Llueve. Acaba de anochecer. A la ciudad la inunda una capa de diez centímetros de agua. El frío sube desde los pies y se estaciona en las sienes. Poco pueden hacer las botas de goma. El paraguas quedó inutilizable por el viento de la Fondamenta Nuova. Así que ese ojo de luz en los muros negros de la iglesia de Santi Giovanni e Paolo parece tener la tibieza de una hoguera. Imanta incluso un metal empapado.

Es una venta de libros antiguos. Los entendidos verán ahí reliquias. Alguien calado de escarcha hasta las venas sólo verá los hilos de cuarzo, apenas dos, de la pequeña estufa que está junto a la mujer que cobra en una improvisada caja. Los precios son fáusticos. Salvo en una mesa de folletos desordenados que llevan sobre sus espaldas el poco veneciano cartel de “a voluntad”.

En primer plano, aparece. Una tapa blanca con el poco interesante nombre de uruguay –en minúsculas– en el borde superior, y debajo, casi cayéndose de la portada, pero en un equilibrio perfecto, un ditirámbico friso de prosopopéyicos animales con el apellido de su pastor encima: Solari.

En Venecia todas las épocas se superponen, dice el lugar común. Es cierto pero incompleto. En Venecia se superponen las épocas de Venecia junto con las épocas que trae consigo, en su imaginada Venecia, cada visitante de Venecia. Es cierto pero inexacto. Decir “se superponen” implica situarlas una sobre otra, molestándose, casi como si hubiera que raspar lo superficial para encontrar lo subyacente. En Venecia no ocurre de ese modo. En esa ciudad (que no se parece a ninguna otra, pero que puede ser igual a cualquier otra que se hunda dentro de cada uno como ella), todas las épocas son la que está encima de todo. Lo que subyace siempre convive con la superficie.

Así que en ese frío atardecer sucede ese 2018 de acqua alta, pero también el 1972 de la bienal de arte en la que Luis Solari representó a Uruguay. Están ocurriendo a la vez ese 2018 en que se encuentra un catálogo diseñado por Nelson Ramos y ese 1972 en que Nelson Ramos estaba diseñando ese catálogo para evadirse, o sumergirse mejor, respecto de lo que estaba ocurriendo en el país cuyo nombre puso, en minúsculas, en el borde superior de la portada de ese catálogo. En las páginas centrales colocó una obra de Solari en la que una cabeza barbada en forma de luna está atada con alambre de púas. Un ángel la golpea con una espada. Por debajo desfilan soldados con pico de ave. El único que no tiene cabeza de pájaro, sino de humano, amenaza con la exhibición de sus cuatro naipes. El as de hachas, el de espadas, el de fusil y el de bombas. Es 1972, pero ya estaba ahí lo que iba a ocurrir al año siguiente. Es 2018 –Solari cumpliría cien años–, pero ya estaba ahí este 2019 en que se escribe sobre ese hallazgo. Todo es inesperado y esperable a la vez. Como el hundimiento de una ciudad irrepetible pero tantas veces repetida en un intento imposible que coexiste con otro intento imposible. Y otro.