Cuando el Departamento de Estado envió a William Faulkner de gira por América Latina para promover una imagen de Estados Unidos distinta de la que primaba en la región, el autor de El ruido y la furia no puso objeciones ideológicas. Lo difícil fue mantenerlo sobrio (en el primer país que visitó, Brasil, entró en un precoma alcohólico). Por eso, los autores muertos suelen ser más convenientes. Herman Melville, y especialmente Moby Dick (1851), fueron muy útiles en la campaña cultural de propaganda estadounidense durante la Guerra Fría. El primer test se hizo en Japón y resultó muy exitoso: tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo instaló bases militares permanentes en el país y redactó el borrador de la Constitución japonesa, sino que montó un programa educativo y cultural que presentaba la obra de Melville como ejemplo del espíritu liberal y humanista del país ocupador. Más de medio siglo después, las bases militares siguen allí y la Constitución de 1947 (por la que Japón tiene prohibido declarar la guerra a cualquier otro país), sigue vigente. Y como resultado colateral, Japón es el segundo país del mundo con más especialistas en Melville.

En el siglo y medio transcurrido desde su primer texto importante, Melville ha sido referencia de muy variadas –y hasta contradictorias– estéticas, ideologías y agendas. El primer motivo de ello es la variedad descomunal de su propia obra. Desde una de las novelas de tema exótico más apreciadas de su tiempo (Taipi, 1846), a la descripción hiperrealista de un submundo extremadamente maloliente (Moby Dick). De un viaje imaginario por un archipiélago alegórico (Mardi, 1849) a una denuncia de la vida en los buques de guerra estadounidenses que hizo que el Congreso de ese país prohibiera los azotamientos (Chaqueta blanca, 1850). De breves viñetas humorísticas sobre la actualidad bélica a un poema narrativo más largo que la Ilíada y la Eneida sobre la peregrinación de un joven en crisis de fe (Clarel, 1876). De las vertiginosas aventuras de un prófugo (Israel Potter, 1855) a la casi beckettiana historia de uno que renuncia a toda acción e incluso al habla, salvo para responder brevemente a los acuciantes pedidos que le llegan con una única frase: “Preferiría no hacerlo” (“Bartleby, el escribiente”, 1853). Y así podríamos seguir.

Además de su variedad, la obra de Melville se distingue por su pasmosa lucidez y su radicalidad. En su caso, es cierto aquello del escritor que se adelantó a su tiempo. Pero por eso mismo, su carrera literaria fue una montaña rusa. Melville se volvió un escritor exitoso y respetado casi que de la noche a la mañana con su primera novela, Taipi. Lectores y editores pidieron otro plato de lo mismo y el novel autor, necesitado de ingresos y buscando hacerse un nombre, aceptó a regañadientes. Pero por su correspondencia sabemos qué pensaba mientras escribía Omoo (1847): preferiría no hacerlo. Esa tensión entre lo que quería escribir y lo que el mundo editorial le reclamaba nunca se resolvió. La mayoría de sus libros posteriores fueron considerados confusos y a veces casi delirantes (una reseña de Pierre, o las ambigüedades se tituló: “HERMAN MELVILLE LOCO”). Ejemplares invendibles de textos que hoy son clásicos se usaron para pulpa de papel. En sus últimos 33 años de vida sólo publicó algunas obras en verso, que circularon entre familiares y amigos. A su muerte, el obituario de The New York Times escribió mal el título de la que hoy es su obra más famosa: “Mobie Dick”.

