La historia de cualquier vida siempre es interesante; el asunto es cómo contarla. La anciana que bajo soles calcinantes o cruentos temporales pasa todas las mañanas rumbo a la iglesia, el barrendero que mientras ensarta papeles con un pincho relata un combate de boxeo, el veterano guardia nocturno que emprende la ronda por el borde de la misma cancha donde trotó cuando era joven, la maestra cincuentona que siente una puntada en el pecho cada vez que alguien llama a un niño con el nombre del hijo muerto al nacer. Una novela en ciernes dormita bajo la tela anodina de cualquier existencia.

Hay escritores que han hecho de la sustancia biográfica la argamasa de su propia obra, prestándoles anécdotas, cualidades, modismos y parlamentos enteros a algunos de sus personajes o, sin recurrir a ningún atisbo de ficción, narrando esas vidas en volúmenes de memorias. En esta oración podríamos nombrar varias obras, pero puestos a ejemplificar el modelo en un solo título y autor –o, incluso, en una única secuencia–, mencionaré el pasaje con el que el novelista estadounidense y autor del best seller El exorcista, William Peter Blatty, inicia su libro de memorias Les diré que te recuerdo (1973): el relato de cómo en el verano de 1939, en Nueva York, su madre, que no hablaba una sola palabra de inglés, se abrió camino entre la custodia armada del presidente Franklin Delano Roosevelt, que había llegado al barrio con el propósito de inaugurar un puente, para entregarle un bollón de dulce de membrillo casero.

Esa anécdota, menor para cualquiera pero fundamental para el autor que la presenció con ojos de niño, se convierte en un momento ya no clave de su existencia, sino de la puesta en palabras de la vida de su propia madre. Ese es el tono que campea en el libro Iluminada, de la escritora texana Mary Karr (1955), tercera entrega de una saga de memorias que se inició con El club de los mentirosos (1995), continuó con Cherry (2001) y se cierra con este título, publicado en 2005 pero de reciente aparición en español.

Aquellos versos

Hija de padres borrachos, violada dos veces cuando era niña, adicta al alcohol y a la cocaína, residente hasta los 20 años en una casa que se hundía en medio del pantano, rodeada por el ostracismo y la brutalidad de una comunidad rural y cerrada, donde un libro era un objeto exótico y cualquier manifestación artística un mero gesto de ocio, Karr se empecinó en escapar, por medio de la escritura, del destino que aquel mundo le tenía preparado.

El relato de cómo logró llegar a la Universidad Macalester, en Saint Paul, Minnesota, luego de un estrambótico viaje en auto con su madre mientras se turnaban para leer Cien años de soledad, contado prácticamente al inicio del libro, marca la pauta de la doble tensión que atravesará todo el volumen: la crudeza en el tono que adopta Karr y el estrecho vínculo que la une a su progenitora.

En su juventud, quien desde hace tres décadas ejerce como profesora en la Universidad de Siracusa fue una mala poeta, enviciada por la voz de los bardos que admiraba, incapaz de domar la crudeza de lo que quería transmitir en una voz propia que sonara cercana. Con la incuestionable sinceridad con que disecciona su vida, en Iluminada Karr vuelve a aquellos versos iniciales que alguna vez osó editar con un lomo: “Hasta el libro que publiqué con tanto orgullo hace unos años me resulta ahora ofensivamente plano, inmaduro, falso. Si las páginas fueran lo bastante grandes, lo reciclaría para envolver pescado”. Y a continuación: “En el pasado, bombardeaba a los editores de poesía; el viejo ego insaciable de elogios, desesperado por escribir mi nombre sobre cualquier superficie vacía. Ahora, en cambio, mi instinto es el de no salir de la madriguera”.

Lo que comienza a ser un trabajo persistente con la poesía, en aquella joven texana aterrizada en el campus de una universidad de cierto renombre, va de la mano con el deslumbramiento por algunos poetas a los que conoció y trató durante un tiempo. Tal es el caso del huidizo Bill Knott, que llegó a fingir un suicidio y editar su obra póstuma, y el afroamericano Etheridge Knight, a cuyo taller semanal concurrió Karr, convirtiéndose en una suerte de protegida.

Y Dios

No es la intención, ni mucho menos existe la posibilidad de glosar en esta reseña una vida que a Karr le llevó interminables horas de terapia y tres gruesos volúmenes de memorias contar, pero a efectos de subrayar el proceso de conversión por el que pasa la protagonista, es imposible no mencionar a Dios. Luego de una serie de trabajos ingratos y mal pagos, de un casamiento patético (el vínculo con la familia política es una novela en sí misma), de convertirse en madre, de pasar por un largo proceso de desintoxicación del alcohol, de restablecer una y otra vez la relación con su propia madre, de un fugaz noviazgo con David Foster Wallace y de otras cuantas cosas más, Karr abraza la fe católica.

El encuentro con Dios, fiel a la tónica adoptada en el resto del libro, no tiene una pizca de solemnidad; Karr cae en el catolicismo casi por descarte, pues su anterior intento con la iglesia anglicana no pasó la prueba: “Por darle conversación al pastor, le pregunto cómo se maneja con el problema del mal, y él va y me responde: No creemos en él; una sentencia tan ostensiblemente falsa que me pregunto cómo consigue venderla. Parece una reunión del Rotary Club en la que los asistentes están de acuerdo de antemano con el orden del día y toda su ilusión es que saquen las galletas danesas”.

De una acidez desbordante, que mientras ensarta en el lector una cuchillada de humor al mismo tiempo vierte en la herida un chorro de tristeza, Iluminada es un libro personal que trata sobre los porrazos que son universales, un canto de amor a los afectos y a la necesidad de ser libre. En definitiva, un libro iluminado.

Iluminada. De Mary Karr. Traducción de Regina López Muñoz. Madrid, Editorial Periférica & Errata Naturae, 2019. 580 páginas.