No hay charlas más superficiales que las de quienes hablan de oído sobre un tema profundo. Uno puede hablar sobre esmaltes de uñas, preferencias de marcas de alfajores o rankings mentales de concursantes históricos de Bailando por un sueño, y la aparente superficialidad del tema nos obliga a sacar lo mejor de nuestro ingenio para convertir la exposición en otra cosa. Por el contrario, las conversaciones de temas “serios” a veces tienden a generar el efecto placebo de hacernos creer que sólo por los asuntos esgrimidos vamos por una ruta virtuosa, y a veces todo se puede resumir en un intercambio de clichés.

En Dobles vidas, de Olivier Assayas, es como si estuviésemos atados a la silla durante una cena en la que todos los comensales hablan sin parar en esa insoportable levedad de su profundidad. No es que los temas de los que hablan no sean actuales o acuciantes; por el contrario, todo el film está rodeado por la sensación del fin de una era. En una especie de dominó de engaños y desengaños tenemos a Léonard, un escritor torturado y con gran tendencia a usar elementos autobiográficos en sus obras, Alain (su editor) y su esposa actriz (Selena, amante del primero). A su vez, el editor también tiene una amante, Laure, una millennial desalmada que confía ciegamente en las virtudes inherentes y arrasadoras de la digitalización del mundo (para no quedarse atrás, ella también engaña a su novia).

En este caldo de cultivo se presentan las “verdaderas” cuestiones del film, que es el destino del arte (en este caso, la literatura), en un terreno tragado por fenómenos laterales, la segmentación más rampante del mercado y el estímulo a formas de consumo cada vez más pasivas. Todos, con sus matices, sufren por sentirse parte de una generación bisagra en la que prima lo inmediato y superficial: Alain (Guillaume Canet) coquetea con la posibilidad de pasar gran parte del catálogo de su prestigiosa editorial al formato e-book –o incluso audiolibro–, aun cuando él mismo cree que, en esta reconversión, perecerá mucho del lector tal como lo conocemos; Léonard (Vincent Macaigne, que interpreta a un personaje quizás inspirado en el escritor noruego Karl Ove Knausgård y todas los revuelos que generaron sus libros autobiográficos) disfruta secretamente estirando los límites de la moralidad, al contar intimidades reales de gente que lo rodea, pero a su vez se queja de que todo lo que sus lectores quieren saber es cuánta correspondencia hay entre la realidad y su literatura; su pareja, Valérie (Nora Hamzawi), asesora de forma convencida a un político de corte socialista, pero tiene que enfrentarse con gente –sobre todo intelectuales– que a priori desconfía de cualquier autenticidad que pueda tener un político; Selena (Juliette Binoche) es una actriz de renombre, pero se siente atrapada por un rol repetitivo en una serie policial.

Criticar el cinismo

Detrás de esta queja, todos los miembros del elenco, más que personajes, representan un arquetipo, la encarnación de alguno de los argumentos puestos en contraposición. En esta noción en apariencia bastante sesgada se encuentran, paradójicamente, algunos de los elementos más interesantes del film. Así como la representación del barbudo y peludo Léonard parece encarnar la antigua literatura que se ahoga en la marea de la nueva, Laure encarna fisionómicamente a la perfección ese nuevo mundo digitalizado: la piel blanca y fría, el pelo rubio, los pómulos afilados y los ojos como dos botones grises que redoblan su impenetrabilidad emocional y, al mismo tiempo, la franqueza casi robótica en todo lo que dice.

Hay un acierto en estas fisicalidades, en las que ellos son meros vehículos de la discusión que parece tener Assayas consigo mismo. De hecho, en este tono expositivo hay algo de las pequeñas películas de Steven Soderbergh, como por ejemplo Confesiones de una prostituta de lujo (2009), en la que la trama era una excusa para hablar de los nuevos mecanismos de emprendedurismo en el Estados Unidos poscrisis (algo que también manejaba los hilos, de mucho mejor manera, en Magic Mike, de 2012).

El problema con Dobles vidas es que esta discusión nunca llega a un más allá, tanto en lo estrictamente teórico, como en la manera en que estas verdades afectan a sus personajes. En el primero de los escollos señalados, el film padece un mal congénito de cierto tipo de cine que hace discutir a intelectuales, pero haciéndolos esgrimir términos que obedecen al mínimo común denominador de la discusión (sólo a modo de nota al pie, cada tanto hay excepciones en las que los intelectuales suenan realmente como intelectuales: Classical Period, Ted Fendt, 2018; La academia de las musas, José Luis Guerín, 2015; o Suite Armoricaine, Pascale Breton, 2015). Dobles vidas presenta los temas como si nos permitiera ver por la mirilla todo lo que se agita dentro de la habitación secreta del mundo editorial (temas como la responsabilidad autoral, el uso de actores famosos como narradores de audiolibros, el algoritmo de búsqueda que amenaza con suplantar a la crítica, el peso de los blogs y la caída o no del formato papel). En terrenos del arte, es el equivalente a dos vecinos hablando sobre el clima en el palier de un edificio.

No es que siempre haya sido así. Assayas había hecho un magistral retrato del mundo privado de los sets de filmación en Irma Vep (1996), o del mundo corporativo del animé y la web en Demonlover (2002), pero incluso en films más recientes, como El otro lado del éxito (2014) o Personal Shopper (2016), también supo mostrar los entretelones del mundo del cine, y sobre todo de la industria, en forma convincente. Sin embargo, Dobles vidas fracasa en un punto: la ausencia de drama con que se presentan las circunstancias termina por generar una desconexión completa con lo que pasa en la trama. En este sentido, a la película la rodea un aura juguetona algo rohmeriana, pero desprovista de todo el candor del maestro francés. Es el hielo fino en el que debe patinar el director que quiere criticar al cinismo sin hundirse en él. Al final, si algo nos enseña Dobles vidas del cinismo –más que del mundo editorial–, es la inversión de la famosa máxima nietzscheana “si miras fijamente lo superficial, lo superficial te devuelve la mirada”.

Dobles vidas, de Olivier Assayas. Con Juliette Binoche y Guillaume Canet. En Cinemateca y Life Cinemas Alfabeta.