(Re)descubrimiento y explo(ta)ción

En la década de 1920, Melville fue redescubierto y empezó una segunda vuelta en la montaña rusa, esta vez no de altos y bajos en su fama, sino en la interpretación de su obra. Cada época, y a veces hasta cada generación, ha encontrado en ella agua para su molino. En los años 30 empezó a forjarse una imagen de la ballena blanca como encarnación del mal puro –una versión cetácea de los psicópatas de las películas de Hollywood, por así decirlo–. El capitán Ahab es un tanto tiránico, pero ante ciertos enemigos se necesita mano dura. Pronto surgió una valoración inversa: Ahab como encarnación del autoritarismo, un líder carismático y totalitario de ese estado en miniatura que es el barco ballenero. No faltó quien lo comparara con Adolf Hitler y, más tarde, con Iósif Stalin. En el otro polo estaba Ismael, un joven común y corriente, sin grandes poderes pero con el sentido común de comprender que todo extremo es peligroso y que todos los hombres somos hermanos. Un héroe democrático, en fin.

En los años 50, algunos empezaron a notar que en Melville la crítica del totalitarismo es inseparable de la del capitalismo, hecha en tonos comparables a los de Charles Dickens, su contemporáneo. En los 70, se destacó su denuncia lúcida y generalizada de las injusticias sociales y su radical toma de partido por los oprimidos y los desclasados. A partir de los 80, se volvió evidente la importancia de la dimensión homoerótica y las cuestiones raciales. A poco del comienzo de Moby Dick, Ismael, el jovencito provinciano a quien inicialmente aterroriza tener que compartir su habitación con Queequeg (un “caníbal” tatuado de pies a cabeza y que trae consigo cabezas reducidas), termina compartiendo con él no sólo cuarto sino cama, y al día siguiente se despiertan apretados en un “abrazo de estilo un tanto marital”.

Y en los 90 se descubrió al Melville anticolonialista. En sus primeras novelas, ambientadas en la Polinesia, los principales aportes de la civilización euroamericana a los “salvajes” son la propagación exponencial de la sífilis, el alcoholismo y la esclavitud. El orden social preexistente podía ser tiránico y violento, pero el orden colonial parecía peor. Varios pasajes de Taipi, especialmente sus críticas a los misioneros cristianos, fueron censurados. El más reciente giro tuvo lugar en las últimas dos décadas: el Gran Autor Nacional estadounidense ha sido reconocido como un escritor fundamentalmente transnacional, que aspiró a ser leído fuera de fronteras (nacionales u otras).

Melville para (y desde) América Latina

En 2005, la Universidad de la República organizó un congreso internacional sobre “Benito Cereno” (1855), de Melville, y Nostromo (1904), de Joseph Conrad. Una de las varias razones fue La fragata de las máscaras (1996), la novela del uruguayo Tomás de Mattos inspirada en el relato de Melville, el cual, a su vez, se basa en una historia real narrada por el capitán estadounidense Amasa Delano (pariente del futuro Franklin Delano Roosevelt, presidente de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial). El congreso montevideano fue el primer evento académico en llamar la atención sobre la importancia de América Latina para Melville.

Nuestra región aparece docenas de veces en su obra. Abundan los lugares, personas, animales y hasta objetos sudamericanos, como el doblón ecuatoriano de Moby Dick, que varios críticos han visto como un símbolo de toda la novela. O la saya y manto, un atuendo femenino usado en Lima, que es mencionado en siete de sus textos. Esta prenda cubría todo el cuerpo, dejando a la vista sólo un ojo, lo que permitía a las mujeres desplazarse sin ser reconocidas y, según la feminista francesa (y abuela de Paul Gauguin) Flora Tristán, que visitó Lima en 1834, les daba libertad sexual. A Melville le fascinó esta imagen del ojo único, por el que la mujer podía ver sin ser vista. En distintos textos, un personaje masculino estadounidense se muestra incómodo o amenazado ante una mujer extranjera así cubierta. Es como si se sintieran desnudos ante esa mirada femenina, en una inversión de la escena tradicional de una nativa semidesnuda ante la mirada de un hombre blanco perfectamente vestido.

