anclada en el pueblo ficticio de Vigàta le dedicó 27 libros, entre los que se encuentran títulos como El perro de terracota (1996), La paciencia de la araña (2004), La sonrisa de Angélica y La pirámide de fango (2014).

El año pasado, cuando fue entrevistado por el diario español El mundo, Camilleri bromeaba: “Yo no quiero a Montalbano, no me es simpático, a lo que más llego es a soportarlo”. Aunque, en 2014, cuando ganó el premio Pepe Carvalho (del festival Barcelona Negra), dijo al medio ABC que, al crear a Montalbano, se había propuesto que no fuera un “policía americano, porque no hubiera funcionado”; “que no fuera un policía privado, porque hubiera estado limitado en sus funciones”. Y por eso, eligió a “un comisario institucional, es decir, de la seguridad pública”. El modelo inmediato fue el inspector Maigret, de Georges Simenon, y así fue como creó “un personaje que no fuera inquietante, al que pudieras invitar a comer o cenar y estar tranquilo charlando con él; un personaje leal que respeta la palabra dada y que se rebela a las órdenes cuando son absurdas. Los lectores han encontrado estos datos positivos y por eso gusta Montalbano”.

Este escritor obsesionado con la construcción de las frases y la búsqueda de las palabras precisas creía que su lenguaje se enriquecía a medida que él envejecía (“una novela de hace 15 años me parece pobre respecto de cómo escribo hoy”, decía); que la novela negra era, realmente, social, y que en el presente era insostenible una novela que sólo apuntara al enigma policial. En los últimos tiempos se sentía “profundamente decepcionado” con la izquierda italiana, y advertía que, en un país “de centroderecha”, tenía cada vez menos peso. Frente a la pregunta de si algún día Sicilia se liberaría de la mafia, el escritor admitía que si esto llegaba a suceder, siempre llegaría otra forma de corrupción más moderna: “Hasta que haya pobreza y la posibilidad de que un individuo te dé trabajo en sitios de tanta desocupación, habrá organizaciones mafiosas”, planteaba.

“No siento que me falten cosas. Tengo buenas amistades, grandes afectos, noto que hay gente que me quiere. Si me voy ahora, con 92 años, no sentiré carencias, tampoco pienso en el pasado”, decía a El país de Madrid, y agregaba: “En mis tiempos estaban la guerra y las bombas, siempre es mejor lo que pasa hoy. Echo de menos gente, algún amigo en Sicilia. Ahora que volveré seré el último. De mis 15 amigos de infancia, sólo quedo yo. ¿Y qué voy a hacer? Pues a respirar el aire de mi puerto”.