Cuba, esa isla con forma de esturión desfalleciente, que heredó el nombre de las cúpulas de las mezquitas árabes que antiguos navegantes creyeron adivinar en su geografía arisca y exuberante, se ha empeñado en darle al mundo innúmeros escritores. Bajo las barbas de Fidel Castro surgieron poetas y novelistas que enfrentaron con el arte la alambrada cotidianidad de la patria socialista, debiendo padecer, como reconocimiento del régimen, la persecución, el exilio, el confinamiento o la lisa y llana indiferencia. Así, ante los nicolasguillenes, cintiovitieres y eliseodiegos que ensalzaron al Comandante, aparecieron otros autores que no sólo renegaron de su égida, sino que construyeron su obra en franca oposición, pero no desde la composición del panfleto subversivo sino desde el campo de batalla del arte, que es en definitiva lo que permanecerá cuando el Viento del Olvido se haya llevado las odas y los himnos.

Entre esos escritores apedreados por el régimen hay que citar, desde luego, a Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), que edificó su obra desde el exilio, como una personal recreación de la Cuba que perdió en 1965, al salir de la isla para no volver jamás; a Severo Sarduy (1937-1993), que murió aún joven en París, sin la chance del regreso a su natal Camagüey; o a Reinaldo Arenas (1943-1990), que se las ingenió para escurrirle magia al suelo de sus orígenes mientras era perseguido por la Policía castrista, tal como cuenta con su natural brillantez en la autobiografía Antes que anochezca (1992), publicada un par de años después de su suicidio en Nueva York. Y también están los que se quedaron, los que por diversas razones permanecieron en la isla escribiendo una literatura desligada de los avatares revolucionarios, como José Lezama Lima (1910-1976), autor de la monumental novela Paradiso (1966), un archipiélago en sí mismo dentro de la literatura del siglo XX, y Virgilio Piñera (1912-1979), que al morir, y habiendo caído en desgracia unos años antes, no mereció siquiera un sepelio digno, siendo su féretro custodiado por las autoridades en una de las páginas más bochornosas de la historia cultural cubana.

Sarduy, Arenas, Lezama Lima y Piñera practicaban, además, diversas variantes de la homosexualidad, y ya sabemos cómo reaccionaba el régimen ante la naturaleza invertida, ante cualquier manifestación contra natura: persecución, palizas y campos de concentración (en Antes que anochezca, Arenas cuenta su confinamiento en El Castillo del Morro, donde los homosexuales, como los traidores en el noveno círculo infernal, ocupaban las dos peores galeras).

Casandra cubana

Marcial Gala (1965) es un escritor nacido en La Habana, que reparte su tiempo entre Cienfuegos y Buenos Aires, donde a fines del año pasado recibió el Premio Ñ, en el marco del XXI Premio Clarín de Novela, por su libro Llámenme Casandra, una novela cautivante en la que entran en tensión los tópicos referidos en el párrafo anterior. Gala comparte con los autores coterráneos antes mencionados un prodigioso manejo del lenguaje, al que dota de un ritmo y una cadencia propia, a través de los cuales una historia de tintes trágicos se vale del humor para avanzar.

Ubicada en Angola durante la intervención cubana en la guerra civil suscitada en aquel país del sur de África, la novela sigue a Raúl, el más joven y esmirriado combatiente de una unidad apostada en territorio hostil, un soldado de la patria socialista que no sólo nunca disparó un arma sino que le gusta leer La Ilíada, vestirse de mujer y sentir que es, en realidad, la mismísima Casandra, hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya, que a cambio de una tarde de pasión con Apolo en alguna amoblada celestial, recibió el don de la profecía.

Detengamos por acá el impulso, muy común entre colegas reseñadores de films y series televisivas, de contar con lujo de detalles el argumento de la obra que se reseña, para ilustrar con un breve pasaje el tono general del protagonista narrador de Llámenme Casandra: “Mi albergue es una enorme tienda de campaña que comparto con seis reclutas más y un soldado de primera. El de primera se llama Matías Benítez y todos le dicen Santiago por ser de esa ciudad. Los soldados son Fermín Portela o Johnny el rockero; Amaury Valdez, también conocido como el Gánster por el amor intenso a todo lo ajeno; Juan Izquierdo o Guapera por su caminado de chulo de barrio; Manuel Cifuentes al que sólo le decimos Manuel; Agustín, mi amigo de Cienfuegos, al que algunos le dicen Musculito por obvias razones y yo, Marilyn Monroe”.

La herencia de Reinaldo Arenas está más que viva en la escritura de Gala (no en vano a la memoria del autor de Celestino antes del alba está dedicado este libro). Un eco pertinaz de la orfebrería estilística de Arenas late en la descripción que Gala emprende de la infancia de su protagonista, en la que el mundo de los adultos, generalmente sórdido y embrutecedor, abrazado por todas las desilusiones de los sueños no logrados, con la pátina racionada y controlada del régimen de Fidel Castro, es visitada por ensoñaciones y rescatada por espíritus libres que pueden adoptar la forma de los versos de un bolero, los consejos de un profesor de literatura o los amoríos de una tía de buen ver que no demorará en caer en las manos de algún bruto.

En su avance fluido, Llámenme Casandra intercala, pautado por infinidad de diálogos y viñetas interconectadas, el relato de la niñez y adolescencia de Raúl en Cienfuegos, con su presente de combatiente en Angola. En el contraste de esos dos espacios se cifra la historia toda, con un vértice etéreo que se vuelve cercano y al que sólo el protagonista accede, conformado por el universo de los dioses, del que algún día bajó a la Tierra y al que algún día volverá.

Llámenme Casandra. De Marcial Gala. Buenos Aires, Alfaguara, 2019. 268 páginas.