Los asesinatos escabrosos en ambientes aislados no son nuevos en la ficción televisiva, pero la tópica se ha venido perfeccionando desde que las plataformas de streaming nos acostumbraron a zamparnos aventuras episódicas al ritmo de nuestro apetito, y, desde hace un tiempo, al género “crímenes misteriosos en escenarios rurales” se le pueden incorporar filtros de búsqueda tales como “bosque”, “mujeres muertas” o “mujer investigadora”. Con cualquiera de esas etiquetas podríamos llegar a Frontera verde, el thriller colombiano estrenado por Netflix el 16 de agosto, filmado enteramente en la selva amazónica y hablado, además de en español, en lenguas indígenas como tikuna y huitoto.

En Colombia, explica el Diccionario de la Real Academia Española, se le da el nombre taíno de manigua a un “bosque tropical espeso e impenetrable”. En la serie que nos ocupa, la manigua es el territorio en el que viven los hijos de la selva, los pobladores originarios de la espesura, acostumbrados a tomar de ella lo necesario pero sin poner en peligro a ese gigantesco organismo viviente conformado por agua, cielo, plantas y animales. Entre los moradores de la manigua hay leyendas, como la de los eternos: seres semejantes a los humanos y que viven entre ellos, pero que no envejecen ni padecen hambre o sueño. Son espíritus encarnados, árboles caminantes consagrados a la protección de la selva, capaces de comunicarse con ella simplemente tocando raíces y troncos, y los únicos autorizados a trasponer las fronteras del mundo físico para asomarse a la totalidad, a la energía vital del cosmos.

La anécdota se dispara cuando Helena Poveda, una joven investigadora judicial venida de Bogotá, llega a un poblado remoto en la zona amazónica fronteriza entre Colombia y Brasil, con el fin de esclarecer los asesinatos de varias mujeres misioneras. La aparición de Helena pone en alerta a los corruptos policías locales y amenaza perturbar el equilibrio siempre frágil entre contrabandistas, madereros, narcos, autoridades y habitantes del río. Pero los espectadores no vamos a demorar mucho en descubrir que ella es más que una novata bienintencionada: originaria de la jungla, Helena será la que llegue hasta el más extraño de los cadáveres: el de una joven mujer indígena a la que le quitaron el corazón sin derramar una gota de sangre. Sabremos poco después que la muerta se llamaba Ushë y era de la etnia mananuc, aunque llevaba varias décadas viviendo entre los arumani. La serie presenta a varias tribus amazónicas y menciona también a los “no contactados”, habitantes de la región que no se dejan ver en las zonas urbanas y no participan en intercambios con el hombre blanco.

A lo largo de ocho episodios de poco menos de una hora de duración podremos acompañar a Helena y a Reynaldo –un indígena nai agente de la Policía local que le asignaron como compañero y baqueano– en sus incursiones en lo profundo de la manigua, pero también en lo más hondo de los crímenes del pasado, esos que dan vida a los fantasmas que, en el presente, rodean a la joven y le indican que no está ahí por casualidad.

No arruinamos la fiesta de nadie si adelantamos que entre los demonios que amenazan la integridad de la selva hay europeos codiciosos llegados luego de la derrota de Hitler en Alemania, y que en esta historia se pone en juego una vez más la dialéctica del principio femenino, dador de vida y atributo de la divinidad luminosa, y el masculino, guerrero por naturaleza, avasallante, oscuro y ambicioso. Helena, previsiblemente, está llamada a encarnar al primero, mientras que Joseph, un siniestro médico alemán de filiación nazi, encarnará al segundo. El par femenino-masculino tiene también un correlato entre los eternos: por un lado está Yua, el caminante que vive con la tribu de los arupani y que, prendado de Ushë, la convierte también en eterna, y Ushë, de origen mananuc, rescatada por los arupani de los caucheros que la habían esclavizado y entrenada por Yua para relevarlo en su rol de siervo eterno de la floresta. Cuando los arupani estén en peligro por la amenaza de los guerreros Ya’arikawa, manipulados y liderados por Joseph, Ushë querrá quedarse con ellos y defenderlos, porque considera que la vida de los hombres es tan preciosa como la selva en la que viven, mientras que Yua entenderá que su misión de guardianes de la selva y de la sabiduría debe ponerse por encima de la vida de los humanos. De esa diferencia, que termina causando la separación de Yua y Ushë, se abre la línea narrativa que continuará en el poblado y en la iglesia de las misioneras y que, a la larga, permitirá que Ushë conozca a la madre de Helena, la ayude a salvar el embarazo y termine en la preparación de la niña para la defensa de la manigua, desde su condición de humana.

La miniserie alterna varias líneas temporales pero no lo explicita, y ese detalle, sumado a que hay personajes que no envejecen, complica un poco, al principio, entender que algunas acciones están ocurriendo en distinto momento. Pero claro, la temporalidad lineal no tiene mayor sentido en la cosmovisión indígena que sustenta el relato, así que lo mejor es dejarse llevar y confiar en que las piezas se acomodarán cuando sea necesario. Hay episodios un tanto lentos para lo que solemos esperar de una historia policial, pero en este thriller es menos importante resolver los homicidios de las misioneras que acompañar a Helena en su viaje de regreso al corazón verde del cosmos.

Como decíamos más arriba, mujeres, bosque y mitología constituyen una combinación cada vez más presente en la ficción que Netflix pone a nuestro alcance (pensemos en Zona blanca, la serie franco-belga de 2017, ambientada en los bosques de las Ardenas, o en El guardián invisible, película también de 2017 dirigida por Fernando González Molina y ambientada en la zona boscosa de los Pirineos, por nombrar apenas un par), pero en esta no está presente el conflicto ambiental, aunque esté implícito, claro, en la oposición manigua-hombre blanco.

Frontera verde se presenta como una miniserie, por lo que no tendría por qué tener continuación más allá de estos ocho episodios. Sin embargo, el final deja suficientes cabos sueltos como para pensar que podría haber segunda parte. Y hay que admitir algo: pocos escenarios son tan cautivantes en alta definición como las zonas boscosas, no importa en qué latitud se encuentren.

Frontera verde. Dirigida por Ciro Guerra, Jacques Toulemonde Vidal y Laura Mora Ortega. Colombia, 2019. En Netflix.