“Mirko es la llave de los Balcanes”, se solía decir de un hotelero de Macedonia del Norte. Tenía un conjunto de pequeños cuartos en una apacible arcadia llamada Ohrid, con la hache aspirada pronunciada como jota. Ese balneario con un lago, montañas e iglesias bizantinas era el lugar de reposo de artistas y cuadros medios de la antigua Yugoslavia. Muchos recalaban en las habitaciones de Mimí, como era su apodo, que en esa lengua eslava de caracteres cirílicos no tenía la sonoridad de bataclana del Río de la Plata. Por eso, cuando estalló la guerra de los 90, Mirko seguía teniendo alrededor de su mesa, junto con el aguardiente tibia que adobaba con mermelada de ciruela, a serbios, eslovenos, croatas y albaneses. Y muchos extranjeros. Era tan carismático con su bonachón aspecto de panadero, que todos lo invitaban a visitar sus países. Pero Mirko nunca salía de Ohrid. “No necesito ir a ver el mundo, el mundo viene acá para que yo lo vea”, respondía.

En estos diez días, el mundo del teatro vino a Montevideo. Como satisfechos Mirkos de Macedonia, los espectadores vimos el Cão sem plumas de la brasileña Déborah Colker (premio Neófito al mejor espectáculo) transformar un poema sobre un río en una sinfonía de cuerpos en movimiento; el canto de amor a la literatura que fue la portuguesa By Heart (premio Neófito a mejor dirección); la deriva vital de un salvadoreño que se animó a perseguir sus ilusiones en una París imaginaria narrada en La historia de Raoul (premio Neófito a mejor actuación protagónica); y la desmesura de un Shakespeare montado como teatro dentro del teatro en Pericles, príncipe de Tiro (premio Neófito a mejores actuaciones de reparto). Por no hablar de esa rareza de luz, sonido, texto e interpretación que fue Le petit chaperon rouge, de Joel Pommerat (que se llevó todas las estatuillas imaginarias, que al ser imaginarias bien pueden entregarse de manera duplicada). O de la demasiado esperanzada –aunque brillante en su puesta en escena– El hombre de la Mancha, con una Dulcinea y un Sancho de excepción acompañando a un Quijote con sonoridades de Jacques Brel.

Si no fuera porque la identidad y la memoria son dos ejes habituales del buen teatro, podría decirse que la identidad y la memoria fueron –como efectivamente lo fueron– dos de los ejes de este Festival Internacional de Artes Escénicas (FIDAE). Un ejemplo fue la ya mencionada By Heart. Diez espectadores que memorizan un soneto de Shakespeare en Montevideo y, mediante ese gesto, ayudan a sostener el recuerdo de un actor sobre su abuela que vivía en una aldea de Portugal, atravesando la obra con dos o tres historias –muñecas rusas– sobre la potencia de la literatura como coraza y espada contra el autoritarismo: desde el caso Boris Pasternak hasta las distopías de Ray Bradbury. By Heart fue una de las obras memorables entre las extranjeras del FIDAE de este año, pero para otro espectador podría haber sido casi cualquier otra. Ventanas al mundo en el balcánico invierno de Montevideo.