“Eso de la paz nos está afectando mucho a nosotros. Ahora el Hospital Militar está vacío. Ya no hay mutilados, ya no hay heridos. Nos van a echar del trabajo y yo cómo le voy a dar de comer a mis hijos. Eso es en lo que no piensan quienes apoyan la paz. No piensan en gente como nosotros”. Dicen que eso le dijo hace poco una enfermera a un taxista en Bogotá. La anécdota la contó Fabio Rubiano, actor y dramaturgo colombiano, en el conversatorio que organizó la Universidad de Nariño en la ciudad de Pasto, al sur de Colombia.

Según Proimágenes Colombia, Rubiano nació en la ciudad de Fusagasugá, en el departamento de Cundinamarca, en el centro del país. Es dramaturgo y director de teatro, fundador, junto a la actriz Marcela Valencia, del Teatro Petra, uno de los grupos más representativos de las nuevas propuestas teatrales de Colombia. Cuenta con una larga trayectoria como actor de teatro, cine y televisión.

Fue mesero durante cinco años en un restaurante francés, empleado de una agencia de viajes, reparador de máquinas de escribir, vendedor de papelería y artículos de cuero, propietario de un bar y una frutería, hasta que finalmente se convirtió en actor de teatro. Sin terminar ninguna carrera, estudió bioquímica en la Universidad Antonio Nariño; biología en la Universidad Nacional; ingeniería industrial en la Universidad Libre; y economía en la Universidad de La Salle. Luego estudió teatro en la Escuela Superior de Teatro de Bogotá.

En la sala del pequeño teatro de esa universidad, frente a más de 50 personas, Rubiano habló de su trabajo, de sus pasiones y de su país. Y después de botar la anécdota de la enfermera y el taxista como un gancho para sostener al público, comentó que ese, el de la enfermera, es un discurso absolutamente contradictorio, pero que también ella tiene razón, que ella necesita mutilados, que ella necesita heridos, que, en fin, ella necesita de la guerra para poder sobrevivir. Pero aclara que aunque su lógica es bastante limitada, en últimas es una lógica. “Y si ella lo piensa así, imagínense cómo pensará quien se lucra de la guerra y cómo debe estar de asustado con la idea de que se acabe”, dice. Y luego de tomarse un poco de agua de su botella plástica, se mete de lleno con una de sus obras más importantes: Labio de liebre (2015). “Entonces, nos interesaba eso, plantear qué es eso que los verdugos no pueden matar, destruir, masacrar, mutilar: ¡la memoria!”, dice.

Para el dramaturgo, en este momento, lo más aterrador para cierto sector de la política colombiana es que con el proceso de paz se acaba el distractor de la guerrilla, del terrorismo, y dice que por eso es que hay tanta insistencia en que el terrorismo se reactive. Entonces, levantándose un poco de la silla recuerda un detalle de otra de sus obras: Cuando estallan las paredes (2018). Dice que en ella hay un momento en el que el rebelde, el que comete los atentados, le dice al gran industrial, al millonario: “Voy a dejar de hacerle atentados, voy a entregar las armas”, y que ante eso, el millonario le responde: “No, espere. Usted no me puede hacer eso”. Y a continuación propone más preguntas: entonces, ¿quién necesita el terror?, ¿quién necesita el terrorismo?, ¿quién pone bombas?, ¿quién vuela oleoductos? ¿O será que para él no es tan importante el hecho del terror como para otro sector de la población?

