“Matarnos dulcemente a fuerza de blues”. Esa es la frase que escribió Julio Cortázar, y está casi al final del capítulo dos de Rayuela. Es donde Horacio Oliveira profundiza en la naturaleza de su relación con la Maga y menciona por primera vez a Rocamadour, y después explica que a todos les gustaba la Maga cantando Schumann, pero cuando se acordaba de su hijito el canto se iba al diablo. Era entonces cuando el cabezota colorada de Roland se quedaba solo al piano y –dice Oliveira, escribe Cortázar, o viceversa– “tenía todo el tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop, o”... y aquí hay que insertar la frase en cuestión.
Una frase que el hombre que convirtió Rayuela en Hopscotch apenas tres años después de su publicación en castellano tradujo como “kill us softly with some blues”. Hijo de un padre cubano que –se lamentaba ya de grande, cuando pensaba cuánto más sencillo le hubiese resultado su oficio– nunca hablaba en castellano en su hogar en Yonkers, el traductor Gregory Rabassa comenzó su carrera como tal justamente con la novela de Cortázar. Lo hizo tan bien, y esto dicho por el propio traducido, que por su recomendación Gabriel García Márquez lo esperó tres años a que terminase con Rayuela para confiarle Cien años de soledad. Parece que valió la pena: el futuro Nobel colombiano llegó a decir que la versión en inglés estaba mejor escrita que el original en castellano.
Leo por ahí que Rabassa –que luego de semejantes elogios terminó traduciendo a todos los autores del boom, y a muchas más generaciones de autores latinoamericanos también– consideraba que el escritor con el que se llevó mejor fue su amigo Julio. No es de extrañar, porque si efectivamente –como consta en alguna que otra de las necrológicas que se publicaron casi exactamente cuatro años atrás por su muerte– llegó a ver a Charlie Parker en algún antro neoyorquino durante su juventud, su traducido y él tienen que haber tenido mucho de qué hablar. Pero lo que Rabassa destaca especialmente sobre el trabajo con Cortázar era que su inglés era muy bueno, y entonces resultaba un desafío traducirlo porque revisaba todo personalmente. Pero que, como también era traductor, no pedía cosas imposibles. Me voy un poco de tema pero no puedo evitar mencionarlo: en el mismo reportaje leo que Rabassa señala que también Mario Vargas Llosa revisaba su trabajo y le pedía correcciones. Pero como su inglés era menos bueno de lo que él creía que era, las correcciones que pedía no eran necesarias, porque ya estaban cumplidas en lo que Rabassa había escrito, aunque el inglés de Marito no le permitía darse cuenta. Pero igual se quejaba. Rabassa agrega que, por supuesto, no le prestaba atención.
Volvamos ahora a Rayuela y a Hopscotch, a Cortázar y a Rabassa, y en particular a esa frase del capítulo dos, que en su versión traducida llegó a la libreta de apuntes de Norman Gimbel, nada menos que el autor de la letra en inglés de “Garota de Ipanema”. El argentino Lalo Schifrin –que por entonces había dejado de tocar con Dizzy Gillespie y ya había compuesto el tema de Misión imposible– le había recomendado a Gimbel la recién traducida novela de Cortázar, más que nada porque estaba llena de París, humo y jazz, así que el letrista anotó esa frase apenas empezó a leerla. Gimbel murió a fines del año pasado, pero el compositor Charles Fox recordó para una entrevista que hace unas semanas salió en el Wall Street Journal ese preciso momento en que él estaba sentado ante las teclas del piano de cola que tenía en su casa en Encino mientras el letrista, de pie a su lado, había apoyado su libretita en la parte curva del piano e, inclinado sobre ella, repasaba página tras página.
Corría el año 1971, y Fox y Gimbel se habían reunido para intentar hacer un tema más para su proyecto de disco con la cantante Lori Lieberman. Tenían nueve y pensaron que eran suficientes, pero el sello les pidió que fuesen diez, así que ahí estaban, de regreso al piano, pasando las hojas de la libreta en cuestión. Fox recuerda que Gimbel de pronto levantó la cabeza y dijo: “Qué te parece esto…”, y leyó la frase con la que empieza este texto. Pero en la versión de Rabassa, claro. El “killing us softly” le gustó a Fox, pero la parte del blues –dijo– le sonaba fuera de época. Norman pensó un poco y agregó: “¿Y qué tal ‘Killing me softly with his song’?”. Y así fue cómo se dieron la mano, o apenas si asintieron con la cabeza y compartieron una sonrisa de satisfacción profesional, quién sabe, pero lo que sí sabemos –al menos porque así lo cuenta Fox– es que Gimbel volvió a su casa en Beverly Hills y un par de horas después lo llamó por teléfono y le dictó la letra completa de la canción. Lori Liberman, sin embargo, recuerda otra cosa en la misma nota. Recuerda haber ido a un show del cantautor Don McLean en Los Ángeles, conmoverse al escucharlo cantar su canción “Empty Chairs”, y escribir un poema que le leyó a Gimbel por teléfono esa misma noche. Y dice que el letrista le comentó que lo que ella había leído encajaba con una idea que él tenía apuntada en su libreta. Y que durante los dos días siguientes, Gimbel la llamó un par de veces para preguntarle cosas sobre aquella noche y aquel show.
A esta altura, en estos recuerdos ya hay muchos llamados telefónicos con personas que se leen versos las unas a las otras, y también versiones que se enciman y contradicen. Y todavía falta la parte en que Roberta Flack dice haber escuchado de casualidad el tema de Liberman durante un viaje en avión, y haber decidido antes de tocar tierra que iba a grabarlo a su manera. Así que lo mejor es volver nuevamente a Cortázar, y en especial a Rabassa, que asegura haber ido traduciendo Rayuela página por página, sin antes haberla leído completa. Otra posible fábula, pero que coincide con lo que más de una vez el traductor confesó como el pequeño secreto personal de su celebrado oficio: escuchar la voz en inglés detrás de la lectura en castellano. Como si el autor la hubiese pensado originalmente así, pero la hubiese traducido al irla escribiendo. Su trabajo, entonces, era volverla a su estado original.
Un recorrido que, de ser literales y extremos, debería comenzar justamente en su puerto final: la dichosa versión de Roberta Flack que hizo mundialmente famosa a la canción. Debajo de la cual –especialmente después de haber repasado esta historia–, si hacen una pausa, si prestan atención, se escucha claramente el llanto de la Maga por su Rocamadour. Suena entonces el buen Roland solo al piano, trabajando sus ideas de bebop. Y matándonos dulcemente a fuerza de blues.