Pero no son las referencias puntuales a elementos de otros países y culturas lo que distingue a Melville. Una de sus prácticas más radicales es la de incorporar elementos de otras lenguas y culturas, que sus lectores difícilmente podrían conocer. Sus primeros libros, inspirados en la Polinesia, incluyen juegos lingüísticos con idiomas locales, por completo incomprensibles para casi todos sus lectores. En obras posteriores esto ocurre sobre todo con referencias sudamericanas y con el idioma español, mucho más próximos a su público. Hispanoamérica y los hispanoamericanos aparecemos en esas obras como vecinos: distintos pero próximos, ajenos y al mismo tiempo familiares.

Melville no es el primer escritor en incluir referencias que pasarán desapercibidas a sus lectores. Lo que lo distingue es la forma en que esas referencias a veces operan, en formas inversas a las que sería de esperar. Ciertas referencias de Taipi que a los lectores americanos nos resultan opacas pueden resultarles evidentes a algunos lectores polinesios. Lo mismo ocurre con algunos de los juegos que se hace en otros textos con el español: a los lectores anglófonos pueden resultarles confusos y a nosotros, hispanohablantes, nos parecen clarísimos.

Escribir para los otros

Mientras que la inmensa mayoría de los escritores del siglo XIX escriben sobre los otros (bandidos, pobres, indígenas, jovencitas caídas en desgracia y toda una galería de personajes más o menos exóticos), Melville escribe también para los otros. O al menos, para aquellos lectores dispuestos a asumir el esfuerzo de trascender sus propias fronteras. Quizá el ejemplo más claro de ello sea “Benito Cereno”. Durante las varias horas que Delano pasa en el barco chileno tratando de entender qué ocurre, ni una sola vez cree necesario preguntar por el sentido de un término o una expresión. El resultado de su implícita soberbia es que al final de la historia parece no haber aprendido absolutamente nada. Curiosamente, Melville describe una situación casi simétrica en el capítulo 54 de Moby Dick. Allí, Ismael le cuenta una historia a un grupo de peruanos, en Lima. Los oyentes sudamericanos lo interrumpen amistosamente a cada rato para pedirle explicaciones sobre algún detalle idiomático o un sobreentendido cultural. Esto genera un ida y vuelta muy jugoso, del que todos salen ganando.

Pero quizá sea la visión geopolítica de Melville la que más claramente permite situar la importancia que concedió a América Latina. En Moby Dick, escrita tres años después de que Estados Unidos, tras incorporar a Texas, anexara por la fuerza más de la mitad del territorio mexicano, Ismael menciona en forma engañosamente despreocupada que luego de eso se procederá a “apilar Cuba sobre Canadá”. El escritor veía con amargura que su nación se volviera una potencia expansionista, en la tradición de los imperios europeos. Para Melville, era en la relación con el resto del continente americano donde se jugaría la identidad misma de su país: república o imperio. Desde el otro lado de la ecuación, Martí hará una lectura similar en “Nuestra América”, publicada en 1891 (exactamente cuatro décadas después de Moby Dick y, casualmente, año de la muerte de Melville).

Al comienzo de Moby Dick, Ismael aprende a conocerse a sí mismo, a sus creencias y sus emociones, y de manera más general a la sociedad y la cultura de la que forma parte, a partir de su relación con Queequeg, el “caníbal” polinesio. Es al ponerse en el lugar del otro y al reconocer al otro como una variante de sí mismo (a la vez radicalmente distinto y profundamente similar) que Ismael se inventa o se descubre a sí mismo. Es en ese aprendizaje que el jovencito ingenuo e inseguro se vuelve adulto. Melville veía de manera similar los vínculos entre sociedades y culturas. Para él, es en la relación con los otros que nos formamos y nos definimos. Si se ha dicho que cada ser humano es una isla, Melville sostuvo que más bien somos archipiélagos: entidades múltiples que se solapan y a veces se confunden con otras. La obra donde exploró más a fondo esta visión es The Encantadas, una colección de textos breves sobre las islas Galápagos. El título que elige Melville, se habrá notado, está un poco en inglés y otro poco en español. Como si ningún idioma alcanzara por si solo para llamarlas.