Un 30 de agosto, quince años atrás, moría en Montevideo Jorge Varlotta. O Mario Levrero(1940-2004), porque en su caso la persona y el escritor se acercaron tanto como pudieron, de un modo que puede asemejarse en algún sentido al que consigue (en tan contadas excepciones) quien se recuesta a lo largo del tiempo en un diván. Hablo de esas sesiones únicas que rompen con el transcurrir anodino y cotidiano, en las que un daemon parece poseernos y habitar ese espacio/tiempo, y lo que allí sucede, la narración llena de derivaciones laterales, caóticas, oníricas, ilógicas, se convierte en mágica, imbuida de un sentimiento de absoluta autenticidad más allá o más acá de lo inteligible. Porque podrá asirse poco o nada de lo que se estuvo balbuceando torpemente toda la hora pero ¡pucha, cuánta verdad! Y quedamos boquiabiertos ante la presencia de ese sentimiento cuasi religioso de algo completamente genuino que para el Levrero encarnado en Varlotta se asociaba con “el Espíritu” (así lo escribía). Con el propio, que era en él tantas veces concebido como parte de uno universal, en una línea más jungueana que freudiana. Sin embargo abrevó de ambas, hizo sus experiencias con el psicoanálisis como paciente y en tertulias filosófico-psicológicas que organizaba su analista de ese entonces; también experimentó con la parapsicología, disciplina sobre la que llegó a escribir un manual; él mismo actuó, incluso, como consejero espiritual de vecinos, amigos y conocidos que se le acercaban con sus problemas y con los que a veces practicaba la hipnosis. Consideraba y vivía su literatura como un medio en cuyo trace hipnótico debería quedar atrapado el lector, para establecer con él una comunicación alma a alma. Y, en la misma operación, alcanzar un autoconocimiento.
Dice el narrador de la novela autobiográfica/autoficcional El discurso vacío (1993): “En mi inconsciente llegué a investigar tan lejos como pude, y el subproducto de esa investigación es la literatura que he escrito (aunque al mismo tiempo también la literatura oficiaba como instrumento de investigación, al menos en ciertas instancias)”.
Es que Jorge Mario Varlotta Levrero (tal el nombre de su cédula de identidad) era, en un sentido sui generis y nunca clausurable (como todo en él), un romántico-místico (y un tipo tan maniático como extremadamente compasivo). Pero digo eso y sé que me quedo corta, que el hipotético lector aún virgen de sus mundos textuales no alcanzará a cercar con su imaginación la narrativa de este enormísimo escritor, tan enorme como Felisberto Hernández. Quizá con lo que llevo dicho el lector no imagine, por ejemplo, las altas dosis de humor que –una vez que comienza a despegarse de su principal modelo literario, el que lo habilita a empezar a escribir: Kafka– se vuelven insoslayables, en un camino que lo lleva a encontrar un estilo más propio. Pero el humor en Levrero parece algunas veces funcionar no ya como una manera de gozar desfachatadamente junto al lector de decir verdades que sin su intermedio no podrían admitirse sin vergüenza, es decir, como una forma de tomadura de pelo de sus propias creencias o de su propia importancia, sino como toma de distancia, sí, de esas creencias, pero para mejor lograrlas, en una búsqueda ascendente –tan incesante como frustrada– de un conocimiento trascendental. Aunque digo esto y creo también lo contrario. Es que en Levrero convive sin mayores tensiones ese idealismo con lo más prosaico; podría intentar el neologismo “idealismo maculado”. Porque no siempre parece el humor operar en función de una posterior elevación espiritual, sino también en el obvio, en el sentido freudiano de la satisfacción erótica de las bajas pulsiones. Justo el punto de pelea de Freud con Jung. Levrero está del lado Jung de la grieta. Para él las escenas en las que sus narradores persiguen casi lascivamente a una mujer, y a otra, y a otra, sin disimulo, el febril erotismo delirante que posee a sus narradores en casi todos sus textos, no es más que expresión de una fantasía de comunión espiritual, de reunión de lo separado, de acceso al sí-mismo jungueano; otra forma de nombrar a Dios. Y aunque una, más freudiana y atea, no pueda seguirlo en ese viaje, igual –o justamente por mostrar tan claramente la incompletud que lo habita– llega a adorarlo.
