Hay un nuevo ser humano en casa. Nació en esta isla enorme, rodeada de mucho mar. Los límites de lo conocido dicen que ha cambiado. Imposible no preguntarse cuáles serán las dimensiones del universo para él y sus contemporáneos; para él, que todavía no sabe casi nada y que tampoco le preocupa. Como es esperable, vive en ese estado pleno de la existencia en el que otros humanos proveen lo necesario para ser feliz. Su percepción, dirigida a pocos y elementales asuntos, flota entre el sueño y la vigilia, con instantes de concentración en las cuestiones más aleatorias. Registra olores de un cosmos que se extiende hasta las paredes de la casa, y un poco más, hasta el parque y los días de sol (que son pocos). Vive, por completo, ajeno a una época en la que todo se registra, se mapea y se agota con escándalo.
En el plano de la “inextricable red de afinidades”, el nuevo ser humano llegó justo 200 años después de que Herman Melville naciera en Nueva York. El nuevo ser humano no debe de haber visto los libros del neoyorquino apilados sobre mi escritorio. No pudo haber distinguido el grabado aterrador de Moby Dick en la tapa del libro homónimo. A sus ojos, es posible que la ballena se parezca a un árbol en el jardín (si es que lo ve, de lo que dudo) o a mi cara, que al parecer distingue de manera cada vez más nítida. Por el momento, vivimos en la isla de sus necesidades.
Sobre la mesa también está “The Encantadas, or Enchanted Isles”, que Melville publicó primero en la prensa. Aparecieron en la Putnam’s Monthly Magazine bajo el seudónimo Salvator R Tarnmoor. Que hayan sido un ganapán no les quita el mérito de ser cierta ampliación de lo que había propuesto con Moby Dick, or, The Whale en 1851. Entrega a entrega, Melville hizo cuadros pormenorizados de lo que hoy conocemos como las islas Galápagos (ya había escrito algo similar sobre las islas Marquesas en Taipi, lo que lo tornó “el hombre que vivió entre los caníbales”; ver nota anterior). Si bien fue a las Galápagos unos diez años antes a bordo del Acushnet, lo que escribe se parece a la fundación de un territorio que un poco tiene de recuerdo y otro tanto de estilización a través de un lugar inaccesible a sus lectores.
Las “Encantadas”, en tanto serie, se transforman en intentos de mapear un mundo que estaba allá afuera, allá demasiado lejos, y que en nada se parece al paraíso. Melville sigue los pasos de Charles Darwin en The Voyage of the Beagle (1839) y compone: “No cabe duda de que ningún lugar en el mundo puede compararse, por su desolación, con este archipiélago. Sus islas son como antiguos cementerios abandonados, como viejas ciudades que poco a poco se transforman en ruinas y que resultan absolutamente melancólicas; sin embargo, como todo lo que alguna vez estuvo asociado a la humanidad, siguen evocándonos ciertas sensaciones, por tristes que sean”. Míticas, las islas son fascinantes y espantosas al mismo tiempo. Los volcanes activos. Las tortugas, “tres Coliseos Romanos en magnífica decadencia”.
El siglo XIX fue pródigo en esfuerzos de descripción pormenorizada, que hoy pueden llegar a parecer demasiado exhaustivos. Estaba por detrás la fascinación por descubrir leyes que gobiernan el ritmo de la naturaleza, con los libros como una fuente infinita para los nuevos relatos. Es que Melville no podría ser sin sus contemporáneos. En sus textos es evidente la atracción por las ciencias naturales (los manuales son una fuente de sus escritos), por componer un paisaje que sea verosímil, y que pase a formar parte del mundo conocido. Sin embargo, como en Moby Dick no faltan las comparaciones épicas, las puestas en relación con lo ya escrito. Y la grandilocuencia. Sobre el mar, en aquel libro Melville escribe que es: “como si sus vastas mareas fueran una conciencia, y la gran alma del mundo tuviera angustia y remordimiento por el largo pecado y el sufrimiento que había engendrado”.
Hacer del territorio el asunto central fue una constante para estos viajantes escritores que supieron entrelazar literatura y aventuras. Territorios que se prestan a la mirada humana. Tierra que se torna conocida. Por el contrario, en el mundo del nuevo ser humano la civilización no deja resquicios: ya colonizó todo el globo. El universo que está empezando a ver está más concentrado en los espejos y en la cercanía. Otras fronteras se imponen. Qué nos hace humanos. Qué tan replicable es la conciencia. Qué tan únicos somos. O, por otra parte, qué otras posibles islas nos esperan allá, en terra incognita.
Diarios. Crónicas. Anotaciones. Bosquejos. Imaginar el futuro que le tocará al nuevo ser humano es un ejercicio recurrente que se extiende por horas. Vale conjeturar sobre las formas en que se escribirá el territorio por mapear, si es que será escrito. Un planeta distante o las islas en el interior de una mente humana artificial: inquieta y fascina saber que siempre habrá una frontera por atravesar, un texto por escribir y un mundo que deberá seguir descubriendo.