El nombre se sabe, es parte de la obra. Un Picasso nos dice lo que nos dice un Picasso por la formulación plástica que contiene, pero también por el nombre que lo firma. Por eso la exposición Picasso en Uruguay le dio al primer semestre del Museo Nacional de Artes Visuales un impulso de masividad. Las obras estaban a la altura de la promesa, pero podría no haber sido así que lo masivo, tal vez, no se habría resentido en demasía.

Ahora, la amplificación de lo que ahí adentro ocurre se ha reducido a un hilo de voz. Nombres como Fundación Pablo Atchugarry, o Caja Canarias, o Bienal Sur suenan –es inevitable– con menos fuerza que el apellido materno del genial malagueño. Y, sin embargo, contra eso, o por eso, permiten el golpe de lo inesperado. Habrá que hablar en otro momento del zigzag de la muestra de José Pedro Costigliolo, La vida de las formas, o del prólogo poético y combativo de Voluspa Jarpa, esa artista chilena que está representando a su país en la Bienal de Venecia y que acá, en la estación Parque Rodó de la Bienal Sur, tiene montada la instalación Ópera emancipatoria. O de la imaginación de Alfredo Ghierra en la sala principal.

Pero ahora es tiempo de otro de los fragmentos de todo eso que ocurre a la vez en ese mismo museo. Paisaje-Identidad-Lenguaje, de la Colección Caja Canarias, es la más radical de esas muestras, por su potencialidad de descubrimientos. Porque hasta un neófito ha escuchado hablar de Costigliolo –con ese apellido que inevitablemente parece con demasiadas íes y oes como para que siempre se dude de si se lo ha escrito bien– o de Ghierra, o incluso de Jarpa, y sin embargo es probable que no sepa nada de César Manrique. Pero ahí está su composición de camellos y estrellas, que parece evocar el viaje de August Macke por el Kairuán tunecino, y una segunda obra –frente a la cabeza africana de Martín Chirino–, para desembocar en la que es, quizá, la mejor representación no figurativa del paisaje canario, sin importar que se tenga o no se tenga idea alguna sobre cómo sería la figuración de ese paisaje. Porque se tiene la seguridad de que es tan auténtico Manrique, sin que se haya visto hasta el momento más que dos obras de Manrique en la vida, que nada de lo que Manrique pinte del paisaje puede ser menos que la no figuración perfecta de ese paisaje.

Hay que volver un poco atrás. Hay que soltarse del paisaje de Manrique para volver al sitio del primer cuadro de Manrique. Ahí al lado está José Dámaso. Tampoco se duda de un sudario como el que ha trabado José Dámaso para muestra de lo que puede hacer con nosotros cuando nos ponemos delante de su influjo.

Son obras que son las obras mismas. Sin la muleta del nombre. Obras de una potencia –las de Manrique, la de Dámaso, la cabeza de Chirino– que hacen que se agradezca tener la ignorancia de un neófito, porque no siempre se puede ver por primera vez, como esta vez se ha visto.