Sus narradores no son grandes intelectuales, no ostentan un valioso capital cultural ni utilizan un lenguaje elaborado, sino más bien llano, que refiere a una cotidianeidad siempre más o menos alucinada. Alter egos del escritor, toman su palabra, hablan desde el yo, y desde esas instancias inconscientes que no son precisamente el yo, sino aquellas que lo dividen, habitando el mismo cuerpo, usando la misma voz. Instancias a las que Levrero trata con el máximo respeto, les hace lugar, las deja afectarlo con curiosidad desbordante, confianza y amor.
"Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco. / Aquello que hay en mí, y que a veces pienso que / también soy yo, y no encuentro. Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego se va por años / y años. Aquello que yo también olvido. Aquello / próximo al amor, que no es exactamente amor; / que podría confundirse con la libertad, / con la verdad / con la absoluta identidad del ser / –y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras / pensado en conceptos / no puede ser siquiera recordado como es. / Es que es, y no es mío, y a veces está en mí. / (muy pocas veces); y cuando está, / se acuerda de sí mismo / lo recuerdo y lo pienso y lo conozco. / Es inútil buscarlo; cuanto más se le busca / más remoto parece, más se esconde. [...] Este es mi mal, y mi razón de ser". (El discurso vacío, 1996)
Repetidas veces se ha señalado como leitmotiv en Levrero la búsqueda. Podría decirse que es la protagonista. Una búsqueda movida por la curiosidad; unas infinitas ganas de saber qué hay más allá de algo, así se deje atrás todo lo seguro. Y el algo siempre se vincula con la realidad. Pero no con la que todos solemos dar por descontada. De esa, el tan inclasificable como maravilloso relato “Alice Springs” (mezcla de ciencia ficción, realismo sucio, fantástico, western, comic, parodia, surrealismo) nos alerta, repitiendo machaconamente “Nada es real”, ya desde el mismo epígrafe de Los Beatles (Let me take you down / ‘cause I’m going to / Strawberry Fields.../ Nothing is real...).
Es que Varlotta/Levrero está convencido de que la vida en sociedad limita la percepción de otras dimensiones de la realidad a las que podríamos acceder (no sin peligros) si tan solo pudiéramos abrir “las puertas de la percepción”. Y para sostener ese convencimiento se vale de un sincretismo de teorías que van desde la termodinámica, la física cuántica, teorías de la percepción, hasta el psicoanálisis, la filosofía y la parapsicología. Pero todo ese saber aparece encarnado en sus textos de la misma manera que en su vida: experimentado antes que sólo racionalizado, en pie de igualdad con el saber de lo cotidiano. Así, lo vemos integrado en la búsqueda desesperada de una mujer, de salir de un lugar que se va volviendo cada vez más extraño, de descubrir los mecanismos ocultos en un encendedor, o en los múltiples encuentros con un amigo de esos con los que se comparte todo el tiempo, se padecen depresiones, y también se realizan experimentos locos, como en el relato “Todo el tiempo”: “Por supuesto que hay algo por detrás de la materia –dijo mi amigo–, y muy pronto la ciencia deberá reconocerlo o será su fin. Y no me hablen de energía. Yo pienso más bien en términos de voluntad, o de deseo.”
