El monumental conjunto de obras de José Pedro Costigliolo que el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV) despliega en su planta baja, aprovechando también tabiques, se parece, si se ve de un golpazo y desde el primer piso, a un mismísimo cuadro “típico” del artista: fragmentos de colores, esquirlas de formas mayoritariamente regulares que, acercándose y rozándose –con sus pesos, dimensiones y vivacidad diferentes–, se nuclean en recintos caleidoscópicos. Universo autosuficiente. O pluriverso, más bien, porque en la obra de este excepcional pintor abstracto parece regir una suerte de combinatoria inagotable que hace de la pequeña variación en la repetición –además de los juegos rítmicos embriagantes de las mejores telas– su punto de fuerza. La selección, curada por Enrique Aguerre y que abreva mayoritariamente en el gigantesco acervo que es propiedad del escultor Pablo Atchugarry (coadyuvado, tímidamente, por las colecciones del mismo MNAV y del galerista Martín Vecino) atraviesa toda la larga trayectoria de Costi, como lo apodaba María Freire –su esposa y la otra gran figura uruguaya del geometrismo oriental más radical–, aunque predomine, necesariamente, lo que pintó a partir de los años 40, luego de un largo silencio no ya plástico, sino pictórico.

En el ponderoso y lujoso catálogo, Aguerre habla del rol crucial que jugó su temprana formación en el Círculo de Bellas Artes con Vicente Puig y, sobre todo, con Guillermo Laborde. De hecho, en los contundentes retratos “planistas” de Costigliolo es muy tentador reconocer ecos del estilo a veces vivaz y otras más velado de Laborde, pero aquí con tendencias a una más palpable geometrización de sujetos y fondos, como prueban el rostro de El finlandés y del Retrato del Dr. Cáceres, ambos de 1925 (Nelson Di Maggio en una monografía también voluminosa, publicada hace casi diez años bajo el elocuentísimo título de Costigliolo Homo Geometricus, hablaba de pequeños planos que operan como una “talla escultórica”). También será tentador, entonces, prefigurar en este brillante arranque de carrera votado a la figuración y los cruces de planos –siempre está ahí como filtro, por supuesto, el cubismo, más a la Lhote que a la Picasso, eso sí–, la futura fijación matemática que lo lleva a una multitud de obras abstractas construidas según fórmulas excitantes e intensas, pero algébricamente guiadas: sin embargo, más que vaticinio, parece una mera predilección por cierto corte racional dentro de un planismo que lo admitía sin problema.

Los períodos

De esta primera fase figurativa las telas son pocas y no podría ser de otra manera, ya que queda sólo un puñado debido, parece, a la abjura que Costigliolo hizo de esta primera experiencia con el pincel y que lo llevó a destruir muchos cuadros de los años 20. También es consistente el vacío de las dos décadas sucesivas, en las que el artista, que no había logrado insertarse del todo en el circuito de la plástica montevideana, se dedicó al diseño gráfico residiendo en Buenos Aires (y que, por su naturaleza efímera, también son muy difíciles de recuperar). Quedan, además del espectacular –en su decó chispeante– afiche para el Palacio de la Música de 1928, un boceto de cuatro años antes para el 4º Salón de Primavera, mucho más indómito y vibrante (de todas maneras, incluso luego de retomar la pintura, Costigliolo seguirá produciendo posters, siendo sin duda uno de los más acabados gráficos uruguayos del siglo pasado).

Notoriamente, con el descubrimiento (como subraya Di Maggio, tardío) del purismo lecorbousierano y, tal vez, gracias a una cautelosa distancia de los fermentos Madi y del legado de Joaquín Torres García, el artista retoma la pintura en 1942, produciendo series muy cuantiosas en piezas que esta exposición del MNAV logra cubrir satisfactoriamente, proponiendo numerosos ejemplos de cada fase. Así, tenemos varios especímenes de las llamadas “abstracciones”, que son, en efecto, acercamiento de motivos figurativos a una condición liminal de reconocibilidad. El encaje de formas diferentes, donde se admiten rectas y curvas con colores que mezclan distintos tonos dentro de la misma tinta, y repentinas presencias “ajenas” (por ejemplo, un amarillo entre negros y diferentes azules) van armando figuras, a menudo notorias: bodegones, Mona Lisas, Don Quijotes, etcétera. Todavía en esta fase aparece, muy esporádicamente, una tentativa de claroscuro que básicamente desaparecerá en su obra posterior.

Entrado en los años 50, Costigliolo también abandona cualquier vestigio de figuración para dedicarse exclusivamente a la intersección de figuras geométricas con una amplísima y “encendida” gama cromática, ya acompañado, en este abstracto “furor razonado”, por otras figuras nacionales, sobre todo la mencionada Freire y Antonio Llorens: lo atestiguan en sala decenas de “formas”, “composiciones” y “estructuras” en las que los juegos entre campos recortados; líneas a veces rectas, a veces biomórficas; círculos; principios de triángulos que fluctúan y fondos homogéneos que se suceden en interminables configuraciones que, pese a la redundancia del recurso, siempre logran sorprender, ayudadas por la gran pericia técnica del artista y derroteros cromáticos inusuales (incluso en sus “compañeros de ruta”).

Desorden milagroso

De su viaje europeo de fines de los 50, cuando incorpora brevemente influjos informalistas y sale de la línea analítica para mojarse en la existencial, queda poco en la muestra, y se destaca una gran acuarela “abstracta” de 1961, jugada en negro, gris y rojos. Luego, a partir de 1964, se sucede una larga serie de cuadros, en su mayoría de gran tamaño, llamados “rectángulos” y “cuadrados”, y, en menor medida, “triángulos”, que nos acompañan hasta el final de la exposición. Utilizando el acrílico (al principio alternado con sus habituales tempera, acuarela y óleo, y luego casi exclusivo), estas obras resultan ser innumerables y deslumbrantes combinaciones de elementos repetidos, que continúa generando empecinadamente hasta su muerte, en 1985. Las tres figuras geométricas bendecidas por el constructivismo ruso, a menudo negras y superpuestas a fondos de colores primarios que se tocan, empiezan así, a mediados de los 60, un baile de 20 años: frenético, cimbreante, por momentos rabioso, coreografiado con grumos de figuras que se contrastan y batallan, llegando a convulsas y conmovedoras –pero siempre milagrosamente ordenadas en su aparente desorden– composturas. Difícil no salir del museo felizmente aturdidos.

Costigliolo, la vida de las formas. Curador: Enrique Aguerre. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 22 de setiembre.