Antes de su conversatorio, al mediodía, almorzamos juntos en un restaurante cerca del lugar en donde estaba dictando su taller de dirección y dramaturgia para jóvenes universitarios. Allí me contó de la adaptación de Labio de liebre en Montevideo, bajo la dirección de Lucio Hernández, presentada por la Comedia Nacional en la Temporada 2018, y de cómo tratan el tema de la violencia colombiana en sus obras. “Nuestro trabajo, en primer lugar, es estético”, dice, y aclara que el hecho de tratar un tema sensible no significa necesariamente tener una buena obra, que de pronto termina haciéndole un flaco favor a las víctimas y a otras personas que están vinculadas a hechos de violencia si hace una obra mala. “Alguien hacía el chiste de que las víctimas escaparon del narcotráfico, de los paramilitares, de la guerrilla y cayeron en manos de los dramaturgos, y que de ahí ya no podían volver a salir”, cuenta. Y después de un sorbo de limonada natural sin azúcar, vuelve al tema de la violencia. “Es que es difícil no hablar de algo que uno vive permanentemente”, dice.

El rumbo estético

Rubiano siempre está reflexionando. Mira el entorno, y como buen actor, busca un punto de concentración que puede ser los ojos del interlocutor, un vaso, una mesa o un cuadro de restaurante, y cuando lo encuentra empieza a hablar muy suelto y muy seguro. Me dice que vivir en las ciudades no permite sentir tan directamente la guerra y que por eso su visión y la de su grupo de teatro tiene que ser muy respetuosa y sostenida en la ficción. “Pero acceder a los espacios en donde se da la violencia es otra cosa, y eso implicaría hacer documental u otro tipo de trabajo. Insisto: lo nuestro, primero es estético, y queremos darles garantías a todas las partes involucradas en el hecho violento. Hay varias premisas para las obras que giran alrededor de la violencia. Lo de Labio de liebre fue muy particular porque veíamos que los ejércitos paramilitares, algunos de la guerrilla, pero sobre todo el paramilitarismo, mataban, descuartizaban, violaban, tomaban sangre, sacaban corazones, en una especie de ritual ancestral pero sin su carga espiritual, claro está. Y nos hicimos la pregunta de a quién o a qué le tiene miedo este gran criminal, y creímos que era justamente a eso que no puede matar, violar o descuartizar, es decir, la memoria”, reflexiona.

La historia de Labio de liebre es sencilla: se trata de un paramilitar que está cumpliendo una condena (y ahí empiezan los elementos de ficción), en un territorio blanco como Suecia, Noruega o Islandia. Es un sitio en donde siempre cae nieve. Allá llega una familia campesina colombiana y le pide al asesino una sola cosa: “Por favor, diga en dónde estamos enterrados. No queremos reparación, no queremos indemnización, no queremos castigo. Lo único que queremos es saber en dónde estamos enterrados, porque si nadie sabe en dónde estamos enterrados entonces no existimos”.

Exactamente eso es lo que no puede matar. Y ellos le dicen: “¿Qué nos va a hacer, don Salvo, nos va a volver a matar? ¿nos va a rematar?”. Con todo, el asesino les dice que se vayan, que no va a dar sus nombres y tampoco a decir en dónde están enterrados. Ante eso, la familia decide quedarse a vivir con él. Y como una memoria expandida, los integrantes de esa familia se le instalan en toda la casa: en el baño, en la ventana, en la nevera, en la entrada de la casa, en la cama, en el televisor, en la sala. Están por todos lados, pero sin violencia.

Cuando el asesino abre la nevera, se encuentra una cabeza. Si solicita una prostituta, resulta ser la chica que él asesinó. “Lo que nosotros siempre nos hacemos es preguntas. No damos ninguna respuesta”, dice Rubiano, y sigue sacando su arsenal de preguntas: “¿Quién necesita la guerra?, ¿qué tipos de terrorismo hay?, ¿qué es el terror? Claro, hay un terrorismo de bombas, de voladura de oleoductos, de atentados, pero también hay otro tipo de terrorismos que define muy bien Peter Sloterdijk, como, por ejemplo, el envenenamiento del medioambiente. Y no sólo el medioambiente natural, sino también otros como el digital. Sembrar terror en los medios digitales con premisas como: se va a imponer el homosexualismo, se va acabar la familia, van a traer pensamiento extranjero, nos vamos a volver como Venezuela. En los medios laborales está el ejemplo de ‘no hable así que lo escucha el jefe’”, dice.