Entonces: autodidacta, defensor a ultranza de la libertad individual y del ocio creativo, antisocial en su última etapa pero, sin embargo, un tipo lleno de amigos, extremadamente querido (en gran medida, asumo, debido a una autenticidad a prueba de todo), inadaptado en el mundo capitalista del trabajo y la utilidad, lo que siempre lo hizo sentir un marginal y le dio al mismo tiempo la libertad para experimentar la realidad rompiendo moldes. Sus convicciones contrahegemónicas sobre “la realidad” se ven tanto en sus libros autobiográficos/autoficcionales como en el póstumo La novela luminosa (2005), lleno de material ensayístico, o en los más netamente ficcionales (¡en Levrero es tan problemática esta separación!), como El alma de Gardel (1996), o Fauna (1987), por citar dos de los más claros, donde la telepatía y los fenómenos paranormales son parte de la realidad del narrador, en lo demás completamente cotidiana, aunque siempre persiguiendo develar una incógnita. Tal vez porque en Levrero la lectura de novelas policiales (a razón de una por día) dejó una huella indeleble. Aunque podría ser al revés: la lectura de policiales le permitía experimentar el deseo de saber, un deseo poderoso vinculado a la infancia. Es que en Levrero hay del loco, del marginal y del niño, como hace sentir el narrador del inclasificable relato “La cinta de Moebius” (escrito en 1975 y publicado en 1982, en Todo el tiempo): un adulto que empieza contando con detalles la anécdota de cuando, siendo niño, sus padres ganan un viaje por el mundo, al que se le va adosando toda la parentela, y luego desconocidos, con un humor descacharrante que remeda, por momentos, gags de Buster Keaton o de El Gordo y el Flaco, importantísimos en su adolescencia: “Pero el barco no había llegado a Europa sino a Buenos Aires, y parece ser que el viaje había durado una sola noche. De cualquier manera yo cuento las cosas tal como sucedieron, y si llegan a chocar incluso con mis concepciones actuales de la vida, las cosas y el tiempo, sólo me queda admitir que he envejecido. Brutal e irreversiblemente”.
Es frecuente que cuando se quiere presentar a Levrero se hable de dos grandes líneas narrativas (y no se mencionen tanto las formas “menores” como la historieta o los artículos de humor): una línea muchas veces denominada “imaginativa”, ejercitada durante todo su tiempo de vida como escritor, y una segunda, más tardía, denominada autoficcional o autobiográfica. Paseé en estas páginas por ambas, un poco sin ton ni son. Es que coincido con Levero: en el fondo no son más (ni menos) que paisajes distintos de un mismo viaje. En una entrevista que le hizo Pablo Rocca en 1992, él lo explicaba así: “[...] en mi literatura hay un movimiento que va de la introversión a la extroversión, recordando que Jung ha señalado que los hombres suelen ignorar que hay dos mundos a ser conquistados, uno interior y otro exterior. [...] Yo creo haberme dedicado primero a la exploración de las capas más profundas del mundo interior a que pude acceder, y luego fui acercándome progresivamente a la superficie de contacto entre ambos mundos, y actualmente estoy explorando las zonas más inmediatas de ese mundo exterior. Ello no implica un camino estético diferente; supongo que es el mismo de siempre, aunque un camino que atraviesa distintos paisajes puede parecer diferente en cada tramo”.
Cada vez que alguien me pregunta por dónde empezar a leerlo, vacilo. Amo ambos paisajes. Gracias a el Espíritu, los lectores en lengua española contamos desde hace unos meses con los Cuentos Completos publicados por Random House, que además de incluir los relatos de todos sus libros de cuentos publicados en vida entre 1970 y 2003, agrega, para los viejos lectores, algunos textos que eran inconseguibles, como Ya que estamos (escrito en 1980 y publicado en 1986) o Tres aproximaciones ligeramente erróneas al problema de la Nueva Lógica (escrito en 1972 y publicado en 1983). Y para los nuevos, una buena muestra (aunque incompleta: faltan sus novelas, y el tan extraño Caza de conejos, de 1986) de su singularísimo mundo ficcional. Incluyendo, para muestra autoficcional, este botón: Diario de un canalla (1972).
No viene mal, cada tanto, dejarnos atravesar por una irrealidad tan cargada de verdad. Y por una incompletud tan generosa, ridícula, genuinamente suya, que nos hace mirar la propia sin tanto juicio, con más cariño.
(*) Palabras del Tola Invernizzi al terminar de leer en 1966 el manuscrito de La ciudad, primera novela escrita por Mario Levrero.
Cecilia Fernández Costa es investigadora del grupo Raros y Fantásticos en la Literatura Uruguaya. Historia, crítica y teoría (1963-2004) dirigido por el Dr. Hebert Benítez Pezzolano, Facultad de Humanidades, UDELAR.