Octavio Paz escribió en El mono gramático (1974) una narración existencial sobre una caminata iniciática en India, en la que se encontró con un simio. Ahí se observaron, cuenta Paz, desde el abismo de que uno fuera mono y el otro humano. Una distancia insalvable que es, al mismo tiempo, una interrogación que vuelve imposible, casi una condena, el lema del oráculo de Delfos en la Grecia antigua: “Conócete a ti mismo”. Todo mono puede ser ese mono. Vaya el viajero, por ejemplo, al zoológico de Berlín y deténgase frente al encierro de los chimpancés. Lo que vuelve a la visita más ominosa que cualquier visita a un zoo, es que no hay rejas, sino vidrios. No es prisionero, entonces, sino mercancía. Verá ahí uno de los ejemplares sentado en primer plano, indiferente al homínido que lo mira e indiferente también a los otros chimpancés, que parecen cuchichear a sus espaldas, sumido reconcentradamente en un gesto que no puede evocar otra cosa que la más profunda amargura. Una rara nostalgia por la libertad y la selva que él, hijo del cautiverio, es poco probable que haya conocido. No era vidrio, entonces, sino espejo.

Nada de esa aproximación está presente en What Did Jack Do? (2017), un corto de 17 minutos que Netflix puso en pantalla el 20 de enero, coincidiendo con el cumpleaños número 74 de David Lynch, una de las seis o siete leyendas vivas del cine. Porque Lynch no quiere hacer lo que haría –para nombrar a otro de los de su escasa especie– Werner Herzog. No está en ese set el mono para interrogar, sino para ser interrogado. No está como el lado ajeno que podría hablarnos de lo más profundo de nosotros, sino que está modificado, manipulado cibernéticamente, intervenido con una boca humana animada encima del hocico, para que pueda situarse como el lado más nuestro de lo ajeno. En ese artificio, central en la poética de Lynch, radica su peculiaridad, y en la peculiaridad, en el decir lo único sobre lo que los demás dicen lo mismo, está la fuerza de un cineasta.

Todo es casero en What Did Jack Do? Se dice que la silla en la que está sentado el mono fue fabricada por el propio Lynch, y se dice que también es de Lynch la voz del simio. Es su esposa quien hace de camarera y al entrar con la jarra de café resitúa el lugar donde se desarrolla la acción y hasta el vínculo entre los dos protagonistas. Esa amateurización buscada (habría podido tener el presupuesto soñado, a fin de cuentas es Lynch) también importa al resultado.

Lynch actúa como investigador, y la referencia a Twin Peaks (1990-1991; 2017) es inmediata. Indaga sobre un delito violento cometido por el mono, que evade toda respuesta con las armas del absurdo. Un planteo absurdo en medio de lo que es completamente irreal suspende, en esos 17 minutos, las coordenadas de lo que podemos entender por “normalidad” y, como en los mejores momentos de Twin Peaks, crea con el espectador un pacto nuevo. Es ahí, en esa burbuja, que Lynch funciona con sedosa maestría. No sólo en sus grandes sinfonías; también en esta pieza de cámara.