La palabra era un código para el terror. Habían pasado casi 40 años ya, pero la sola invocación de ese apellido desencadenaba en mí una serie de asociaciones escalofriantes, fruto de esas cosas que murmuran primos y amigos cuando no entienden todavía del todo qué pasa. No sé si el nombre –si el hombre– había desaparecido alguna vez de la conciencia o si había vuelto porque todos hablaban de esa otra iteración suya, de la que se decía que se había sacado dos costillas, que era hombre y mujer a la vez, que adoraba al diablo; esa creación de los 90 que había tomado su fuerza de una unión profana entre la bella y la bestia, entre Marilyn y Manson, pero todo se mezclaba en la mente de un niño impresionable, atento a las conversaciones en la peluquería y entre las tías viejas (Lady Diana, Su, la familia Menem), lo que veía de la violencia y lo que intuía del sexo, la gente haciendo ruido, el fuego y las vacas carneadas en plena calle.

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Esos eran los miedos infantiles, que una sombra presidía desde una distancia extraña, más allá del humo de las historias de Woodstock, de los discos de Beach Boys y The Mamas and The Papas que encontraba en cajas, y de algo que imaginaba que estaba en la infancia del mundo y en el quiebre mismo, cuando eso se había terminado. Sin embargo, nada era para mí Charles Manson sin las chicas (y Las chicas, precisamente, se llama la novela que Emma Cline escribió en base a la historia conocida), sin esas que, según sus propias palabras, siguieron sus órdenes, sus deseos de poder y de sangre, y sin las que, del otro lado de los cuchillos, murieron sacrificadas como en un ritual de la nada. Por ese motivo cuando hace poco veía la última película de Quentin Tarantino, algo de todo aquello me puso increíblemente triste.

Días después, la escritora Mariana Enríquez contaba en Twitter que, al ver Once Upon A Time... in Hollywood, le “dio vergüenza la atracción por Manson y su leyenda”, la obsesión por la Familia que sintió toda su vida y que, conjeturo, la llevó como a mí a ver documentales espantosos, fragmentos memorables en los que el condenado entra en un trance de gestos expresivos y glosolalia, a leer y a mirar las fotos horribles como intentando exorcizar algo que a la vez se iba haciendo mío. Algo así sentí, sin poder comprenderlo del todo, mirando a Margot Robbie interpretar a una Sharon Tate completa, aunque solitaria, y feliz: en el cine mirándose a ella misma, bailando en una fiesta o yendo a una librería a buscar la primera edición de Tess of the d’Urbervilles, la clásica novela de Thomas Hardy que luego Roman Polanski adaptaría magistralmente (ya en su exilio europeo, tras haber violado a una niña de 13 años en Estados Unidos) en una película dedicada a Sharon.

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Si digo a Sharon, por cierto, no sólo es porque así aparece al principio del film de quien fue su marido, sino porque de esa manera nos relacionamos, me relaciono, con las criaturas que en los años nos ha ido dando Hollywood; porque así pienso en esas mujeres, geniales y problemáticas, que entran en nuestra vida de una manera íntima, congeladas para siempre en el afiche, en la foto precisa en la que transformamos sus vidas, en las películas que las conservan idénticas y cambiadas. En sus figuras (íconos de la moda, símbolos sexuales), en sus palabras, en sus gestos que desde niño imité cuidadosamente, esas mujeres, esas muchachas (Sharon tenía un año menos que yo cuando fue asesinada) se pierden en un lugar incierto de la fantasía, del sueño colectivo, entre lo terrible y lo hermoso.

Pero, además de las vejaciones que sufrieron sus cuerpos, de las indiscreciones de la prensa y de los hambrientos ojos del público, tras su muerte, sus vidas fueron torcidas y se volvieron una moraleja de los contornos del American way of life: no vayas al bosque. No estés con hombres casados, Marilyn; cuidá a tus hijos, Judy. Así, el cuento moral lo que hace es alimentar el morbo que lo crea: uno cae en una lógica perversa y mira a los personajes desde lejos, con frialdad, como a símbolos. O ve una y otra vez El bebé de Rosemary (supuesto origen del temor por Polanski), escucha otra vez con atención el álbum blanco de los Beatles (aparente texto sagrado de la Familia Manson, en el que leían el anuncio de una guerra de razas que terminaría en el apocalipsis), se aturde con fotos de la casa famosa de Cielo Drive, de Sharon, de los LaBianca, lee Helter Skelter, el libro de Vincent Bugliosi y Curt Gentry que mejor da cuenta de los crímenes; todo como si fueran las piezas de un puzle, pinceladas de un cuadro brutal, sí, pero lejano.

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Casi desde el principio de la segunda temporada de la serie Mindhunter, el nombre aparece como aparecía para mí: fascinación y clave para el terror. Cuando finalmente aparece Manson, el brujo, en pantalla, y le pone cuerpo al nombre, es ese hombre bajito, de pelo largo, demacrado por los años de mala vida, increíblemente perturbador y, a la vez, carismático. Se reclama, como todos, hijo de su época: las culpas siempre son de los padres. Y no obstante, uno no puede sino pensar en esas vidas de los hijos de la posguerra, en cómo el sueño americano se superpone con la pesadilla de los solitarios.

Pero, además, las atrocidades de la Familia se superponían en negativo a otro sueño, el hippie, el de la comunión de las “personas hermosas” basada en la formación de comunidades alejadas del mundo del capital, en la experimentación con drogas como forma de reunión con la trascendencia, en la búsqueda de creencias alternativas, a menudo provenientes de las tradiciones no occidentales, y en el amor libre como fin de la castradora familia “típica”. Manson les había dado todo a esas adolescentes destinadas a la vida hogareña o monacal: libertad sexual, algo en lo que creer, la posibilidad (aparente, ilusoria) de ser “ellas mismas”, una vida al margen que mostró toda su potencialidad, su natural consumación para los que creen que “el hombre es el lobo del hombre”. Era agosto de 1969, año al que Serge Gainsbourg y Jane Birkin habían declarado l’année érotique.

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Para mí, ya en los 2000, todo llegaba pasado por las duras experiencias del desencanto y decantado por la apatía que caracterizó al fin del siglo XX, que daría sus propias hijas desviadas, sus propios cuentos de hadas truculentos, pero yo me permitía soñar un poco más. Un enero, durante las vacaciones, escuché convencido Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, a la vez que leía el tomo de una Rolling Stone que conmemoraba el verano del amor de 1967, e imaginaba que había algo posible. Pero ahí estaba todo: desde las páginas satinadas de la revista, en un recuadro que marcó un auténtico punto de inflexión en mi vida, me miraban desde atrás de sus lentes negros unos neoyorkinos que, en la mitad del sueño, empezaban a ver sus pliegues oscuros, los cantaban en medio de la distorsión violenta y con voz de ángeles.