Hay tantas palabras que la música uruguaya no usa. Y lo peor es que nuestra vida está hecha de esas palabras, como “sándwiches calientes”, o expresiones como “por si me descompenso”. La mayoría de los músicos no suelen elegirlas porque pertenecen a otro continente: el de las palabras de todos los días, esas tan pequeñas y tan secretamente diseminadas que flotan como ácaros delante de nuestras narices. A su vez, los músicos cada vez se arriesgan menos a decir cosas como “soy de corazón frágil” o “no te vayas de mí, / no voy a sobrevivir”: suelen resultarnos tan grandes que sentimos la necesidad de huir de ellas al temer que si las usamos seremos hablados por ellas y no al revés. Eso también es una lástima, porque estamos llenos de esas expresiones ridículas y grandilocuentes.

Patricia Turnes parece ser la música que mejor lo ha entendido. En su disco Yo tenía una vida canta: “¿Cómo, cómo, cómo que no / voy a poder usar / un short en verano / o una minifalda?” y la repetición de la palabra “short”, cantada de fondo como un mantra por Flavio Lira (de Carmen Sandiego), la dota de una extraña y nueva profundidad. De golpe, usar un short en verano –o la duda de optar por una minifalda– se vuelve un asunto mucho más amplio; algo vinculado a la libertad de elegir y vivir, espejado en el simple deseo y la preocupación de cómo se ven las piernas desnudas en un mundo que las pone en escrutinio. En “Nuestro perro fiel”, el corte de difusión del álbum, Turnes se lamenta: “¡Qué pena me dio enterarme / de que el perro / estaba en casa / mientras me engañabas con ella, / mientras venía ella / y lo hacían / en la cama / donde dormíamos / vos y yo y él, / nuestro perro fiel”. En la canción hay un desplazamiento del verdadero asunto del drama (el engaño amoroso) a la tristeza de ver ensuciada una figura de inmaculada inocencia como la del perro de la pareja, obligado a ser pasivo testigo/cómplice del adulterio (“Y lo hacían / en la cocina, / en el baño / y en la cama / donde dormíamos / vos y yo y él, / nuestro perro fiel”); por absurdo que parezca, nuestros dramas suelen disputarse en estos ligeros corrimientos. Muchas veces, lo que nos descalabra, más que el asunto central y factual, son esos pequeños detalles que cambian todo; Turnes tiene un particular ojo (y, más que nada, oído) para estas pequeñas piezas que se diseminan por toda nuestra vida.

Sílaba por sílaba

Yo tenía una vida está marcado por esta cualidad de prosa que sobrepasa a la lírica, que no sólo determina el contenido de las letras, sino también lo compositivo y la ejecución. En ese sentido, su anterior álbum, Lentes oscuros (2017), aun cuando a veces incluye ese procedimiento de cantar nota por nota, parece diez veces más cantado que este último trabajo. En Yo tenía una vida Turnes bordea el grado cero de la vocalística, casi como si estuviésemos escuchando a alguien leer en voz alta, sílaba por sílaba –como en un dictado escolar–, su diario íntimo. Para cualquier purista de la música esta última frase sería el peor pitching de disco jamás emitido, pero todo lo que podría resultar amateur y catastrófico en cualquier otro músico en Turnes no sólo cuaja, sino que redobla su efecto, lo vuelve otra cosa. Yo tenía una vida se expande en lo melódico con un aire de extraña libertad, como la de los niños cuando inventan una canción en el mismo momento en que la cantan. Lo más destacable es que, si bien esto podría volverse un recurso repetitivo, revela muchos y distintos costados, y se reformula canción a canción.

Siguiendo esta línea, la mayor amplitud de ritmos y estilos que presenta Yo tenía una vida, en comparación con Lentes oscuros (que estaba casi todo dominado por un sonido más idiosincráticamente indie), genera un efecto auditivo y humorístico que, por momentos, nos haría pensar en esa Patricia Turnes que pasa de género en género como si fuera una de aquellas figuras de cartón a las que les cambiábamos de vestimenta y accesorios recortados en papel, al tiempo que conservaban la misma expresión en el rostro. Así, pasamos de una cumbia low fi dominada por un teclado-de-una-sola-mano (“Nuestro perro fiel”) a una canción electrónica repetitiva y cutre que recuerda a “Soy un disfraz de tigre”, de Hidrogenesse; de una balada atravesada por solos de guitarra ásperos con reminiscencias de “Hostal”, de La Hermana Menor y Brian Jonestown Massacre (“Me contaste que tu padre apareció”) a una canción marcada por un bombo legüero que, en su temática sobre el dinero, hace un divertido guiño (¿irónico?) a la música folclórica de izquierda (“Plata”); del folk intimista y minimalista de “Short” a esa balada nihilista a lo Michelle Gurevich, atravesada por un gélido collage sonoro con voz de vocoder en “De la noche a la mañana”.

Si Lentes oscuros triunfaba a la hora de llevar a escena grandes planteamientos existenciales, desmontándolos y quitándoles algo de su solemnidad a la hora de hacerlos aparecer dislocados melódicamente en las canciones, en Yo tenía una vida Turnes va un paso más allá en esa depuración: tenemos menos planteos, las letras adquieren un tono más prosaico y a veces se limitan a un mero retrato de una situación que despliega debajo de sí una gigantesca y profunda grieta surcada por ríos subterráneos.

Esta es la parte en la que se vuelve más evidente la influencia lírica de Lira, especialmente en temas como “Me contaste que tu padre apareció”, en el que Patricia cuenta la historia de alguien que había sido abandonado por su padre en la crisis de 2002 y se entera de que, en realidad, el desaparecido no vive en España, sino en el barrio de La Aguada; o en “Cigarro”, en la que se sumerge en los reproches absurdos a un cantante que, después de tocar su repertorio, prefiere salir a fumar afuera del boliche que quedarse hablando con ella.

Es curioso, porque en el mismo acto de resumir la letra/historia de una canción, es como si la contara por entero: en esta extraña economía de recursos se encuentran esos momentos de magia de Yo tenía una vida. Parece sencillo, pero no lo es.

Hace un tiempo, en un documental de música uruguaya se decía que Samantha Navarro fue de las primeras mujeres que contaron los asuntos de las mujeres desde un lugar propio y mucho más cotidiano, distinto de una poética que solía hablar de ellas y no desde ellas. Después de esa cotidianidad tan en boga en la última década (sería bueno que, al menos por diez años, el folk uruguayo dejase de hablar de bicicletas), la de Turnes va más allá y casi prescinde del maquillaje del texto hacia lo musical. Lo que tenemos es cotidianidad, con una textura propia que juega con lo profundo de esos términos que asumimos como poco poéticos, y la filosofía que presenta sus costuras cuando recurrimos a ella de corazón. Pocas veces las canciones se parecieron tanto a la vida misma.

Yo tenía una vida, de Patricia Turnes. Feel de Agua, 2019.