La guerra de los políticos

Rubiano parece haberse olvidado de que en 15 minutos empieza la última sesión del taller de dramaturgia y dirección y me sigue hablando como si no tuviera que cumplir horarios. “Cuando un grupo rebelde decide dejar las armas, inmediatamente se despierta una parte de la clase política y dice ‘ustedes no pueden hacer eso’, ‘ustedes no pueden dejar las armas’ ‘eso es mentira’, ¿y por qué?, pues porque hay una cantidad de gente que se ha alimentado de la guerra y ya no tiene réditos políticos. Y si en Colombia, con este intento de la paz que estamos defendiendo, ya se han abierto otros caminos para llegar a saber sobre la corrupción, sobre el robo de los recursos públicos y las mentiras, pues podríamos decir que ese terrorismo les interesa más a los políticos que a quienes ponen las bombas”, dice.

El 2 de octubre de 2016, Fabio Rubiano fue a un cine en Bogotá. Antes, fue a votar a favor del Sí en el plebiscito por la paz y esperó en la sala de cine a que se acabara la película para saber los resultados. Estaba ansioso. Mientras miraba la pantalla deseaba que la película se acabara rápido para saber qué había pasado. “Siempre hemos querido hacer una obra sobre dónde estaba usted cuando ganó el No. Me dio muchos nervios el conteo de votos. Eso fue un golpe de realidad impresionante. Eso no es mentira. La gente votó por el No. Ahora, ya sabemos cuáles fueron los mecanismos para que eso sucediera: que la gente salga a votar con rabia, las mentiras, la instalación del terror en redes sociales diciéndoles que la paz no era beneficiosa. Ha sido uno de los días más tristes de mi vida y creo que de gran parte del país”, dice.

A las dos de la tarde se da cuenta del tiempo y sin dejar de hablarme me hace señas para que lo acompañe caminando hasta el pequeño teatro de la Universidad de Nariño. No quiere ser él el impuntual. “Yo siempre he tenido esperanzas. A pesar del No, de la presencia de grupos que insisten en llevar a este país al atraso, a la muerte, a la guerra, yo tengo mucha esperanza porque la paz, quiéranlo o no, se ha notado. Y se ha notado para lo bueno y para lo malo. El asesinato de líderes sociales es una guerra frontal contra la paz desde unos sectores que todo el país sabe quiénes son. Yo confío mucho en una posibilidad de futuro. A pesar de todo el dolor que nos ha generado esta guerra, que es quizás la más larga del mundo, seguimos siendo alegres”, me dice y nos dirigimos al teatro.

En sesiones anteriores, Rubiano ha organizado grupos de cinco estudiantes. Retoma el trabajo y el primer grupo pasa al escenario a presentar su ejercicio. En escena, uno de los chicos dice su texto: “En tiempos de violencia hasta la muerte necesitábamos”. Rubiano hace un comentario corto y les avisa lo que sigue. “Vamos a trabajar el mundo ordinario, el mundo extraordinario”, les dice, y lo escribe en el pequeño tablero de acrílico con letra legible. Les marca claramente que la condición de ordinario o extraordinario depende de cómo se construya dramatúrgicamente, y para que entiendan mejor, les cuenta que alguna vez, en una de sus giras teatrales por Europa, llegó a Roma. Su habitación estaba diagonal al Coliseo romano y la primera impresión fue de una emoción inmensa, pero a medida que iban pasando los días, esa emoción se fue perdiendo. El Coliseo romano dejó de ser extraordinario. “Es culpa de uno que lo vuelve ordinario”, les dice.

Hasta ahí lo acompaño. Tomo mis cosas sin hacer ruido, salgo despacio, me despido y él se queda con los chicos, trabajando.